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Animados

Un corto animado de cinco minutos. El comentario más frecuente del público es: «parece de Ghibli». Y algo tiene. Pero lo hicieron tres estudiantes de una universidad de artes de Taiwan, como proyecto de graduación. Sencillito, buena idea, buena ejecución. Si son tan lentos como yo, y recién por el final entienden el quid, querrán verlo de nuevo desde el principio.
Crac! es otro corto animado, de quince minutos, ya recomendado (pero ahora tenemos Youtube). Es de Frédéric Back, animador canadiense, muy admirado por Miyazaki y Takahata.

Takahata, precisamente con Frédéric Back, es el protagonista de la primera mitad del documental «Sekai Waga Kokoro no Tabi (The Journey of the Heart)«, una rareza que vi hace poco (torrent – sólo para fanáticos de Ghibli). La primera mitad es un viaje de Takahata a Canadá (1997?). Además de visitar a su admirado Back, conoce el parque Upper Canada Village, una especie de gran museo histórico que reproduce la vida de un pueblo canadiense del siglo XIX. Cosa turística, claro, pero también educativa – y Takahata dice cuánto le gustaría tener algo así en Japón. En cualquier lugar, en realidad. Claro que Takahata tiene un interés especial: él fue quien dirigió «Ana de Tejas Verdes», que transcurre justo en este ambiente.

En la segunda mitad, es Hayao Miyazaki (de pie!) el protagonista. París-Toulosse-Sahara-Cabo Juby (sur de Marruecos), siguiendo el recorrido que hacía Saint-Exupéry cuando trabajaba en la Aeropostale. Miyazaki se sube a una avioneta muy similar a la de entonces, visitando los hoteles y lugares donde él paraba -en suma, tratando de ver las cosas desde el lugar del otro.

Yo no sabía que la influencia de Saint-Exupéry sobre Miyazaki (y sobre su amor por la aviación) era tan grande; me entero que «Tierra de hombres« («Wind, sand and stars» en algunas traducciones) es su libro favorito —y la verdad es que es un libro estupendo, espero releerlo. Impresiona ver su entusiasmo al examinar los aviones, y su emoción al evocar la figura de S.E. —emoción muy perceptible, incluso en la cara de Miyazaki e incluso sin subtítulos.

En «Tierra de hombres» dejó unas descripciones maravillosas de los aviones, el clima, el cielo… y los lazos entre los pilotos y los hombres en tierra. Es muy diferente a «El Principito». Creo que fue un logro impresionante. Lo leí muchas veces cuando era estudiante […] Saint-Exupery tuvo una infancia dichosa; vivió cuando la vieja Europa estaba desapareciendo y encontró una especie de aristocracia en el mundo de los aviones del correo postal. Sus amigos fueron muriendo uno tras otro. Después, debió sentirse como viviendo en un hormiguero. Finalmente desapareció sobre el Mediterráneo. Yo soy otra hormiga del hormiguero, supongo.
Creo que Porco Rosso se aprecia un poco mejor después de esto.

La tierra nos enseña más sobre nosotros que los libros. Porque se nos resiste. El hombre se descubre a sí mismo cuando se enfrenta a un obstáculo. Pero, para superar ese obstáculo, necesita una herramienta. Necesita un cepillo de carpintero, o un arado. En su labor, el labriego arranca poco a poco algunos secretos a la naturaleza, y las verdades que extrae son universales. Del mismo modo el avión, la herramienta de las líneas aéreas, sumerge al hombre en todos los viejos problemas.

Tengo siempre ante mis ojos la imagen de mi primera noche de vuelo sobre Argentina, una noche oscura en la que sólo brillaban, titilantes como estrellas, las escasas luces esparcidas por el llano.

En aquel océano de tinieblas, cada una de ellas señalaba el milagro de una conciencia. En aquel hogar se leía, se pensaba, se intercambiaban confidencias. En aquel otro, quizá, se intentaba sondear el espacio, se hacían cálculos sobre la nebulosa de Andrómeda. En aquel otro se amaba. Aquí y allá, sobre el campo, luces que reclamaban su sustento. Incluso las más discretas, la del poeta, la del profesor, la del carpintero… Pero, entre aquellas estrellas vivas, cuántas ventanas cerradas, cuántas estrellas apagadas, cuántos hombres dormidos…

Debemos procurar encontrarnos. Es preciso que intentemos comunicarnos con algunas de aquellas luces que brillan separadas en el campo.

Antoine de Saint-Exupéry – comienzo de Tierra de hombres (orig)

Por quienes podemos y por quienes debemos

De Victor Borge (pianista y comediante danés; 1909-2000) ignoraba yo todo, incluso nombre y existencia, hasta la semana pasada. Ha sido un placer conocerlo, me ha hecho reír mucho. Aquí van algunos videos para degustar (sin subtítulos – circula un buen torrent subtitulado en inglés).

En el tramo final de uno de sus espectáculos, mientras toca lánguidamente una canción de cuna, comienza a despedirse del público, y dice:

Deberíamos agradecer a mis padres, por haber hecho esto posible… Y a mis hijos, por haberlo hecho necesario.

Como chiste, me pareció perfecto. Redondo y simple, pero también profundo. Incluso para los que no tenemos hijos. La necesidad (el deber) es tan vital como la posibilidad (el don) —y las dos son para agradecer.

Esperar con el condenado

Otra disposición del Talmud favorable al acusado —en este caso, al condenado. Tiene su efecto, humano y dramático:

Cuando el acusado ha sido condenado a morir por lapidación, es conducido al lugar de la ejecución, que estará alejado de donde celebra sesión el tribunal, tal como está escrito: «saca del campamento al blasfemo» [*].

A la puerta del tribunal quedaba un hombre con una banderola en la mano; a cierta distancia, desde donde pudiera ver la banderola al ser agitada, se colocaba un hombre a caballo. Así, si alguno de los miembros del tribunal decía haber hallado un argumento favorable al acusado, el hombre que estaba junto a la puerta agitaba la banderola y el jinete corría a detener la ejecución.

Impresiona, imaginar la escena. Y me recuerda una historia que nuestro Lugones relata en su «Romancero del Río Seco«, una ejecución sumaria que transcurre en un pueblo de Córdoba, en tiempos de Rosas (1840). La primera parte del poema se demora en el marco histórico, la segunda parte cuenta los preliminares de la ejecución, y la tercera el incidente en cuestión. Todo se apoya en una disposición judicial que también daba una última esperanza al condenado a muerte:

Que por su artículo tal
La ley con rigor ordena
Que al desertor en campaña
Se aplique la última pena.

Pero que si una mujer
Por marido lo pedía,
En prisión aquel suplicio
Conmutado le sería.

Es que en su misma dureza
Compasiva la ordenanza,
Querrá acordarle al amor
Aquella última esperanza.

No sé si estas y parecidas disposiciones regían efectivamente (no entiendo por qué el texto talmúdico conjuga las acciones en tiempo pasado, si se trata de un precepto a seguir). Y no sé si alguna vez tuvieron ocasión de aplicarse, si alguna vez aquel jinete vio agitar la banderola y llegó al galope para salvar al condenado en el último minuto, cuando los ejecutores estaban juntando las piedras y tomando puntería. Yo apostaría que no.

Pero, si así fuera, ¿habría que concluir que el precepto nunca llegó a cumplir su cometido? No necesariamente. Quizás tenga una utilidad más profunda. Para empezar: dar una última esperanza al condenado; aunque supiéramos (él y nosotros) que es casi nula… ese casi no es poco, si esa última esperanza le sirve para ayudar a pasar ese último trago (contención, dirían nuestros psicólogos con su jerga… desesperante). A lo mejor lo ayuda a bien morir. Y a lo mejor también sirve a los otros: al público, a los jueces – a los verdugos incluso.

Es bueno que nos lo recuerden: que el criminal que acabamos de condenar (en conciencia, con justicia) y que estamos a punto de ejecutar, acaso todavía pueda salvarse … sea por nuevas razones, evidencias que se nos habían escapado – o por un lazo matrimonial que lo devuelva al seno de la tribu. Tener bien a la vista esta posibilidad y hasta desearla, desear que se agite la banderola… aquel precepto, más allá de su inoperancia aparente, puede funcionar como un rito que nos obliga a comulgar (con el condenado y con todos) en esa esperanza, y a recordarnos la precariedad de nuestra justicia y el valor de la vida que estamos por truncar. Y, junto con aquel gesto tan humano de concederle un par de humildes «últimos deseos», nos puede ayudar a separar de la justicia el odio y el fariseísmo que suelen acompañarla.

Que todo esto pueda tener alguna utilidad para nosotros, que hemos archivado la pena de muerte y con ella sus ritos (con buenos motivos, probablemente) es otra cuestión.

Cuando errar poco importa poco

Leyendo una antología del Talmud, en la parte de los procedimientos judiciales (Sanhedrin 40a), veo que habitualmente se tiende a favorecer al acusado. No hay simetría entre condenación y absolución. Por ejemplo: si un testigo, por propia iniciativa, pretende aportar testimonios en contra del acusado, los jueces le impondrán silencio; lo escucharán en cambio si es a su favor. Si los jueces difieren en sus sentencias, una diferencia de un voto a favor (12 dicen «inocente», 11 dicen «culpable») basta para declararlo inocente; pero la misma diferencia en contra (12 dicen «culpable», 11 dicen «inocente») no basta para sentenciarlo —hay seguir debatiendo. Y así.

Es un principio elemental, sospecho que más o menos universal, que va de la mano del siguiente axioma: de los dos errores que puede cometer una sentencia —declarar culpable al inocente, declarar inocente al culpable— el primero es más grave; pesa más. Aceptado esto, aquella tendencia no puede ser sospechada de arbitrariedad o sentimentalismo: es simple eficiencia judicial.

Para entender esto, tan antiguo, no hacen falta modelos matemáticos (la teoría del clasificador de Bayes*, por ejemplo), aunque podemos traerlos a ver si aportan alguna luz; o a lo mejor para ilustrar la teoría. Uno de sus resultados nos bastará: en un problema de decisión con costos simétricos, el criterio óptimo equivale a minimizar la probabilidad de error. (¿Cómo?) Dicho en términos menos técnicos: cuando todo error cuesta lo mismo, el mejor tomador de decisiones es el que se equivoca menos veces —en promedio. Esto puede parecer trivial. Pero, no tanto: ese criterio no vale cuando los errores pesan distinto (costos asimétricos). En este caso —concluye la misma teoría— el que se equivoca menos veces no es el mejor.

Suele mencionarse como ejemplo —y aplicación— el sistema anti-spam de nuestro proveedor de email: el costo de equivocarse calificando como spam un mail bueno es mucho más grande que el error opuesto. Y pueden traerse muchos otros ejemplos, incluyendo la consideración de beneficios además de costos y las simples trasposiciones error-aciertofracaso-éxito. Imaginemos el hombre que busca piedras preciosas o antigüedades (o amores femeninos)… llegan ocasiones en que debe decidir si, digamos, concreta la operación con información parcial; es una especie de apuesta, el resultado puede ser una decepción o un hallazgo. Si el costo de equivocarse es pequeño frente al beneficio de acertar, es razonable apostar aunque la probabilidad de acertar sea baja. Se ve que el criterio de «fracasar la mínima cantidad de veces» no es aquí razonable.

Pero volvamos al ejemplo del juez, que sigue siendo el más usado (bemoles y polémicas aparte). Concretamente: imaginemos un juez que se atuviera a este simple criterio: «Si la evidencia me dice que el acusado tiene más probabilidad de ser culpable que de ser inocente, entonces lo declaro culpable». Ese juez podría jactarse de equivocarse con menos frecuencia que otros jueces que usan criterios más benevolentes. Y tiene razón: se equivoca menos. Pero condena a más inocentes; y, haciendo las cuentas, resulta peor juez.**

Y ya se estará viendo, espero, que no se trata aquí de jueces en el sentido restringido de la palabra. Todos juzgamos, todo el tiempo: juzgamos almas, acciones, obras, ideas, épocas, civilizaciones; juzgamos al obispo, al presidente, al blogger, al guitarrista de misa, a Kant, al siglo XX, a la Sagrada Familia, a Riquelme, al administrador del consorcio, a la tipografía Comic Sans Serif, al matrimonio gay, a Google; juzgamos el mundo. Y tratamos, dentro de los límites de nuestra sapiencia y de los datos a nuestro alcance, de juzgar bien. Pero, una vez más: «tratar de juzgar bien» no es lo mismo que «tratar de equivocarse lo menos posible».

En la Suma Teológica, tratando de la justicia, Santo Tomás se pregunta si el juez debe interpretar las dudas en sentido favorable al acusado. Responde que sí. Copio la primera objeción que pone, y su réplica:

Objeción 1: El juicio debe versar más bien sobre lo que sucede el mayor número de veces. Pero en la mayor parte de los casos sucede que se obra mal, pues el número de los necios es infinito, como dice Eclo 1,15, y los sentidos del hombre están inclinados al mal desde la adolescencia, según se lee en Gén 8,21. Luego las dudas deben más bien interpretarse en mal que en buen sentido.

Réplica: Puede ocurrir que el que interpreta en el mejor sentido se engañe más frecuentemente. Pero es mejor que alguien se engañe muchas veces teniendo buen concepto de un hombre malo que el que se engañe raras veces pensando mal de un hombre bueno, ya que por esto último se hace injuria a otro, mas no ocurre por lo primero.

Nótese que Tomás tiene en vista no sólo el sentido restringido de lo que es juzgar (cf c60,a1 – objeción 4 en particular). «Pensar mal» de alguien es como una sentencia judicial.

Nótese también que la objeción viene a decir lo mismo que el refrán: «Piensa mal y acertarás». Puede ser (contesta Tomás, en numerosa compañía), pero… una cosa es acertar y otra juzgar acertadamente.

El refrán y la objeción, de todas maneras, tienen buena prensa. Ese cinismo parece más sabio. Sobre todo porque los años y sus desengaños enseñan que, en efecto, la calidad de las gentes y las cosas suelen estar por debajo de nuestras esperanzas iniciales.

Entre nosotros, el tango se lamenta bastante al respecto.

… La experiencia fue mi amante; el desengaño, mi amigo.
Toda carta tiene contra y toda contra se da.
Hoy no creo ni en mí mismo. Todo es grupo, todo es falso…

Las cuarenta

Y Discépolo, claro: «tres esperanzas tuve en mi vida, dos me engañaron y una murió» (y una de las esperanzas es «la gente», así que podríamos contarla como una multitud); el eterno «gil que alzó un tomate y lo creyó una flor». Incluso Gardel-Le Pera: «cuántos desengaños por una cabeza, yo juré mil veces, no vuelvo a insistir, pero…». Pero, pero… a pesar de los desengaños, uno sigue apostando (a los caballos y al amor). Y si uno ya no puede, quisiera poder todavía. La letra que mejor lo expresa, si no me equivoco, es Suerte loca:

En el naipe del vivir
suelo acertar la carta de la boca,
y a mi lado oigo decir
que es porque estoy con una suerte loca.
¡Al saber le llaman suerte!
Yo aprendí viendo trampearme,
y ahora sólo han de coparme
Suerte loca (Aieta y García Giménez)
canta: Charlo (1928)

cuando banquen con la Muerte.
En el naipe del vivir,
para ganar, primero perdí.

Yo también entré a jugar
confiado en la ceguera del azar
y luego vi que todo era mentir
y el capital en manos del más vil…
¿No me creés? ¡Te pierde el corazón!
¡Qué fe tenés!… ¿No ves que no acertás?
¿Que si apuntás a cartas de ilusión
son de dolor las cartas que se dan?

No me envidies si me ves
acertador, pues soy el Desengaño.
Y si ciego así perdés,
es que tenés los lindos veinte años.
El tapete es la esperanza
y a pesar de lo aprendido,
si me dan lo que he perdido,
vuelve a hundirme la confianza.
¡Suerte loca es conservar
una ilusión en tanto penar!

Pareciera que la tensión entre los extremos de ingenuidad y cinismo, entre ilusión y desesperanza, (optimismo y pesimismo no son palabras muy respetables, pero también pueden correr), se va agudizando con los años. Por un lado, la experiencia nos dice que las chances de acertar con el juicio benevolente son cada vez más bajas. Pero por otro lado, también agiganta el costo del otro error, el infrecuente: el de considerar culpable al inocente —o de dejar pasar de largo la auténtica —casi inhallable— piedra preciosa.

Claro que el primer aspecto es más patente que el segundo. Y nuestro ego empuja a confundir los auténticos costos y beneficios en juego. Porque nuestros errores de juicio pasados nos humillan, sobre todo cuando fueron por pensar bien: parecen menoscabar nuestro prestigio, incluso a nuestros propios ojos. Y así, si no estamos atentos, este costo personal, que no debería entrar en los platillos de la balanza, acaba imponiéndose. Y al final, lo único que nos importa es errar lo menos posible. Minimizar los desengaños. Y terminamos pensando mal, para jactarnos de acertar.

Visto así el asunto, el juicio (respecto de las personas, las cosas, los hechos y las épocas) que tiende a la benevolencia (a la esperanza), a ver las cosas del modo más favorable para el acusado, puede ser, no una muestra de ingenuidad o blandura, ni siquiera un consejo de generosidad supernumeraria, sino un simple criterio de eficiencia y justicia —y, en el grado en que estamos obligados a ser eficientes y justos, una obligación grave.


* En el modelo que postula la teoría bayesiana de decisión (o clasificación), disponemos de una observación (en el ejemplo, la evidencia presentada sobre el acusado) hecha sobre un individuo perteneciente a una de varias poblaciones (los hombres delincuentes y los hombres inocentes), y debemos tomar una decisión entre varias posibles (declararlo inocente o culpable), de manera de minimizar un riesgo (o maximizar una ganancia) dada una matriz de costos; todo, suponiendo que el caso puede modelarse con probabilidades y que estas son conocidas o pueden estimarse (tema muy pantanoso que esquivaremos alegremente). Si la decisión a tomar consiste en adivinar la población de que proviene el individuo (clasificación), y si todos los errores cuestan lo mismo (en el caso binario se puede hablar de «falsos negativos» y «falsos positivos», aunque estos términos se usan más en los tests de hipótesis, que es otro tema, aunque emparentado), o sea, si la matriz de costos es simétrica, se demuestra fácil [Duda & Hart, cap 2] que el problema equivale a minimizar la probabilidad de error, y que conviene decidir por la población que maximiza la probabilidad a posteriori (en el ejemplo: decidir «culpable» si la «probabilidad de que sea culpable dada la evidencia» es mayor a la de que sea inocente).

** Naturalmente, no es cuestión de irse al extremo, hay que encontrar un umbral de decisión. El criterio extremo —declarar inocentes a todos los acusados— sólo sería racional si el error más costoso pesara infinitamente más que el error opuesto; y ese no es el caso nunca, o casi nunca… (¿quizá en la apuesta de Pascal?).

Poemas medio chinos

Canción

Siempre me decías:
«Envejeceremos juntos.
Mis cabellos con los tuyos
se iluminarán de nieve y luna.»

Pero hoy amas a otra.
Y hoy vengo a ti, desconsolada,
vengo a darte el último adiós.

Llena por última vez nuestras tazas
con el zumo que trae olvido,
y canta aquella canción que habla
del pájaro muerto bajo la nieve.

Yo me iré luego a embarcar
en las turbias aguas del Yu-Keú,
allí donde se separan en rumbos opuestos,
las unas al este, las otras al oeste.

¿Por qué lloráis, jóvenes amadas, al oírme?
Acaso vosotras deis con el hombre de corazón fiel
que sin doblez os diga:
«Envejeceremos juntos…»

De una antología de poemas chinos medievales. Medio chinos, en realidad, supongo, (y no sé si muy poéticos), dado que demasiadas manos han pasado por ellos: traductores, traductores de traductores (y hasta un blogger…). Quizás (aunque no es muy probable) todo esto importe poco.

Van algunos más.

Nostalgias

Tú que vienes de mi país natal
debes saber muchas cosas.
Cuando partiste ¿había florecido
el ciruelo delante de mi ventana?
Canción

Antaño, cuando ignoraba el sabor de la tristeza,
placíame subir a mi alta torre…
Placíame subir a mi alta torre
a escribir canciones llenas de elaborada tristeza.

Ahora, que el sabor de la tristeza ya conozco,
quisiera hablar de ello, pero no…
Quisiera hablar de ello, pero no,
tan sólo digo: «¡Qué brisa fresca! ¡Hermoso otoño!»
Noche de invierno

El crujir de los bambúes
me dice que está nevando.
Canción de mujer

No puedo detener las ruedas de su coche.
No puedo atar las patas de su caballo.
Y detesto el camino que dispersa su corazón.
Epístola a Li-Tai-Po

Tres noches seguidas soñé contigo.
Estabas frente a mi puerta
y pasabas la mano por tus cabellos blancos.
Tenías, al parecer, una pena.

Al cabo de diez mil, cien mil otoños,
no tendrás más premio
que el inútil premio
de la inmortalidad.
El último también forma parte de esa antología, pero es probable que acá el estropicio sea mayor, apostaría que está demasiado lejos del original: ese final sorpresivo me resulta demasiado… oscuro, atípico, disonante. Pero, por eso mismo…

Verbum Domini

Para el que quiera leer la Verbum Domini: puede bajarla acá. Es el mismo PDF del sitio del Vaticano, pero lo reformateé, ajustándolo para imprimirlo en papel A4 con dos páginas por hoja – y también para leerlo en la PC, me parece más cómodo.

Sueltos

La herida de Paris (canción de Spinetta) seguramente alude, en el título y la letra, no a la ciudad de París, sino a Paris, el de la guerra de Troya. Me percaté de esto —me hicieron percatar— no hace mucho. Lo que es decir: tardísimo.

Y resulta que La herida de Paris es también un blog, y no está mal. Por ejemplo, este elogio de la tostadora y esta evocación del (colectivo) 33.

Otra cosa en la que reparé bastante tarde (aunque acá puede venir bien) es esta canción folklórica (bailecito?) de Polo Giménez: Viejo corazón. Linda letra, sin pretensiones; siempre me gustaron esas simetrías…

«Viejo corazón», por Verónica Peyronel

Puesto que mentábamos la guerra de Troya, vaya un poema sobre la Ilíada (recitación del autor incluida) por un finado joven poeta español que yo no conocía —al final, me está pareciendo que hay unas cuantas cosas que no conozco.

Vaya un saludo, lleno de envidia, a los dibujantes, caricaturistas e historietistas (si existe tal cosa) en su día. No forma parte de los ritos de este blog, lo de mandar saludos y recordar semejantes fechas. Pero, puesto que uno me hizo acordar, por esta vez, pase.

Ya que estamos con artistas, dejo a los improbables interesados un video (ojo: torrent – hd-rip – 4Gb) de un documental sobre Oga Kazuo, que es el artista que pintó los fondos de buena parte de las películas de Ghibli (Totoro y Omohide Poro entre otras). En uno de los cortos se lo ve pintando un paisaje —puede pispear acá.

Pasando del arte plástico al musical, pero quedándonos un ratito más en territorio Ghibli (ya me voy, ya me voy): estaba mirando («sacando») la introducción de «Country Road» que toca el violinista en la memorable escena de «Susurro del corazón» (Whisper of the heart). Y me di cuenta de que, si en la película la chica identifica inmediatamente la canción, a mí me cuesta mucho distinguir la melodía original entre los firuletes que hace el violín.

Esto me muestra, una vez más, que mi aptitud musical («audiation» lo llaman en inglés) está muy por debajo de la media. Lo veo también en lo que me cuesta aprender esas melodías sencillas de los salmos responsoriales en la misa (generalmente termino aprendiéndola a la última repetición). Y, digan lo que quieran los divulgadores científicos sobre las supuestas conexiones de música y matemática (recuerdo ahora «Godel, Escher y Bach», uno de esos prestigiosos libros que yo no puedo tragar), yo creo que esas conexiones son accidentales e impertinentes. Más bien creería que entre la aptitud matemática y la aptitud musical hay una correlación negativa. Pero es verdad que mi encuesta de medición no es muy amplia que digamos. Pueden ustedes aportar resultados… y escribimos un paper. (Ya hay, claro. Pero no pasan de correlación nula, los cobardes).

Hablando de músicas de misa: algunas páginas con recursos sobre música gregoriana, cantos litúrgicos, salmodias, etc. Cosas en las que me encantaría zambullirme. Quizás algún día…

http://www.transitofvenus.nl/LiturgiaHorarum/
http://musicasacra.com/2008/08/15/ordo-cantus-officii-1983/
http://www.sanctamissa.org/en/music/gregorian-chant/choir/antiphonale.html
http://www.scribd.com/doc/24597593/taize-taize
http://www.scribd.com/people/documents/20874692-musicareligiosa

Y una agenda de conciertos de música clásica en Buenos Aires.

Adhiero.

Un reportaje de la BBC a P. G. Wodehouse , en 1958.

Hace muuucho, por aquí (todavía uno linkeaba a páginas de Geocities!) mencioné los versos infantiles con moraleja de Hilaire Belloc. El tiempo ha pasado, algunos gustos han cambiado, pero ese no; y ahora tenemos a Youtube. Vayan cuatro muestras, de entre muchas: uno, dos, tres, cuatro.

Estoy releyendo un librito sobre Newman («Aproximación a Newman», Fernando M Cavaller, UCA – está muy bien) y reencontré esa llamada a los laicos que citó B16 en la homilía de beatificación. Y ya otros muchos la han citado; pero dudo que se la pueda citar demasiado.

Quiero un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la hora de hablar, ni aficionado a las discusiones, sino hombres que conozcan bien su religión, que profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan qué tienen y qué no tienen, que conozcan tan bien su credo que puedan dar razón de él, que conozcan tan bien la historia que puedan defenderla…

Beato J. H. Newman – La Posición Actual de los Católicos en Inglaterra, IX, 390 (1851)

El admirador paralizante

Un escrito precioso de Julio Camba. A lo mejor algún blogger se siente un poco identificado —con perdón de la palabra (blogger) y de la expresión (sentirse identificado).

Parece que hay escritores a quienes el público anima dirigiéndoles, con más o menos frecuencia, cartas de aprobación. Conmigo, sin embargo, este caso se da muy raramente, y si yo me hago la ilusión de ser leído por alguien, es, tan sólo, gracias a ciertas almas piadosas que de vez en cuando me envían misivas insultantes a propósito de mis artículos. Yo enseño estas misivas y consolido con ellas, ante las Empresas, mi posición y mi prestigio.

—No dirán ustedes —exclamo— que mis trabajos pasan inadvertidos o que no hacen mella. Aquí hay un señor que me llama animal, y otro que me anuncia un garrotazo en la cabeza. Creo que el éxito no admite dudas…

Pero, recientemente, me ha salido un admirador, un verdadero admirador, en la provincia de Guadalajara. «Soy —me viene a decir este hombre magnífico— uno de sus lectores más asiduos y más inteligentes, y me he suscrito a El Sol con el único objeto de ver los artículos de usted…»

Y desde entonces, yo no puedo escribir, porque la imagen de mi admirador me obsesiona por completo. Se me ocurre un asunto bonito, cojo la pluma e inmediatamente me digo:

—¿Le gustará este tema al señor de Guadalajara?

Yo tengo la sensación de que escribo únicamente para este señor, y no quisiera defraudarle. Este señor vive en un pequeño pueblo de la provincia, donde, por desgracia, yo no he estado nunca. Ignoro en absoluto la ideología local, y esto pone en mi trabajo dificultades enormes. De buena gana me pasaría varias noches en claro leyendo, con unas gafas muy gordas, unos volúmenes muy grandes, si a esta costa pudiera llegar a conocer las opiniones políticas, estéticas y religiosas que predominan en el distrito. Por desdicha, la cosa es imposible, y yo temo siempre desilusionar a mi admirador. Tal párrafo que acabo de escribir creo que le parecerá vulgar, y lo borro. Pongo en tensión todos mis nervios hasta que se me ocurre una cosa más fina, y entonces me asalta un pensamiento terrible.

—¿Entenderá esto mi admirador? —me pregunto—. ¿No resultarán estas consideraciones demasiado sutiles para un pueblo de pocos vecinos?

Verdaderamente, el señor de la provincia de Guadalajara ha tenido una idea bien peregrina cuando se ha decidido a admirarme. Ahora comprendo por qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores. Con dos admiradores más, me volveré completamente idiota.