Del clima

Lo malo (¿o será lo bueno?) de estos huecos en el blog (pereza, mayormente) es que después cuesta retomar. Uno pierde el ritmo, y va posponiendo día tras día la vuelta; sobre todo, se hace más difícil resignarse a escribir cualquier gansada, como uno estila, pues surge una especie de exigencia a volver con algo más o menos sustancioso.

Exigencia ilusoria, claro está.

Y para ayudarnos a romper esta ilusión, y para volver (sin penas y sin glorias) al ruedo, escribamos algo. Ya. Vamos. Cualquier cosa. Cuanto más trivial, mejor.

Eh… Está haciendo calorcito por acá.
(El tema del clima pasa por ser uno de los más manoseados y vulgares. Entre los que desprecian ese tipo de conversación —Bloy— y los que lo aprecian —Chesterton—, como parte de esos ritos humildes y profundos de la familia humana, yo me quedo con los segundos; en teoría, al menos).

Sí… acá en Buenos Aires la primavera había amagado hace unas semanas atrás, pero recién ahora parece haberse decicido. El viernes, en especial, fue un día hermoso. El fin de semana ya hizo un poquito de calor (para ser primavera), y ahora el aire se está cargando de tormenta.

«Día hermoso», dije, para significar un día de sol; templado, además y con brisa leve; pero, ante todo: un día de sol. Podría alguno objetar esta convención, y decirse que un día de lluvia también puede ser lindo… Puede uno incluso preferir los días de lluvia. Pero he aprendido a respetar la convención, creo que el vulgo tiene razón: un «día lindo» es en primer lugar un «día de sol».
He aprendido, digo, porque antes me contaba más bien entre los objetores. Recuerdo, en particular, que de chico prefería los días de lluvia (y las tormentas nocturnas; cuanto más ruidosas, mejor). Y aunque me siguen gustando, hoy juzgo sospechosa aquella preferencia mía, como síntoma de una especie de debilidad o apocamiento.
En verdad, me llevó demasiado tiempo —meandros literarios incluidos— alcanzar lo que para tantos es tan natural: toparme con lo que convencionalmente se llama «un lindo día», y poder decirme espontáneamente, con sinceridad y con alegría: «¡Qué lindo día!». Como el viejecillo de Machado.
Y, aunque algo tarde, estoy contento de poder decirlo.

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