Jacobinos

La obra de arte, por el solo hecho de existir, niega las conquistas de la ideología. Uno de los sentidos de la historia de mañana es la lucha, ya iniciada, entre los conquistadores y los artistas. Ambos se proponen, sin embargo, el mismo fin. La acción política y la creación son las dos caras de una misma rebelión contra los desórdenes del mundo. En los dos casos se quiere dar al mundo su unidad. Y durante mucho tiempo la causa del artista y la del innovador político se confundieron. La ambición de Bonaparte es la misma que la de Goethe; aunque Bonaparte nos dejó el tambor en los liceos y Goethe las Elegías Romanas. Pero, a partir del punto en que las ideologías de la eficacia, apoyadas en la técnica, intervinieron, cuando por un sutil movimiento el revolucionario se tornó conquistador las dos corrientes de pensamiento se separaron. Lo que el conquistador -de Derecha o de Izquierda- busca no es la unidad, que es ante todo la armonía de los contrarios, sino la totalidad, que consiste en aplastar las diferencias.

El artista distingue allí donde el conquistador nivela. El artista que vive y crea al nivel de la carne y de la pasión sabe que nada es simple, y que el otro existe. El conquistador quiere que el otro no exista; su mundo es un mundo de señores y de esclavos, este mismo mundo en que vivimos. El mundo del artista es el mundo de la discusión viva y de la comprensión. No conozco una sola gran obra que se haya construido sólo sobre el odio, en cambio conocemos los imperios del odio. En una época en que el conquistador, por la lógica misma de su actitud, se hace verdugo y policía, el artista está obligado a ser refractario. Frente a la sociedad política contemporánea, la única actitud coherente del artista -si no debe renunciar al arte- es el rechazo sin concesiones. No puede ser, aunque lo quisiera, cómplice de los que emplean el lenguaje o los medios de las ideologías contemporáneas.

Es por esto que es inútil y ridículo pedir al artista justificación y compromiso. Comprometidos, lo estamos; aunque involuntariamente. No es que la militancia haga de nosotros artistas, sino que el arte nos obliga a ser militantes. Por su función misma, el artista es el testigo de la libertad y es esta una justificación que suele costar cara. Por su función misma el artista está metido en la espesura más inextricable de la historia, allí donde se sofoca la propia carne del hombre. Siendo el mundo lo que es, estamos comprometidos con él, mal que nos pese, y somos por naturaleza enemigos de los ídolos abstractos que en él hoy triunfan, sean nacionales o partidarios. No en nombre de la moral y de la virtud, como se intenta hacer creer por un engaño suplementario. No somos virtuosos. Y viendo el aspecto antropométrico que toma la virtud en nuestros reformadores, no hay por qué lamentarlo. Es en nombre de la pasión del hombre, por lo que hay de único en él que rechazamos siempre esas empresas que se cubren con lo que hay de más miserable en la razón.

Pero esto determina, al mismo tiempo, nuestra solidaridad para con todos. Es porque tenemos que defender el derecho de cada uno a la soledad que jamás seremos solitarios. […]

Los verdaderos artistas no son buenos vencedores políticos, pues son incapaces de aceptar – ay, yo lo sé bien- la muerte del adversario. Están de parte de la vida, no de la muerte. Son los testigos de la carne, no de la ley. Por su vocación, están condenados a la comprensión de lo que les es enemigo. Esto no significa, por el contrario, que sean incapaces de juzgar el bien y el mal. Pero, ante el peor criminal, su aptitud para vivir la vida de otros les permite reconocer la constante justificación de los hombres: el dolor. Es esto lo que siempre nos impedirá pronunciar el veredicto absoluto y, en consecuencia, ratificar el castigo absoluto. En este mundo nuestro de la condena a muerte, los artistas testimonian a favor de lo que en el hombre rehúsa morir. ¡Enemigos de nadie, excepto de los verdugos! Y es esto lo que los señalará siempre, eternos girondinos, a las amenazas y a los golpes de nuestros jacobinos de mangas de lustrina. Después de todo, esta ingrata posición, por su misma incomodidad, constituye su grandeza.

Albert Camus, 1948.

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