La superstición según Newman

Ayer escribía sobre los pro y los contra de la superstición desde el punto de vista católico. Y hoy abro al azar un libro de Newman y me encuentro con lo que sigue. (El original en inglés -la traducción es flojita- está acá, secciones 14 a 19)
…El clero católico, a despecho de la teología, han tolerado muchas creencias y prácticas populares por miedo a que «al querer arrancar la cizaña, arrancaran con ella el trigo» (Mt. 13, 29). Vemos realizada esta necesaria economía en el ejemplo de la Antigua Alianza, en las revelaciones progresivas hechas de siglo en siglo al pueblo elegido. […]

La dificultad consiste evidentemente en fijar el punto a partir del cual estas manifestaciones religiosas llegan a ser tan excesivas que resulta un perjuicio autorizarlas. Lo ideal consistiría en poder desembarazarse completamente de todos los hechos dudosos. Autorizarlos puede conducir a veces a piadosas mentiras que son realmente culpables. Un superior eclesiástico no puede ciertamente aprobar pretendidos milagros o profecías que sabe que son falsas. Ni puede con su silencio permitir que se acredite entre el pueblo la tradición de tales milagros o profecías. Tampoco puede, cuando recibe en herencia un error o una superstición de origen inmemorial, dispensarse del deber de atenuarlo o borrarlo.
No obstante, es preciso obrar progresivamente a fin de conseguirlo sin perjuicio de lo que es verdadero y bueno. Puede ocurrir que los errores no sean perjudiciales de hecho, y que su supresión lo sea gravemente…
Y trae a colación un ejemplo de los evangelios: una interpretación sugestiva ( y bastante «moderna», me parece) del episodio de la mujer con flujo de sangre:
Ni los superiores locales, ni los pastores de la Iglesia son impecables en sus acciones o infalibles en su juicio. No me veo por tanto obligado a sostener que todas las medidas y autorizaciones de la Iglesia hayan sido siempre laudables y seguras.
Pero en lo que se refiere a la cuestión de las prácticas supersticiosas, no hay que olvidar que una vez Nuestro Señor mismo toleró la acción supersticiosa de una mujer muy afligida y eso en consideración a la fe de esta mujer, motivo verdadero de su acción. Ésta sufría la influencia de lo que se llamaría, si viviera aún, «una religión corrompida», y sin embargo fue recompensada con un milagro. Colocándose tras Nuestro Señor le tocó, esperando que «saliera de Él una virtud» sin que Él se apercibiera, demostrando una especie de veneración fetichista hacia el borde de su vestido. Se imaginaba haberle hurtado alguna cosa y se turbó mucho al ser descubierta. Cuando Nuestro Señor preguntó quién le había tocado, «llena de temor y temblorosa, dice san Marcos, conociendo lo que en ella había sucedido, se llegó y postrada ante Él, declaróle toda la verdad», como si hubiera algo que enseñar a Aquel que todo lo sabe. ¿Cuál fue la sentencia de Nuestro Señor? «Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz» (Mc. 5, 25-34).
Los hombres que ahora nos acusan de doblez; ¿no ven esa supuesta duplicidad en la iglesia primitiva? ¿Acaso incidentes como éste en el Evangelio y también el milagro de los cerdos, la piscina de Betsaida, la curación de la oreja del siervo, el cambio del agua en vino, la moneda en la boca del pez y otros de este género, no son un aspecto del cristianismo apostólico muy diferente del que presentan las epístolas pastorales de san Pablo y la primera de san Juan? ¿Por qué necesitan los hombres llegar a la Iglesia medieval para quejarse de que la teología del cristianismo no está de acuerdo con sus manifestaciones religiosas?

Esta mujer presentada con tanta insistencia por tres evangelistas comprendió, sin duda alguna, que si el vestido poseía «una virtud» era por pertenecer a Cristo. Del mismo modo, una pobre anciana napolitana que cuenta sus historias al crucifijo lo relacionaría en el fondo de su conciencia a un hombre de carne y hueso que, antiguamente, fue colgado realmente de una cruz; pero si, a pesar de todo, es lo bastante simple de espíritu para atribuir al crucifijo en sí una virtud, no obra de otro modo que la mujer del Evangelio que prefirió confiar su curación a un pedazo de tela perteneciente al Señor, antes que dirigirse directa y lealmente a Él. Y sin embargo, Él la felicitó ante la multitud por lo que se habría podido llamar una acción idólatra. Ya que en su nueva ley, extendía el sentido de la palabra «idolatría» y la aplicaba a otros pecados, al culto tributado a los ricos, a la sed de ganancias, a la ambición y al orgullo de la vida. Estas clases de «idolatría» -que no suelen escandalizar a los hombres cultos- son más graves a sus ojos que aquellas atribuibles a la ignorancia.

¿Y no puedo añadir que este aspecto de la doctrina de Nuestro Señor es completamente conforme a la orientación general de sus discursos? Insiste incansablemente en la necesidad de la fe; pero ¿en qué lugar insiste sobre el peligro de la superstición, debilidad que, dada la naturaleza humana, acompaña infaliblemente a la fe cuando ésta es ardiente y vigorosa? Dado lo que es la naturaleza humana, podemos efectivamente tolerar un poco de superstición, ya que no es un gran mal cuando es el resultado de una fe firmemente establecida. Cierto que no es necesariamente su resultado; y la Iglesia en su papel doctrinal está siempre en guardia contra la incursión de lo que significa una degradación, tanto de la fe como de la razón…
De paso, me causa alguna gracia que Newman -inglés, del siglo XIX- use a la «mujer napolitana» como símbolo -convencional, supongo- de la persona humilde e ignorante.

El texto completo:
14 … Los prelados católicos, a despecho de la teología, han tolerado muchas creencias y prácticas populares por miedo a que «al querer arrancar la cizaña, arrancaran con ella el trigo» (Mt. 13, 29). Vemos realizada esta necesaria economía en el ejemplo de la Antigua Alianza, en las revelaciones progresivas hechas de siglo en siglo al pueblo elegido. Lo más sorprendente de ello es la tolerancia concedida largo tiempo a la poligamia, al concubinato y al divorcio. En lo que concierne al divorcio, Nuestro Señor dijo abiertamente a los fariseos: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres» (Mt. 19, 8). y no obstante, esto era la violación de una ley natural primitiva que estaba en uso al principio tan directa y rigurosamente como la ley contra el fratricidio. San Agustín parece ir más lejos todavía, como si no se tratara solamente de la tolerancia implícita de una moralidad imperfecta ejercida con respecto a Israel por su divino Maestro, sino de mandamientos categóricos formulados en función del estado de imperfección en el que se encuentra el pueblo. «Sólo el Dios verdadero y bueno», dice en respuesta a la objeción maniquea, fundada en ciertos actos divinos relatados en el Antiguo Testamento, «sólo Él sabe qué mandamiento, el que sabía con certeza, según el corazón de cada uno, lo que cada uno está llamado a sufrir y por mediación de quién debe sufrirlo. Por tanto, unos merecían que se les permitiera infligir el sufrimiento, y que los otros hubieran de soportarlo».

Es el gran principio de la economía divina sostenido por la escuela de Alejandría, y que la Escritura aprueba de diferentes modos. Es verdad que sobre ciertos puntos esenciales, sobre la unidad y la omnipotencia de Dios, la ley mosaica, tan tolerante frente a la crueldad bárbara, no permitió hacer ninguna concesión al estado moral de esta época. Precisamente el fin de la revelación era el de condenar la idolatría, y el instrumento de esta condenación era para ella la espada. Pero donde no se trataba directamente de la misión del pueblo elegido y entre las poblaciones paganas, la idolatría tolerada con una especie de aprobación por parte de Dios, como si en ella pudiera encontrarse oculto un sentimiento más profundo. Así fue como en tiempo de los patriarcas, José fue presa de una embriaguez profética y se casó con la hija del sacerdote de Heliópolis (Gén. 41, 45). En una época más reciente, Jonás fue enviado a predicar la penitencia a los habitantes de Nínive, pero sin sugerirles ni darles a entender que debían abandonar sus ídolos; y a pesar de esto, los marinos entre los cuales había caído poco tiempo antes el profeta, aún siendo idólatras, reconocían con profunda devoción y gran temor religioso al Señor, Dios del cielo y de la tierra Un. 1, 5; 2, 1). Igualmente, cuando Balaam hubo construido sus siete altares, ofrecido sus sacrificios, preparado sus augurios, «el Señor vino a él y puso su palabra en sus labios» (Núm. 23) sin reprocharle su idolatría y su magia. Y cuando Namán pide a Dios que le perdonara «si se arrodillaba en el templo de Rimmón», el profeta le dijo únicamente: ‘Vete en paz» (Il Reyes, 5, 18). Y san Pablo dice a los idólatras, ignorantes ocultos, de Listra y de Atenas que, cuando Dios en otro tiempo daba a todas las naciones pruebas de su providencia «permitió que siguieran su camino», y «disimuló los tiempos de la ignorancia» (Act. 14, 16; 17, 30).

15. Desde la época de la predicación de los apóstoles, no se permitió ya a la cristiandad una tolerancia tan grande en cuestiones fundamentales de fe o de moral. La idolatría es un pecado contra la luz. En un católico supondría una culpabilidad atroz, mejor dicho, en él es imposible. Es igualmente inconcebible incluso entre el más ignorante de los fieles que reivindican el nombre de cristianos. Sin embargo, el principio de la economía divina y su aplicación tienen su razón de ser y constituyen aún un deber para los católicos, aunque no obstante no se refieren a los elementos esenciales de la Revelación.
Como católicos, debemos ser pacientes y callarnos en muchos casos cuando nos encontramos con los errores, los excesos y las supersticiones de algunos individuos de ciertos grupos de nuestros hermanos. Lo mismo que, frente a quienes no son católicos, sentimos a veces como un deber el observar la regla del silencio, incluso cuando se trata de una verdad tan importante como «Extra Ecclesia nulla salus» (fuera de la Iglesia no hay salvación). Es necesario seguramente mantener esta verdad; pero nadie se atreverá a censurarnos o a acusarnos de hipocresía si estimamos- y estamos convencidos de ello- que nuestro deber es el siguiente: en el caso de estar seguros, humanamente hablando, de que un protestante próximo a morir, y según todas las apariencias de buena fe, no aceptará la verdad católica si intentamos imponérsela, es preferible dejar a este hombre en su cristianismo imperfecto y a la misericordia de Dios, y facilita su devoción cuanto sea posible, en lugar de lanzarlo en un momento así a discusiones que podrían confundir su espíritu, distraer sus pensamientos, desbaratar su fe y despertar sus prejuicios adormecidos y su aversión respecto a la Iglesia. Se podría, no obstante, pretender que así se favorece la duplicidad de doctrina católica; y que esta conducta imprecisa se presta a equívoco, pues se afirma una cosa en teoría y se aprueba otra en la práctica.

16. Pongo lo que voy a decir ahora acerca de la conducta eventual de la Iglesia para con sus hijos bajo la ley que rige su modo de actuar respecto a los infieles. En principio, la ley es la misma que la de Moisés o san Pablo, la escuela de Alejandría o san Agustín, sólo que se aplica a asuntos deferentes. Es cierto que el nivel abstracto de la religión y de la moral es más elevado en las escuelas de teología que el que observamos entre los cristianos de tal país en tal época: pero también es cierto que, como los antiguos profetas que la han precedido, la Iglesia no puede imponerlo y esto sin ninguna falta por su parte. La naturaleza humana es la misma en todas las épocas; del mismo modo que se mostró entre los judíos aparece ahora en el mundo entero aunque en un país pueda ser mejor que en otro.
En algunos países, al menos, la verdad y el error están a veces tan íntimamente mezclados en la religión, que apenas se sabría discernir la separación entre ellos.

Ya he aludido a la parábola de Nuestro Señor referente al trigo y la cizaña. Tomemos como ejemplo el caso de las reliquias. Los teólogos y los historiadores modernos han podido comprobar que algunas reliquias reconocidas como tales son en realidad restos de un hombre santo, pero no pertenecen al santo a quien el pueblo las atribuye. Y, a pesar de esto, puede ocurrir que un obispo haya aprobado su veneración pública, nacida de esta creencia errónea; o aun, sin dar fe por su parte a una leyenda milagrosa atribuida a cualquier crucifijo o cuadro, pueda el obispo considerar con tolerancia, e incluso con benevolencia, el aumento de devoción popular hacia Nuestro Señor y la Santísima virgen que ha ocasionado esta leyenda. No está convencido de que sea verdadera, ni garantiza su veracidad; se contenta con aprobar y alabar el piadoso entusiasmo popular que la leyenda ha hecho nacer. Si verdaderamente la devoción y la fe de estas personas hacia Cristo provenían únicamente de la leyenda;: si hacían de él su Dios por considerar verdad una cosa que no había ocurrido nunca; en este caso, ningún hombre leal conocedor del error podría participar en la explosión de alegría con que se festeja cada año su aniversario. Pero sabe que en cada generación hubo milagros en la Iglesia y si está lejos de tener la seguridad de que esto sea un milagro, tampoco está seguro de que no lo sea.
Su situación es parecida a la del clero francés a principios de siglo; si Napoleón les hubiera ordenado cantar un Te Deum por su victoria en Trafalgar habrían podido tener vivas sospechas sobre la realidad del hecho, pero no hubieran creído ser su deber negarse a participar en un regocijo nacional. Es, a veces, en un estado de espíritu parecido como toma parte la Iglesia en manifestaciones religiosas populares, sin someterlas a la crítica histórica o teológica; necesita elegir entre varias dificultades. Si obrara de otro modo, arrancaría el trigo con las hierbas malas; «apagaría la mecha humeante» y pondría en peligro la fe o la fidelidad de una región o de un país a causa de un rigor intelectual imprudente y de ningún modo exigido por ella.

La dificultad consiste evidentemente en fijar el punto a partir del cual estas manifestaciones religiosas llegan a ser tan excesivas que resulta un perjuicio autorizarlas. Lo ideal consistiría en poder desembarazarse completamente de todos los hechos dudosos. Autorizarlos puede conducir a veces a piadosas mentiras que son realmente culpables. Un superior eclesiástico no puede ciertamente aprobar pretendidos milagros o profecías que sabe que son falsas.
Ni puede con su silencio permitir que se acredite entre el pueblo la tradición de tales milagros o profecías. Tampoco puede, cuando recibe en herencia un error o una superstición de origen inmemorial, dispensarse del deber de atenuarlo o borrarlo. No obstante, es preciso obrar progresivamente a fin de conseguirlo sin perjuicio de lo que es verdadero y bueno. Puede ocurrir que los errores no sean perjudiciales de hecho, pero que su supresión lo sea gravemente.

17. Ni los superiores locales, ni los pastores de la Iglesia son impecables en sus acciones o infalibles en su juicio. No me veo por tanto obligado a sostener que todas las medidas y autorizaciones de la Iglesia hayan sido siempre innovadoras, laudables y seguras. Pero en lo que se refiere a la cuestión de las prácticas supersticiosas, no hay que olvidar que una vez Nuestro Señor mismo toleró la acción supersticiosa de una mujer muy afligida y eso en consideración a la fe de esta mujer, motivo verdadero de su acción. Ésta sufría la influencia de lo que se llamaría, si viviera aún, «una religión corrompida», y sin embargo fue recompensada con un milagro. Colocándose tras Nuestro Señor le tocó, esperando que «saliera de Él una virtud» sin que Él se apercibiera, demostrando una especie de veneración fetichista hacia el borde de su vestido. Se imaginaba haberle hurtado alguna cosa y se turbó mucho al ser descubierta. Cuando Nuestro Señor preguntó quién le había tocado, «llena de temor y temblorosa, dice san Marcos, conociendo lo que en ella había sucedido, se llegó y postrada ante Él, declaróle toda la verdad», como si hubiera algo que enseñar a Aquel que todo lo sabe. ¿Cuál fue la sentencia de Nuestro Señor? «Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz» (Mc. 5, 25-34). ¿Se habla ahora de nuestra duplicidad? ¿Acaso incidentes como éste en el Evangelio y también el milagro de los cerdos, la piscina de Betsaida, la curación de la oreja del siervo, el cambio del agua en vino, la moneda en la boca del pez y otros de este género, no son un aspecto del cristianismo apostólico muy diferente del que presentan las epístolas pastorales de san Pablo y la primera de san Juan? ¿Era necesario que los hombres esperasen hasta la Iglesia medieval para quejarse de que la teología del cristianismo no está de acuerdo con sus manifestaciones religiosas?

18. Esta mujer presentada con tanta insistencia por tres evangelistas comprendió, sin duda alguna, que si el vestido poseía «una virtud» era por pertenecer a Cristo. Del mismo modo, una pobre anciana napolitana que cuenta sus historias al crucifijo lo relacionaría en el fondo de su conciencia a un hombre de carne y hueso que, antiguamente, fue colgado realmente de una cruz; pero si, a pesar de todo, es lo bastante simple de espíritu para atribuir al crucifijo en sí una virtud, no obra de otro modo que la mujer del Evangelio que prefirió confiar su curación a un pedazo de tela perteneciente al Señor, antes que dirigirse directa y lealmente a Él. y sin embargo, Él la felicitó ante la multitud por lo que se habría podido llamar una acción idólatra. Ya que en su nueva ley, extendía el sentido de la palabra «idolatría» y la aplicaba a otros pecados, al culto tributado a los ricos, a la sed de ganancias, a la ambición y al orgullo de la vida. Estas clases de «idolatrías» son más graves, según Él, que aquella que se debe a la ignorancia, pero que generalmente no extraña a los espíritus cultos.

¿Y no puedo añadir que este aspecto de la doctrina de Nuestro Señor es completamente conforme a la orientación general de sus discursos? Insiste incansablemente en la necesidad de la fe; pero ¿en qué lugar insiste sobre el peligro de la superstición, debilidad que, dada la naturaleza humana, acompaña infaliblemente a la fe cuando ésta es ardiente y vigorosa? Dado lo que es la naturaleza humana, podemos efectivamente tolerar un poco de superstición, ya que no es un gran mal cuando es el resultado de una fe firmemente establecida. Cierto que no es necesariamente su resultado; y la Iglesia en su papel doctrinal está siempre en guardia contra la incursión de lo que significa una degradación, tanto de la fe como de la razón. Pero considerando -como lo aceptarían los anglicanos- los informes estrictos del sistema sacramental y del cristianismo, así como la debilidad y la confusión de la inteligencia moral en el conjunto del mundo actual, solamente en un futuro lejano podrá fácilmente la Iglesia hacer que sea igual su función profética cuando ejerce su vigilancia sobre el pueblo. De momento me costaría trabajo creer que una nación posee realmente la fe si está libre en todos sus estamentos y sus clases sociales de cualquier forma y de cualquier grado de lo que se considera generalmente como superstición…

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