Cultura moderna y afines

… La realidad es que la cultura no forma parte orgánica de la espiritualidad cristiana. Existe incluso cierto utilitarismo teocrático: la cultura usada mayormente con fines apologéticos, para conquistar almas. Pero cuando la cultura empieza a sentir que ella es meramente tolerada, que es un cuerpo extraño para ser usado de acuerdo a las necesidades, se aparta y en seguida se torna autónoma, securalizada, atea.

Hay también una dificultad de fondo, inherente a su propia dialéctica: la cultura se opone a la escatología, al apocalipsis; rechaza todo fin, su esperanza secreta es perdurar en la historia. Y, al mismo tiempo, la actividad histórica del hombre sólo puede estar justificada por el descubrimiento de su sentido que tiende a un fin: Porque la forma de este mundo pasa (I Cor 7:31). Debemos escuchar en estas palabras una advertencia para no crear ídolos, para no caer en la gran ilusión de paraísos terrestres, ni siquiera en la utopía de la Iglesia identificada con el Reino de Dios. Igual que el mundo, la forma de esta Iglesia visible pasa. Y del otro lado, el hiperescatologismo que salta por sobre la historia hacia el fin del mundo y desemboca en negación ascética, priva a la historia de todo valor, empobrece la Encarnación y desencarna la historia.

La actitud cristiana no reside en la negación ascética o escatológica; es una afirmación escatológica. La cultura no tiene un desarrollo indefinido, no es un fin en sí misma; objetivada, se convierte en un sistema de coacciones. Cuando una cultura es verdadera, es un ámbito en el que hombre y mujer expresan su verdad; pero esa verdad excede el presente, la forma de este mundo – y por eso la cultura, en su apogeo, se trasciende a sí misma y se convierte en un signo, un símbolo. En todo caso, tarde o temprano, la moral, el arte, los aspectos sociales de la cultura se detienen en sus propios límites. Y hay que elegir: instalarse en el infinito viciado y embriagarse de su vaciedad, o trascender nuestras limitaciones para reflejar lo invisible en la transparencia de nuestras aguas límpidas. El Reino de Dios es accesible sólo a través del caos de este mundo. No es un transplante extraño a su ser, sino la revelación de su profundidad escondida.

P. Evdokimov

Es verdad que «hombre moderno» es una cosa, y «mundo moderno» es otra — y «civilización moderna» y «cultura moderna» son otras. Aunque también es verdad que están relacionadas, y que, cuando se trata de tirar palos, suelen caer dentro de la misma bolsa: la «modernidad». Y vale considerarlos así, en bloque, como también vale distinguirlos.

Más que cultura, yo arrancaría con civilización, por lo que esta palabra tiene de más amplia, elemental y humilde. Cultura, con o sin derecho, tiene un uso más selecto -arte sobre todo; mientras que civilización no tiene remilgos para acoger a best-sellers, series de TV, heladeras, cloacas, bancos (plazas y finanzas), piercings, reglamentos de propiedad horizontal y la costumbre de desear felicidades cuando el calendario marca un año nuevo.

En el caso del texto citado —que encontré hace muy poco, y con sorpresa, al azar de mis lecturas—, no hace mucha diferencia que cambiemos «cultura» por «civilización», creo; pero eso no me importa mucho. Lo que me importa es el paralelo obvio que se puede hacer entre el apocalipsis, visto como fin de la cultura humana, y la muerte individual, fin de nuestra vida terrena. Se me ocurre que a más de un católico autodenominado provida y contracultural le vendría bien considerar cuánto y como debería proyectar los valores que sustentan su oposición a la eutanasia (y al suicidio y al aborto) sobre su actitud frente a su cultura. Dicho de otro modo: tómese el argumento «esta cultura no quiere morir, se opone a la parusía; ergo esta cultura es mala, colaborar con ella es resistirse a la parusía», traspóngase cultura por vida humana, parusía por muerte personal, y considérese lo que resulta. Y no intente escabullirse con aquello de que no está en contra de la cultura sino de esta cultura, que me va a hacer escribir más…

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