Bloy y la Verónica – II

(viene de acá – sigue acá)

Y bien, todos saben lo que sucedió aquel día de 1880 en que León Bloy terminó su novena pidiendo «la Gloria de Dios o la muerte», la fecha en que Verónica había prometido el signo, el acontecimiento inaudito.
Absolutamente nada.

Yo he pedido constantemente la Gloria de Dios o la muerte. Llega la muerte. Bendita sea. Es posible que la gloria llegue tras ella, y que mi dilema no haya tenido sentido.
La cita es de la novela, de El desesperado [*]. En la realidad, no llegó la gloria de Dios pero tampoco la muerte —que acaso hubiera preferido.
Bloy queda destrozado. Puede uno hacerse una idea de su estado de ánimo con la carta que envía a Hello, que adjunto abajo («Estoy sin pan, sin porvenir, sin esperanza, con una horrible herida en el corazón…Hoy lunes, por primera vez después de mucho tiempo, no he comulgado ni he articulado una sola oración. No experimento sino el más amargo y más feroz resentimiento contra un Dios tan duro y tan ingrato….»).
La pobre Ana María queda como atontada, horriblemente escandalizada; no puede aceptar haberse engañado. Sus oraciones se vuelven reproches. Llega a dirigirse a Dios «como habla un amo a un siervo infiel, como un verdugo cruel hablaría a su víctima».
Tras intentar emborracharse con la blasfemia y la desesperación, él después alcanzará a rejuntar los pedazos de su alma…
Ella, no.
Durante largos meses, Bloy asiste al derrumbe de su enamorada (no hay que olvidar, además, el ingrediente de presión sexual —por llamarlo de alguna manera—, por demás evidente en la novela). Las crisis de frenesí son cada vez más frecuentes, ya la locura de Verónica no es sólo «ante los ojos del mundo»…
Recién en julio de 1882 Bloy se decide a llamar a un médico.

Ana María, completamente demente, es internada de imediato. Morirá 25 años después, en el mismo asilo, sin haber recuperado nunca la razón.

Y esta es la verídica y triste historia de León Bloy y la Verónica.

¿Moralejas? No.

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«Los que sueñan o esperan, como nosotros, el gran esplendor de la gloria de Dios, son imbéciles o dementes, y los católicos sensatos que conocemos son los únicos que tienen la verdad. Las magnificencias y los triunfos anunciados por los Libros Santos, las enseñanzas del Salvador, las tinieblas simbólicas de su vida oculta, las fatigas sobrenaturales de su vida pública, sus milagros y su Transfiguración, la traición y la negación, la agonía del Huerto, los puñetazos, las bofetadas, los salivazos, los cinco mil azotes, la corona de espinas, las maldiciones de la multitud, la subida al calvario con la cruz y la crucifixión, acompañada de los inexpresables horrores que el Espíritu Santo no ha osado referir pero que las Revelaciones nos dejan entrever; en fin, su muerte y su resurrección… todas estas cosas ocurrieron para que hoy después de dos mil años,tengamos a León XIII y al señor Charles. Si Josué detuvo el sol, si la Madre de los Dolores lloró en Jerusalén, todo eso fue para que prosperase la santería de Palmé. Para eso mismo suspiraron los Patriarcas durante cinco mil años y para eso vertieron su sangre dieciocho millones de mártires. […]
Estoy sin pan, sin porvenir, sin esperanza, con una horrible herida en el corazón. He tenido este último mes de marzo deseos y nece­sidades del alma que no conocía y que no había pedido. Estos sen­timientos nuevos se han apoderado de mí como un incendio y me han convertido en un hombre insociable y perpetuamente rugiente. Yo, que encontraba los deseos de usted excesivos y que no aprobaba su impaciencia, de repente he llegado a encontrarle tibio y blan­damente resignado. Mis amigos se separan de mí, a causa de mis violencias. Resulto para ellos una carga y les escandalizo.
Yo lo es­peraba todo de San José, y nada he obtenido. Le he rogado como si me encontrase ante el tribunal de Dios y pidiera una gracia en el momento de ser precipitado al infierno. Estando a sus pies, he recibido, cuando le llamaba en mi ayuda, impresiones tan vivas y tan ciertas en apariencia que me era imposible creer que no iba a ser escuchado y dejar de decirle: «Tú me has prometido atender mis súplicas.» Ha pasado el mes de San José sin obtener ni sombra de resultado.
He tenido impulsos de desesperación y de furor al lado de los cuales las más estridentes exasperaciones de usted se parecen a la brisa que agita las ramas del almendro. […] Ayer noche, cuando terminaba mi novena, me pareció que una pared se alzaba ante mí. Me he dado cuenta de que mi petición no iba a ser atendida y he salido con desesperación en el corazón, mientras los mercaderes hacían su acción de gracias.
¿Qué habré de decirle a usted? Soy más desdichado de lo que puede expresarse y compren­derse.
He sido herido en la fe, en la esperanza y en el amor.
Hoy lunes, por primera vez después de mucho tiempo, no he comulgado ni he articulado una sola oración. No experimento sino el más amargo y más feroz resentimiento contra un Dios tan duro y tan ingrato. Hace tiempo que he dado todo lo que tenía. … He realizado, con el auxilio de su gracia, sin duda, pero a precio de sufrimientos que usted no conoce y cuyo sólo recuerdo me desgarra, en el término de dos años, una obra inaudita de paciencia, una obra que nadie querría creer pueda emprender un hombre privado de todo, y esta obra la realizaba únicamente para la gloria de Dios. Pues bien, en recompensa, todo se me ha negado.
Yo tendría vergüenza de tratar a un perro sarnoso como Dios me trata a mí.

(Carta de León Bloy a Ernest Hello, 19 de abril de 1880)

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