En pecho propio

Una vez más, me reprochan que soy demasiado duro con algunos (con los católicos tradis, ultimamente), y que debería aplicarme a mí mismo aquella crítica de no amar lo que se fustiga. Una vez más, los palos de puertas adentro causan consternación – sobre todo cuando salen de la generalidad y pegan a individuos que el lector conoce personalmente y estima – como un par de curas jesuitas tradis rioplatenses; pero también algún obispo progre idem. También algún lector se habrá sentido tocado; porque… decir que un escritor que ocupa lugar en su biblioteca (en calidad más o menos magisterial) es un mediocre, implica decir que el lector comparte esa mediocridad, en alguna medida … ¿o no?

Yo no diría tanto. Pero, aunque así fuera, quede claro que ese lector también soy yo. Que también es mía esa biblioteca, y esa mediocridad.

Y quien dice bibliotecas, hoy también dice discos rígidos. Hace poco encontré en mi computadora unos archivos míos muy antiguos (más de diez años), que ni recordaba haber guardado: backups incluidos en otros backups, registros de mis intervenciones en prehistóricas listas de correos, newsgroups, chats (ICQ!)… Fue duro releerme – y no tanto por las formas como por el fondo; fue espantoso verme tan pedante, burdo, provinciano y pueril; una vergüenza enorme. Y es probable que dentro de diez años me ocurra lo mismo cuando relea esto. O el año que viene, o pasado mañana. Pues no importa. Es mera vergüenza, sin arrepentimiento; sentimiento de vanidad herida; pequeño y saludable precio a pagar, a cambio de crecer.

Es problema mío, claro. Otros, dichosos ellos, no necesitan avergonzarse de sus juicios y escritos antiguos. Por supuesto, lo mejor sería dedicar primero unos años a pensar y estudiar (y dialogar), y sólo después sentarse a escribir. No ha sido mi caso, qué vamos a hacerle — por historial, entorno, capacidad, carácter; por mediocridad. Me muevo despacio y torpe, a los tropezones. Rengo vengo —pero vengo. Y es que, como dicen, el autodidacta pierde por lo menos tiempo; yo he perdido muchísimo tiempo, y por fuerza lo seguiré perdiendo.

Supongo que escribo (si esto puede llamarse escribir) con la ilusión de ser útil, para que otros no pierdan tanto tiempo. Me dirijo, en buena parte, a mi yo pasado, trato de decirle (a veces con cierta violencia; lector de Bloy, al fin de cuentas) las cosas que en aquel entonces me habría servido escuchar. Ilusión vana, probablemente, porque (aun suponiendo que esto lo leyera alguien; y que yo acertara con respecto a mi yo pasado… que ya es mucho suponer), no hay por qué creer que la historia intelectual propia, con sus tropezones y sus carencias, sea típica; también en esto hay vanidad —diría el predicador. Y contra la pretensión de «abrir los ojos» del prójimo, ya he advertido. Pero es que también, y no en menor medida, se trata de abrir los ojos míos. En cierta manera, escribo mis pensamientos para intentar de verdad pensarlos (y no meramente imaginarlos) — aunque mañana me avergüencen. Dicho extremosamente: los escribo para que mañana me avergüencen — será signo de que he crecido.

Y ni esto ni aquello significa renegar de mi propio yo o de mis raíces. Querer crecer, dar gracias a Dios por haber crecido, es una cosa; darle gracias por no ser hoy aquel que uno fue ayer, al modo del fariseo y el publicano, es otra. Nunca creeré que deban ir juntas. El amor cristiano no es ciego. Así como el examen de conciencia pide una combinación de severidad y de benevolencia hacia uno mismo (severidad para ver mis vicios, y para no apegarme a ellos con la ilusión de que son parte de «mi personalidad»; benevolencia para no despreciarme mirando el pasado y no desanimarme mirando el futuro), algo parecido debe regir a otras escalas.

Por ejemplo. Suele decirse que el hombre valora a su padre distinto al correr de las edades: para el niño, «papá lo sabe todo»; para el joven: «papá no sabe nada»; para el adulto: «papá sí que sabía». Un tópico que huele a ingeniosidad y sentimentalismo y que, es de sospechar, es mayormente falso en su literalidad; pero, en un sentido más general y más hondo, creo que está bien.

Imaginemos primero el caso tipo, el que se ajusta al dicho. Es natural que el adolescente empiece a descubrir limitaciones (sabiduría, carácter) en su padre, y es difícil que esto ocurra sin cierto menoscabo del amor. Pero no puede cerrar los ojos y dejar de admitir que las razones que (aparentemente) tenía para confiar y estimar a su padre necesitan una poda dolorosa. Quizás pase por un tiempo de relativo desamor, quizá años después crezca un nuevo respeto basada en otras (quizás mejores) razones. Todo puede pasar. Lo que no puede pasar, lo que no se puede desear, es que el aprecio infantil perdure sin alteraciones. Una cosa es el amor, y otra el conjunto de bienes y motivos humanos que abonan ese amor; lo segundo debe cambiar necesariamente en nuestra conciencia, es parte del crecimiento. Un hipotético -imposible- adolescente que conservara su admiración incondicional infantil por su padre, podría creerse más virtuoso que su hermano «normal»; podría obstinarse en cerrar los ojos a las limitaciones de su padre para conservar intacto su amor filial. Sería equivalente a proponerse no crecer – y no sufrir.

La analogía es fácil. No se trata sólo de adolescencia y padres literales. Crecer, crecemos siempre; también crece (acaso) el hombre, la humanidad. Y nuestro padre, aquel de quien recibimos el ser, y con quien necesitamos todo el tiempo reajustar cuentas para abonar nuestro amor, puede tener muchas caras: nuestro propio yo pasado («el niño es el padre del hombre», dicen), nuestros padres y antepasados, nuestra patria y la civilización humana entera; y la Iglesia, y los padres de la Iglesia, y el papa Fulano y el cura Mengano, y santa Teresa, y la Virgen; y Jesucristo; y Dios, Padre nuestro, («de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra»). Con cada uno tenemos un distinto deber de amor filial, y con ninguno podemos pretender un amor que no crezca, y que no requiera podas dolorosas – al menos en esta vida.

Y otro (contra)ejemplo. Voy a buscar un librito-folleto católico argentino (1998), autor seudónimo, que está en mi biblioteca, (entre mis libros del p. Sáenz,y el p. Meinvielle…) y que compré con mi plata hace años, esperando aprender algo de él (aprendí algo, de hecho, pero no precisamente lo que el autor quería; su lectura, para decirlo con una expresión de Bloy, dio a mi desprecio por cierto catolicismo autóctono las alas de un cóndor). Copio:

… la inmensa mayoría de la clerecía, obispos y papas post-conciliares incluidos, han reafirmado, con su conducta y sus directivas, esta opinión ampliamente difundida y alentada por la audiencia mundana según la cual la Iglesia de hoy no es más la Iglesia «de antes». Los mea culpa de Juan Pablo II son expresión de ello. Son «golpes en pecho ajeno». El pecho de «la vieja Iglesia», la responsable de las Cruzadas, de la condena de Galileo… Frente a ella, «nosotros», los jerarcas de la iglesia post-conciliar, «no tenemos nada que ver», «no hubiéramos nosotros hecho como ellos».

El párrafo (incluidas sus comillas, casi tan ineptas y agobiantes como mis paréntesis) es característico — multipliquen eso por cien páginas y tendrán una idea… Pero no se trata del libro ni del autor; lo que aquí me interesa es eso de los «golpes en pecho ajeno». Ilustra una manera de ver las cosas, una manera no específicamente católica, sino específicamente «tradicionalista» en el sentido más banal de la palabra; quiero decir, que es un talante que puede darse por igual entre judíos, musulmanes, comunistas (es algo «ortogonal a la cruz»), y que acentúa y deforma el deber de amar y venerar a nuestros padres (en sentido amplio de la palabra) a un punto que lleva a negar el deber que tenemos de crecer en clarividencia, y de purificar ese amor.

¡Golpes en pecho ajeno! Como si el deber de amor filial le vedara al hijo reconocer y pedir perdón por los pecados de su padre. Como si el recuerdo de las guerras pasadas (con sus muertos) prohibieran a los hijos de los combatientes la reconciliación. He oído -he respirado- aquel tipo de argumento… antiecuménico: nuestros antepasados dieron la vida (en sentido metafórico o no) por tal causa; reconciliarnos, firmar la paz, de hecho siempre conlleva dar el brazo a torcer, lo cual implica reconocer que nuestros antepasados estaban equivocados, y que lucharon y dieron su vida en vano… ¡Infidelidad! ¡Traición!

Triste, tristísima manera de concebir la fidelidad a los padres y a la patria. Solidaridad siniestra, que hace de nuestros antepasados unos ídolos tiránicos; un vínculo muerto con un pasado muerto. De hecho, esta actitud sabotea la auténtica solidaridad con ellos, la única que les permite seguir vivos en mi obrar libre y responsable. Puesto que, al tenor de la analogía (mi yo pasado = mi padre = mis antepasados), es porque soy íntimamente solidario con mi yo de ayer o de hace diez años, es porque tengo un vínculo real y vivo con él (porque él es yo, sí; pero esa identidad no deja de ser un misterio), es precisamente por eso que tengo el poder y el deber de arrepentirme y pedir perdón en su nombre ante los otros (y ante Dios), de ajustar cuentas con él y de reconciliarme, de purificar mi mirada (no sin dolores) y de crecer en el amor por él. Mientras viva. Negar esta analogía me parece equivalente a negar el fundamento de aquella solidaridad, y por lo mismo a despojar de todo sentido a la tradición. Y, en todo caso, qué estrechez de alma, qué malevolencia y qué bajeza, presumir que quien pide perdón por los pecados de sus padres está renegando de ellos: «no tenemos nada que ver», «no hubiéramos nosotros hecho como ellos»…  No. El mea culpa, si es auténtico, está diciendo precisamente lo contrario: tenemos muchísimo que ver, no renegamos de nuestra condición de herederos, nosotros también somos aquellos que hicieron tal acto, nosotros lo hicimos. Y por eso es justo y necesario que pìdamos perdón.

 

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