…El clero católico, a despecho de la teología, han tolerado
muchas creencias y prácticas populares por miedo a que
«al querer arrancar la cizaña, arrancaran con ella el trigo»
(Mt. 13, 29). Vemos realizada esta necesaria economía en el
ejemplo de la Antigua Alianza, en las revelaciones
progresivas hechas de siglo en siglo al pueblo elegido. […]
La dificultad consiste evidentemente en fijar el punto a partir del cual estas manifestaciones religiosas llegan a ser tan excesivas que resulta un perjuicio autorizarlas. Lo ideal consistiría en poder desembarazarse completamente de todos los hechos dudosos. Autorizarlos puede conducir a veces a piadosas mentiras que son realmente culpables. Un superior eclesiástico no puede ciertamente aprobar pretendidos milagros o profecías que sabe que son falsas. Ni puede con su silencio permitir que se acredite entre el pueblo la tradición de tales milagros o profecías. Tampoco puede, cuando recibe en herencia un error o una superstición de origen inmemorial, dispensarse del deber de atenuarlo o borrarlo.
No obstante, es preciso obrar progresivamente a fin de conseguirlo sin perjuicio de lo que es verdadero y bueno. Puede ocurrir que los errores no sean perjudiciales de hecho, y que su supresión lo sea gravemente…
Y trae a colación un ejemplo de los evangelios:
una interpretación sugestiva (
y bastante «moderna», me parece) del episodio
de la mujer con flujo de sangre:
La dificultad consiste evidentemente en fijar el punto a partir del cual estas manifestaciones religiosas llegan a ser tan excesivas que resulta un perjuicio autorizarlas. Lo ideal consistiría en poder desembarazarse completamente de todos los hechos dudosos. Autorizarlos puede conducir a veces a piadosas mentiras que son realmente culpables. Un superior eclesiástico no puede ciertamente aprobar pretendidos milagros o profecías que sabe que son falsas. Ni puede con su silencio permitir que se acredite entre el pueblo la tradición de tales milagros o profecías. Tampoco puede, cuando recibe en herencia un error o una superstición de origen inmemorial, dispensarse del deber de atenuarlo o borrarlo.
No obstante, es preciso obrar progresivamente a fin de conseguirlo sin perjuicio de lo que es verdadero y bueno. Puede ocurrir que los errores no sean perjudiciales de hecho, y que su supresión lo sea gravemente…
Ni los superiores locales, ni los pastores de la Iglesia
son impecables en sus acciones o infalibles en su juicio. No
me veo por tanto obligado a sostener que todas las medidas y
autorizaciones de la Iglesia hayan sido siempre
laudables y seguras.
Pero en lo que se refiere a la cuestión de las prácticas supersticiosas, no hay que olvidar que una vez Nuestro Señor mismo toleró la acción supersticiosa de una mujer muy afligida y eso en consideración a la fe de esta mujer, motivo verdadero de su acción. Ésta sufría la influencia de lo que se llamaría, si viviera aún, «una religión corrompida», y sin embargo fue recompensada con un milagro. Colocándose tras Nuestro Señor le tocó, esperando que «saliera de Él una virtud» sin que Él se apercibiera, demostrando una especie de veneración fetichista hacia el borde de su vestido. Se imaginaba haberle hurtado alguna cosa y se turbó mucho al ser descubierta. Cuando Nuestro Señor preguntó quién le había tocado, «llena de temor y temblorosa, dice san Marcos, conociendo lo que en ella había sucedido, se llegó y postrada ante Él, declaróle toda la verdad», como si hubiera algo que enseñar a Aquel que todo lo sabe. ¿Cuál fue la sentencia de Nuestro Señor? «Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz» (Mc. 5, 25-34).
Los hombres que ahora nos acusan de doblez; ¿no ven esa supuesta duplicidad en la iglesia primitiva? ¿Acaso incidentes como éste en el Evangelio y también el milagro de los cerdos, la piscina de Betsaida, la curación de la oreja del siervo, el cambio del agua en vino, la moneda en la boca del pez y otros de este género, no son un aspecto del cristianismo apostólico muy diferente del que presentan las epístolas pastorales de san Pablo y la primera de san Juan? ¿Por qué necesitan los hombres llegar a la Iglesia medieval para quejarse de que la teología del cristianismo no está de acuerdo con sus manifestaciones religiosas?
Esta mujer presentada con tanta insistencia por tres evangelistas comprendió, sin duda alguna, que si el vestido poseía «una virtud» era por pertenecer a Cristo. Del mismo modo, una pobre anciana napolitana que cuenta sus historias al crucifijo lo relacionaría en el fondo de su conciencia a un hombre de carne y hueso que, antiguamente, fue colgado realmente de una cruz; pero si, a pesar de todo, es lo bastante simple de espíritu para atribuir al crucifijo en sí una virtud, no obra de otro modo que la mujer del Evangelio que prefirió confiar su curación a un pedazo de tela perteneciente al Señor, antes que dirigirse directa y lealmente a Él. Y sin embargo, Él la felicitó ante la multitud por lo que se habría podido llamar una acción idólatra. Ya que en su nueva ley, extendía el sentido de la palabra «idolatría» y la aplicaba a otros pecados, al culto tributado a los ricos, a la sed de ganancias, a la ambición y al orgullo de la vida. Estas clases de «idolatría» -que no suelen escandalizar a los hombres cultos- son más graves a sus ojos que aquellas atribuibles a la ignorancia.
¿Y no puedo añadir que este aspecto de la doctrina de Nuestro Señor es completamente conforme a la orientación general de sus discursos? Insiste incansablemente en la necesidad de la fe; pero ¿en qué lugar insiste sobre el peligro de la superstición, debilidad que, dada la naturaleza humana, acompaña infaliblemente a la fe cuando ésta es ardiente y vigorosa? Dado lo que es la naturaleza humana, podemos efectivamente tolerar un poco de superstición, ya que no es un gran mal cuando es el resultado de una fe firmemente establecida. Cierto que no es necesariamente su resultado; y la Iglesia en su papel doctrinal está siempre en guardia contra la incursión de lo que significa una degradación, tanto de la fe como de la razón…
De paso, me causa alguna gracia que Newman -inglés, del siglo XIX-
use a la «mujer napolitana» como símbolo -convencional, supongo- de la persona humilde e ignorante.
Pero en lo que se refiere a la cuestión de las prácticas supersticiosas, no hay que olvidar que una vez Nuestro Señor mismo toleró la acción supersticiosa de una mujer muy afligida y eso en consideración a la fe de esta mujer, motivo verdadero de su acción. Ésta sufría la influencia de lo que se llamaría, si viviera aún, «una religión corrompida», y sin embargo fue recompensada con un milagro. Colocándose tras Nuestro Señor le tocó, esperando que «saliera de Él una virtud» sin que Él se apercibiera, demostrando una especie de veneración fetichista hacia el borde de su vestido. Se imaginaba haberle hurtado alguna cosa y se turbó mucho al ser descubierta. Cuando Nuestro Señor preguntó quién le había tocado, «llena de temor y temblorosa, dice san Marcos, conociendo lo que en ella había sucedido, se llegó y postrada ante Él, declaróle toda la verdad», como si hubiera algo que enseñar a Aquel que todo lo sabe. ¿Cuál fue la sentencia de Nuestro Señor? «Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz» (Mc. 5, 25-34).
Los hombres que ahora nos acusan de doblez; ¿no ven esa supuesta duplicidad en la iglesia primitiva? ¿Acaso incidentes como éste en el Evangelio y también el milagro de los cerdos, la piscina de Betsaida, la curación de la oreja del siervo, el cambio del agua en vino, la moneda en la boca del pez y otros de este género, no son un aspecto del cristianismo apostólico muy diferente del que presentan las epístolas pastorales de san Pablo y la primera de san Juan? ¿Por qué necesitan los hombres llegar a la Iglesia medieval para quejarse de que la teología del cristianismo no está de acuerdo con sus manifestaciones religiosas?
Esta mujer presentada con tanta insistencia por tres evangelistas comprendió, sin duda alguna, que si el vestido poseía «una virtud» era por pertenecer a Cristo. Del mismo modo, una pobre anciana napolitana que cuenta sus historias al crucifijo lo relacionaría en el fondo de su conciencia a un hombre de carne y hueso que, antiguamente, fue colgado realmente de una cruz; pero si, a pesar de todo, es lo bastante simple de espíritu para atribuir al crucifijo en sí una virtud, no obra de otro modo que la mujer del Evangelio que prefirió confiar su curación a un pedazo de tela perteneciente al Señor, antes que dirigirse directa y lealmente a Él. Y sin embargo, Él la felicitó ante la multitud por lo que se habría podido llamar una acción idólatra. Ya que en su nueva ley, extendía el sentido de la palabra «idolatría» y la aplicaba a otros pecados, al culto tributado a los ricos, a la sed de ganancias, a la ambición y al orgullo de la vida. Estas clases de «idolatría» -que no suelen escandalizar a los hombres cultos- son más graves a sus ojos que aquellas atribuibles a la ignorancia.
¿Y no puedo añadir que este aspecto de la doctrina de Nuestro Señor es completamente conforme a la orientación general de sus discursos? Insiste incansablemente en la necesidad de la fe; pero ¿en qué lugar insiste sobre el peligro de la superstición, debilidad que, dada la naturaleza humana, acompaña infaliblemente a la fe cuando ésta es ardiente y vigorosa? Dado lo que es la naturaleza humana, podemos efectivamente tolerar un poco de superstición, ya que no es un gran mal cuando es el resultado de una fe firmemente establecida. Cierto que no es necesariamente su resultado; y la Iglesia en su papel doctrinal está siempre en guardia contra la incursión de lo que significa una degradación, tanto de la fe como de la razón…
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