Artículo 1:
¿Existe una ley eterna?
lat
Objeciones por las que parece que no existe una ley
eterna.
1. Toda ley se impone a alguien. Pero nadie existió desde la
eternidad a quien se pudiera imponer la ley, pues sólo Dios existió eternamente. Luego no hay ninguna ley eterna.
2. La promulgación pertenece a la esencia de la ley. Pero la
promulgación no pudo hacerse desde la eternidad, pues no había nadie
eterno a quien promulgarla. Luego ninguna ley puede ser
eterna.
3. La ley dice orden a un fin. Mas nada eterno puede ordenarse a un
fin, pues lo único eterno es el fin último. Luego ninguna ley es
eterna.
Contra esto: está lo que San Agustín dice en I De lib.
arb.: La ley llamada razón suprema no puede
menos de aparecer a cualquier ser inteligente como inmutable y
eterna.
Respondo: Como ya expusimos (
q.90 a.1 ad 2;
a.3.4), la ley no es otra cosa que un dictamen de la razón práctica
existente en el príncipe que gobierna una comunidad perfecta. Pero,
dado que el mundo está regido por la divina providencia, como
expusimos en la
Parte I (
q.22 a.1.2), es manifiesto que toda
la comunidad del universo está gobernada por la razón divina. Por
tanto, el designio mismo de la gobernación de las cosas que existe en
Dios como monarca del universo tiene naturaleza de ley. Y como la
inteligencia divina no concibe nada en el tiempo, sino que su concepto
es eterno, según se dice en Prov 8,23, síguese que la ley en cuestión
debe llamarse eterna.
A las objeciones:
1. Las cosas que no existen en sí
mismas tienen existencia en Dios, por cuanto él las conoce y dispone
de antemano, según aquello de Rom 4,17: Llama a las cosas que no
son lo mismo que a las que son. Y así, la concepción eterna de la
ley divina reviste la condición de ley eterna en cuanto es ordenada
por Dios al gobierno de todo aquello que él previamente
conoce.
2. La promulgación puede hacerse
de palabra y por escrito, y de ambas maneras es promulgada la ley
eterna si se la mira del lado de Dios que la promulga,
porque eterna es la Palabra divina y eterna es la escritura del libro
de la vida. Considerada, en cambio, del lado de la criatura que la ha
de oír o ver, la promulgación no puede ser eterna.
3. La ley dice orden a un fin en
un sentido activo, o en cuanto ordena determinadas cosas a su fin;
pero no en sentido pasivo, como si la ley misma se ordenara a un fin.
Esto sólo sucede accidentalmente en los legisladores cuyo fin es
exterior a ellos mismos y tienen que ordenar también sus leyes a este
fin. Pero el fin del gobierno divino es el mismo Dios y su ley también
se identifica con El. Por consiguiente, la ley eterna no se ordena a
otro fin.
Artículo 2:
¿Existe en nosotros una ley natural?
lat
Objeciones por las que parece que no existe en nosotros ley natural
alguna.
1. El gobierno del hombre está suficientemente atendido con la ley
eterna, pues dice San Agustín en I De lib. arb.
que la ley eterna es aquella en virtud de la cual es justo que todas las cosas
se hallen perfectamente ordenadas. Mas la naturaleza no abunda en
lo superfluo, como tampoco falta en lo necesario. Luego no se da en el
hombre una ley natural.
2. La ley, como ya dijimos (
q.90 a.2), ordena los actos del hombre a
su fin. Pero esta ordenación no brota de la naturaleza, como sucede en
las criaturas irracionales, que sólo obran por un fin en virtud de su
apetito natural; sino que el hombre lo hace mediante la razón y la
voluntad. Luego en el hombre no hay ley natural alguna.
3. Cuanto uno es más libre tanto menos está sujeto a la ley. Pero el
hombre es más libre que ningún otro animal, merced al libre albedrío,
del que carecen los demás animales. Por tanto, al no estar los otros
animales sujetos a una ley natural, tampoco lo está el
hombre.
Contra esto: está lo que, a propósito de las palabras de Rom 2,14: Los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente los preceptos de
la ley, comenta la Glosa: Aunque no
tienen ley escrita, tienen, sin embargo, la ley natural, mediante la
cual cada uno entiende y es consciente de lo que es bueno y de lo que
es malo.
Respondo: Siendo la ley regla y medida, puede,
como ya se ha dicho (q.90 ad 1), existir de dos maneras: tal como se
encuentra en el principio regulador y mensurante, y tal como está en
lo regulado y medido. Ahora bien, el que algo se halle medido y
regulado se debe a que participa de la medida y regla. Por tanto, como
todas las cosas que se encuentran sometidas a la divina providencia
están reguladas y medidas por la ley eterna, según consta por lo ya
dicho (
a.1), es manifiesto que participan en cierto modo de la ley
eterna, a saber, en la medida en que, bajo la impronta de esta ley, se
ven impulsados a sus actos y fines propios. Por otra parte, la
criatura racional se encuentra sometida a la divina providencia de una
manera muy superior a las demás, porque participa de la providencia
como tal, y es providente para sí misma y para las demás cosas. Por lo
mismo, hay también en ella una participación de la razón eterna en
virtud de la cual se encuentra naturalmente inclinada a los actos y
fines debidos. Y esta participación de la ley eterna en la criatura racional es lo que se llama ley natural. De aquí
que el Salmista (Sal 4,6), tras haber cantado:
Sacrificad un sacrificio de justicia, como si pensara en los que
preguntan cuáles son las obras de justicia, añade:
Muchos dicen:
¿quién nos mostrará el bien? Y responde:
La luz de tu rostro,
Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes, como diciendo que la
luz de la razón natural, por la que discernimos entre lo bueno y lo
malo —que tal es el cometido de la ley—, no es otra cosa que la
impresión de la luz divina en nosotros. Es, pues, patente que la ley
natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la
criatura racional.
A las objeciones:
1. Ese argumento tendría valor si
la ley natural fuera cosa diversa de la ley eterna. Pero ya vimos
que no es sino una participación de ésta.
2. Cualquier operación de la razón
y de la voluntad surge en nosotros a partir de algo que nos es
natural, como expusimos arriba (
q.10 a.1), porque todo raciocinio
parte de principios naturalmente conocidos, y todo apetito relativo a
los medios deriva del apetito natural del fin último. Por la misma
razón es también indispensable que la primera ordenación de nuestros
actos al fin sea obra de una ley natural.
3. También los animales
irracionales, además de la criatura racional, participan de la razón
eterna a su manera. Pero la participación que hay en la criatura
racional se recibe mediante la inteligencia y la razón, y por eso se
llama ley con toda propiedad, puesto que la ley
es cosa de la razón, como ya vimos (
q.90 a.1). En cambio, la
participación que se da en la criatura irracional no es recibida
racionalmente, y, en consecuencia, no puede llamarse ley sino por
asimilación.
Artículo 3:
¿Existe una ley humana?
lat
Objeciones por las que parece que no existe una ley
humana.
1. La ley natural, como ya dijimos (
a.2) es una participación de la
ley eterna. Pero mediante la ley eterna
todas las cosas están
perfectamente ordenadas, según dice San Agustín en I
De lib.
arb. Luego la ley natural basta para ordenar todas
las acciones humanas y, por tanto, no es necesaria una ley
humana.
2. La ley, como ya vimos (
q.90 a.1), tiene carácter de medida. Pero
la razón humana no es medida de las cosas, sino más bien a la inversa,
según se lee en X
Metaphys. Luego ninguna ley
puede proceder de la razón humana.
3. La medida debe ser establecida con toda certeza, según se dice en
X Metaphys. Mas el dictamen de la razón humana en
la gestión de sus asuntos es incierto, según aquello
de Sab 9,14: Los pensamientos de los mortales son inseguros, y
nuestras previsiones inciertas. Luego la razón humana no puede dar
origen a ley alguna.
Contra esto: está lo que San Agustín dice en I De lib.
arb. de que hay dos leyes, una eterna y otra
temporal, y a ésta le llama humana.
Respondo: La ley, como ya expusimos (
q.90 a.1 ad 2), es un dictamen de la razón práctica. Ahora bien, el proceso de
la razón práctica es semejante al de la especulativa, pues una y otra
conducen a determinadas conclusiones partiendo de determinados
principios, según vimos arriba (ib.). De acuerdo con esto, debemos
decir que, así como en el orden especulativo partimos de los
principios indemostrables naturalmente conocidos para obtener las
conclusiones de las diversas ciencias, cuyo conocimiento no nos es
innato, sino que lo adquirimos mediante la industria de la razón, así
también, en el orden práctico, la razón humana ha de partir de los
preceptos de la ley natural como de principios generales e
indemostrables, para llegar a sentar disposiciones más
particularizadas. Y estas disposiciones particulares descubiertas por
la razón humana reciben el nombre de leyes humanas,
supuestas las demás condiciones que se requieren para constituir la
ley, según lo dicho anteriormente (ib. a.2-4). Por eso dice Tulio en
la
Retórica que
en su origen el derecho
procede de la naturaleza; luego, con la aprobación de la razón,
algunas cosas se convirtieron en costumbres; finalmente, estas cosas
surgidas de la naturaleza y aprobadas por la costumbre, fueron
sancionadas por el temor y el respeto de las leyes.
A las objeciones:
1. La razón humana no puede
participar plenamente del dictamen de la razón divina, sino sólo a su
manera e imperfectamente. Por eso, así como en el orden especulativo,
por una participación natural de la sabiduría divina, tenemos
conocimiento de algunos principios generales, pero no propiamente de
todas las verdades particulares tal como se contienen en la sabiduría
de Dios, así también, en el orden práctico, el hombre participa
naturalmente de la ley eterna en cuanto a algunos principios
generales, mas no en cuanto a la ordenación peculiar de cada una de
las cosas singulares, por más que esta ordenación se contenga también
en la ley eterna. Por eso es necesario que la razón humana proceda
ulteriormente a sancionar algunas leyes más particulares.
2. La razón humana por sí misma no
es regla y medida de las cosas. Pero los principios que adquiere
naturalmente son reglas generales que han de servir de medida para
todas las acciones humanas. La razón natural es, pues, regla y medida
de estas acciones, aunque no lo sea de las cosas naturales.
3. La razón práctica versa sobre
la operable, que es singular y contingente, y no sobre lo necesario,
como la razón especulativa. Por eso las leyes humanas no pueden
alcanzar aquella infalibilidad que tienen las conclusiones científicas
obtenidas por demostración. Aunque tampoco es necesario que toda
medida sea absolutamente infalible y cierta, sino sólo en cuanto cabe
en su género.
Artículo 4:
¿Era necesaria la existencia de una ley divina?
lat
Objeciones por las que parece que no era necesaria la existencia de
una ley divina.
1. Como ya dijimos (
a.2), la ley natural es una participación de la
ley eterna en el hombre. Pero la ley eterna es una ley divina, como
también vimos (
a.1). Luego no era necesario que, además de la ley
natural y las leyes humanas derivadas de ella, exista otra ley
divina.
2. En Eclo 15,14 se dice que
Dios dejó al hombre a merced de su
consejo. Pero el consejo es un acto de la razón, según ya vimos
(
q.14 a.1). Luego el hombre fue confiado al gobierno de la propia
razón. Mas como el dictamen de la razón humana, según lo dicho arriba
(
a.3), constituye la ley humana, síguese que el hombre no necesita
para su gobierno una ley divina.
3. La naturaleza humana goza de mayor autonomía que las criaturas
irracionales. Pero estas criaturas no tienen más ley divina que la
inclinación natural implantada en ellas. Mucho menos, por tanto, habrá
de tener una ley divina, además de la ley natural, la criatura
racional.
Contra esto: está que David pide a Dios (Sal 118,33) que le imponga una
ley, diciendo: Ponme, Señor, una ley en el camino de tus
justicias.
Respondo: Además de la ley natural y de la ley
humana, era necesario para la dirección de la vida humana contar con
una ley divina. Y esto por cuatro razones.
Primera, porque el cometido de la ley es dirigir al hombre a sus
actos propios con vistas al último fin. Ahora bien, si el hombre
estuviese solamente ordenado a un fin que no excediese el alcance de
sus facultades naturales, no necesitaría su razón ninguna dirección
superior a la ley natural y a la que de ésta se deriva, la ley humana.
Pero como el hombre está ordenado al fin de la bienaventuranza eterna,
que sobrepasa el alcance natural de las facultades humanas, según ya
expusimos (q.5 a.3), síguese que necesitaba ser conducido a su fin no
sólo mediante las leyes natural y humana, sino también mediante una
ley dada por Dios.
Segunda, porque la incertidumbre de los juicios humanos, sobre todo
en asuntos contingentes y particulares, da lugar a que hombres de
diversa condición juzguen diversamente acerca de los actos humanos y,
en consecuencia, formulen leyes diversas y aun contrarias. Por eso,
para que el hombre pueda saber sin ninguna duda lo que ha de hacer o
evitar, era necesario que fuera dirigido en sus actos propios por una
ley de origen divino, de la que consta que no puede
equivocarse.
Tercera, porque el hombre no puede dictar leyes más que en aquello de
que puede juzgar. Pero el juicio del hombre nada puede decir acerca de
los movimientos interiores, que están ocultos, sino sólo acerca de los
actos exteriores, que se pueden ver. Y, sin embargo, para la
perfección de la virtud se requiere que los actos humanos sean rectos
en lo interior y en lo exterior. Así pues, como la ley humana no
alcanza a someter y ordenar suficientemente los actos interiores, era
necesario que para esto se nos diera además una ley
divina.
Cuarta, porque, como dice San Agustín en I De lib.
arb., la ley humana no puede castigar o prohibir
todas las acciones malas, pues al tratar de evitar todo lo malo,
suprimiría a la vez muchos bienes e impediría el desarrollo
del bien común, que es indispensable para la
convivencia humana. Por eso, para que ningún mal quedara sin
prohibición y castigo, era necesario que sobreviniese una ley divina
por la cual quedaran prohibidos todos los pecados.
Y estas cuatro razones aparecen insinuadas en el salmo 18,8, donde se
dice: La ley del Señor es inmaculada, es decir, no permite
ninguna mancha de pecado; convierte el alma, porque dirige no
sólo los actos externos, sino también los internos; el testimonio
del Señor es fiel, por la certeza de su verdad y rectitud; concede la sabiduría a los pequeños, porque ordena al hombre al
fin sobrenatural y divino.
A las objeciones:
1. Por la ley natural el hombre
participa de la ley eterna en la medida de su capacidad natural. Pero
para ser conducido al último fin sobrenatural necesita una norma de
orden superior. Por eso recibe además una ley dada por Dios que
entraña una participación más elevada de la ley eterna.
2. El consejo es una especie de
indagación; por eso ha de proceder a partir de determinados
principios. Pero no bastan para esto los principios inherentes a la
naturaleza, que son, como hemos visto, los preceptos de la ley
natural; sino que se requieren además otros principios, y éstos son
los preceptos de la ley divina.
3. Las criaturas irracionales no
se ordenan a otro fin que el que está en consonancia con sus fuerzas
naturales. Por eso no es válida la comparación.
Artículo 5:
La ley divina, ¿es solamente una?
lat
Objeciones por las que parece que la ley divina es solamente
una.
1. Un rey y un reino piden una sola ley. Pero Dios es el rey único de
todo el género humano, según aquello del salmo 46,8: Dios es rey de
toda la tierra. Luego sólo hay una ley divina.
2. Toda ley se ordena al fin que el legislador se propone conseguir
en los destinatarios de la misma. Pero lo que Dios intenta obtener de
todos los hombres es idéntico, según se dice en 1 Tim 2,4: Quiere
que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la
verdad. Luego la ley divina es solamente una.
3. A la ley eterna, que es única, parece aproximarse más la ley
divina que la ley natural, por lo mismo que la revelación sobrenatural
es superior al conocimiento natural. Pero la ley natural es única para
todos los hombres. Luego con mayor razón será única la ley
divina.
Contra esto: está lo que el Apóstol dice en Heb 7,12: Mudado el
sacerdocio, por fuerza ha de mudarse también la ley. Más el
sacerdocio, según se dice en el mismo lugar (v.11s), es doble, a
saber, el sacerdocio levitico y el sacerdocio de Cristo. Luego también
es doble la ley divina: la antigua y la nueva.
Respondo: Como se vio en la
Parte I
(
q.30 a.3), la distinción es causa del número. Ahora bien, las cosas
pueden distinguirse de dos maneras: bien como realidades diversas en
su especie, cual es el caso del caballo y el buey, bien como lo
perfecto y lo imperfecto dentro de la misma especie, cual sucede con
el niño y el adulto. Y esta segunda es la distinción que media entre
la ley antigua y la ley nueva. De aquí que el Apóstol, en Gál 3,24-25,
compare el estado de la ley antigua al del niño, que se halla sometido
a su ayo; y el estado de la ley nueva, al del hombre maduro, que ya no
necesita del ayo.
Por otra parte, la perfección e imperfección de una y otra ley han de
determinarse atendiendo a las tres condiciones de la ley arriba
señaladas. Porque ante todo, según vimos (q.90 a.2), la ley debe
ordenarse al bien común como a su fin. Pero este bien puede ser doble.
Uno es el bien sensible y terreno; y a éste ordenaba directamente la
ley antigua. Por eso, en su mismo exordio, en Ex 3,8-17, el pueblo es
convidado al reino terreno de los cananeos. El otro es el bien
inteligible y celeste; y a éste ordena la ley nueva. Por eso Cristo,
desde el principio de su predicación, convoca para el reino de los
cielos, diciendo, según Mt, 4,17: Haced penitencia, porque se
acerca el reino de los cielos. Lo que mueve a San Agustín a
escribir en IV Contra Faustum que en el
Viejo Testamento se contienen promesas de bienes
temporales, y por eso se le llama viejo; mas la promesa de la vida
eterna pertenece al Nuevo Testamento.
En segundo lugar, la ley debe dirigir los actos humanos según el
orden de la justicia (a. prec.). Y en esto también la ley nueva supera
a la antigua, al ordenar los actos internos del alma, según aquello de
Mt, 5,20: Si vuestra justicia no supera a la de los letrados y
fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Por eso se ha
dicho que la ley antigua modera la mano; la nueva,
el alma.
En tercer lugar, corresponde a la ley inducir a los hombres al
cumplimiento de los propios preceptos (q.90 a.3 ad 2). Esto lo hacía
la ley vieja mediante el temor de las penas; la ley nueva lo hace, en
cambio, mediante el amor, que es infundido en nuestros corazones por
la gracia de Cristo. Y esta gracia se confiere en la ley nueva,
mientras que en la antigua estaba solamente prefigurada. De aquí que
diga San Agustín en Contra Adimantum Manichaei discipulum: Ligera es la diferencia entre la Ley y el Evangelio: temor y amor.
A las objeciones:
1. En una casa, el padre de familia
manda unas cosas a los niños y otras a los adultos. Y de la misma
manera, el único rey, que es Dios, estableció en su único reino una
ley para los hombres que aún se hallaban en estado imperfecto, y otra
más perfecta para aquellos que habían sido conducidos por la ley
anterior a una mayor capacidad para lo divino.
2. La salvación de los hombres no
podía provenir sino de Cristo, según aquello de Act 4,12: Ningún
otro nombre se ha dado a los hombres por el cual podamos ser
salvos. Por eso la ley capaz de llevar a todos a la salvación
plena no pudo ser dada más que tras el advenimiento de Cristo. Pero
fue conveniente que antes se le diera al pueblo del que Cristo había
de nacer una ley que lo preparara para recibirle, en la que se
anticiparan algunos rudimentos de la justicia salvadora.
3. La ley natural dirige al hombre
según algunos preceptos comunes que valen igualmente para los
perfectos y los imperfectos. Por eso esta ley es única para todos. Mas
la ley divina dirige al hombre también en ciertos aspectos
particulares, en los que no se comportan igual los perfectos y los
imperfectos. Y esto es lo que hizo necesaria una doble ley divina,
como acabamos de exponer.
Artículo 6:
¿Existe una ley del fomes?
lat
Objeciones por las que parece que no existe una ley del
fomes.
1. Según dice San Isidoro en V Etymol., la
ley se funda en la razón. Pero el fomes no se funda en la razón,
sino que consiste más bien en desviarse de ella. Luego el fomes no
tiene condición de ley.
2. Siendo toda ley obligatoria, quienes no la cumplen son llamados
transgresores. Pero el fomes no hace transgresor a quien lo
desobedece, sino más bien a quien lo secunda. Luego el fomes no tiene
carácter de ley.
3. Según ya dijimos (
q.90 a.2), la ley se ordena al bien común. Mas
el fomes no se ordena al bien común, sino al bien privado. No tiene,
por tanto, carácter de ley.
Contra esto: está lo que el Apóstol dice en Rom 7,23: Siento otra ley
en mis miembros que repugna a la ley de mi mente.
Respondo: Como ya hemos visto (
a.2;
q.90 a.1 ad 1), la ley se encuentra esencialmente en el principio regulador y
mensurante, y participativamente en lo medido y regulado. Y así, toda
inclinación u ordenación que se encuentra en algo sometido a la ley
puede ser llamada ley por participación, según lo dicho (ib.). Ahora
bien, el legislador puede producir una inclinación en sus súbditos de
dos maneras. Ante todo, directamente, inclinándolos a algo, que a
veces es distinto para distintos sujetos, y en este sentido puede
decirse que una es la ley de los militares y otra la de los
comerciantes. En segundo lugar, indirectamente, o porque al destituir
de su dignidad a uno de los súbditos, éste queda transferido a otro
orden y como a otra ley. Si un soldado, por ejemplo, es expulsado del
ejército, pasará al estatuto del campesino o del comerciante.
Así, pues, bajo la dirección de la ley de Dios, las distintas
criaturas tienen distintas inclinaciones naturales, de tal modo que lo
que para una es, en cierto modo, ley, para otra es contrario a la ley;
y así sucede, por ejemplo, que mientras la fiereza es, en cierto
sentido, la ley del perro, es, en cambio, contraria a la ley de la
oveja o de cualquier otro animal manso. Pues bien, la ley del hombre,
derivada de la ordenación que Dios imprime en él según propia
condición, consiste en obrar de acuerdo con la razón. Esta ley era tan
firme en el primer estado del hombre, que ningún acto podía
escapársele al margen o en contra de la razón. Mas desde que se apartó
de Dios decayó hasta dejarse arrastrar por los impulsos de la
sensualidad, y esto le ocurre a cada individuo en mayor grado cuanto
más se desvía de la razón, tanto que así viene a hacerse en cierto
modo semejante a las bestias, que se rigen por los impulsos sensuales,
de acuerdo con lo que dice el salmo 48,21: El hombre, rodeado de
honores, no comprendió: se puso al nivel de los jumentos irracionales
y se hizo semejante a ellos.
En definitiva, pues, la inclinación de la sensualidad, a la que
llamamos fomes, en los demás animales tiene, sin más, la condición de
ley, aunque sólo sea en la medida en que cabe en ellos la ley de
acuerdo con sus inclinaciones directas. Para los hombres, en cambio,
no es ley en este sentido, puesto que más bien entraña una desviación
de la ley de la razón. Pero desde el momento en que, por obra de la
justicia divina, el hombre ha sido destituido de la justicia original
y del vigor de la razón, el ímpetu mismo de la sensualidad, bajo cuyo
impulso cae, adquiere para él carácter de ley, de una ley penal y
consiguiente a la ley divina por la que fue destituido de su dignidad
propia.
A las objeciones:
1. Este argumento considera el fomes en sí mismo, como inclinación al mal. Pero, como ya vimos, en este sentido no tiene carácter de ley, sino sólo en cuanto responde a la justicia de la ley divina, como si dijéramos que es ley el que se permita que un noble sea relegado por su culpa a realizar obras serviles.
2. El argumento parte del hecho de
que la ley es una especie de regla o medida, y así los que se apartan
de ella se hacen transgresores. Pero el fomes, según vimos, no
es ley de este modo, sino por una especie de participación.
3. Este argumento considera en el
fomes la inclinación que le es propia, pero no su origen. De todos
modos, la inclinación de la sensualidad tal como se da en los demás
animales está ordenada al bien común, es decir, a la conservación de
la naturaleza en la especie o en el individuo. Y esto
vale también para el hombre cuando su sensualidad se somete a la
razón. Pero la sensualidad es llamada fomes en cuanto se sale del
orden de la razón.