" ¿Y qué más ...? " suspiraba un viejo cura, somnoliento, extenuado por confesiones infantiles. Era por la época de mi primera comunión. Yo me acuerdo que esta eterna pregunta me desolaba. Más tarde se me ocurrió que bien podría haber contestado: " ¿Qué más? dice Ud. Es sencillo, exijo su corazón. Deseo que cumpla la palabra del Maestro, de dar la vida por sus ovejas. De otra manera, ud. sería un mercenario, un mal pastor que no conoce a su rebaño y a quien su rebaño no conoce. Cuando venga el Ladrón, lo encontrará dormido, tan profundamente dormido que será necesario el sonido de las Siete Trompetas del Juicio para despertarlo".
Esta es la queja de las últimas almas, las abandonadas y desoladas, los vestigios de la Semejanza, raros ejemplos sobrevivientes y aborrecidos, que el arsenal de lugares comunes de la apostasía moderna no ha podido demoler.
Se piden Sacerdotes. Se piden otros, diferentes. Se pretende que sean respetuosos con la Inteligencia, que amen la Belleza y la Grandeza, hasta la muerte si es preciso, que no consientan las claudicaciones que se están viendo desde hace doscientos años.
Se les pide, señores sucesores de los Apóstoles, no herir al Pobre que busca a Jesús, no detestar a los Artistas y a los Poetas, no mandar al campo enemigo (a fuerza de injusticias, de sinrazón, de ignominias) a aquel que sólo desearía luchar a su lado, si ustedes fueran lo suficientemente humildes para mandarle.
Pero ustedes no escuchan, no quieren saber nada de esto. Ustedes duermen pesadamente sobre heridos que sangran o agonizan y cuando un grito demasiado desesperado los fuerza a entreabrir los ojos, se contentan con decir " Qué más, hijo mío? ". Y enseguida vuelven a dormirse, asombrados de no dominar al mundo.
Jesús está en el centro de todo, él lo asume todo, él soporta todo, él lo sufre todo. Es imposible pegar a alguien sin pegarle a él, humillar a alguien sin humillarlo a él, maldecir o matar a alguien sin maldecirlo o matarlo a él mismo. El más bajo de los criminales tiene que pedir prestado el Rostro de Cristo para recibir una bofetada, de cualquier mano que sea; de otra manera, la bofetada no podría llegar a destino y quedaría en suspenso, en el espacio, por los siglos de los siglos, hasta que encontrase el Rostro que perdona.
El deber de un hombre consiste de tal manera en ser rico, que la presencia de un solo pobre clama al cielo, como la abominación de Sodoma, y despoja a Dios mismo, obligándolo a encarnarse y vagabundear escandalosamente sobre la tierra, sin más vestidos que los andrajos de sus Profecías.
Al Paraíso no se entra mañana; ni pasado mañana, ni dentro de diez años; se entra hoy, cuando se es pobre y crucificado. (Lc. 23,43)
Sólo hay una tristeza, y es la de no ser santos.
Desde hace tres o cuatro siglos, los católicos y los disidentes de no importa cuál establo han hecho lo posible por degradar la imaginación humana. En este punto, herejes y ortodoxos han sido constantemente unánimes. La consigna dada por el Todopoderoso de las Profundidades era borrar todo recuerdo de La Caída.
...Soy un peregrino del Santo Sepulcro. Eso y nada más. La vida no tiene otro objeto, y lo que más ha honrado a la razón humana es la locura de las Cruzadas. Antes del cretinismo científico, los niños sabían que el sepulcro del Salvador es el centro del universo...
Si el arte está en mi equipaje, peor para mí. No me queda otro recurso que poner al servicio de la Verdad lo que me ha sido dado por la mentira. Recurso precario y peligroso, pues lo propio del Arte es fabricar Dioses.
Deberíamos estar horriblemente tristes. He aquí que el día desciende, y llega la noche, en la que nadie trabaja . Somos muy viejos, y los que nos siguen son aún más viejos. Tan honda es nuestra decrepitud, que ni siquiera vemos que somos idólatras. Cuando Jesús venga, aquellos de entre nosotros que todavía estén velando a la luz de una lámpara, no tendrán ya fuerzas para mirar Su Rostro, tan puesta tendrán su atención en los Signos que no pueden dar la Vida. ¡Será necesario que la luz los ilumine por atrás, y así, de espaldas, sean juzgados...!
La Fe está tan muerta que nos preguntamos si alguna vez habrá existido; y lo que hoy lleva su nombre es tan estúpido o hediondo que el sepulcro parece preferible. Por lo que a la Razón se refiere, se ha empobrecido tanto que mendiga en todos los caminos, y tan hambrienta que intenta saciarse con la basura de la filosofía alemana. Entonces sólo queda el desprecio, único refugio de algunas almas superiores que la democracia no ha podido amalgamar.
Sería necesario estar privado tanto de razón como de olfato para no advertir que el cuerpo social entero es una carroña, a semejanza de la de Baudelaire de la que "brotaban oscuros batallones de gusanos" y cuya hediondez "era tan fuerte, que en la hierba la amada creyó desvanecerse". Esta abominación, que sólo por el fuego podría ser conjurada, aumenta cada día con espantosa rapidez. Nos acostumbramos; la cobardía de unos se hace cómplice de la maldad de otros, y quienes más horror deberían sentir se resignan a la mugre en silencio, con los brazos cruzados. Es la bancarrota de las almas, el irreparable déficit de la conciencia cristiana.
"Siempre habrá pobres entre vosotros". Jamás hombre alguno, después de la profundidad de esa Palabra, ha podido decir lo que es la Pobreza.
Los santos que se dieron a ella por amor, y que tantas criaturas le conquistaron, aseguran que es infinitamente dulce. Los que la rechazan, algunas veces mueren de espanto o desesperación bajo su beso, y la multitud pasa "del vientre de la madre hasta el sepulcro" sin saber qué pensar de ese monstruo.
Dios, cuando se lo interroga, responde que el Pobre es El ( Ego sum pauper). Y cuando no se lo interroga, muestra su magnificencia.
La Creación parece ser una flor de la Pobreza infinita ; y la suprema obra maestra de Aquel que es llamado Todopoderoso, ha sido hacerse crucificar como un ladrón, en la humillación absoluta.
Los Angeles callan y los Demonios temblorosos se arrancan la lengua para no hablar. Sólo los imbéciles de este siglo han intentado explicar el misterio. Y la Pobreza, mientras espera que el abismo los trague, se pasea tranquilamente con su máscara y su criba .
La palabra divina es infinita, absoluta, de todo punto irrevocable, y sobre todo prodigiosamente iterativa, pues Dios no puede hablar más que de El mismo .
"Los caminos de Dios están en el mar y en la profundidad de los abismos". Seguramente, ¡oh burgués!, estas palabras del salmista no te dicen gran cosa, hasta deben parecerte menos que nada. Sin embargo, si fuera tu contador quien las pronunciara, o tu abogado, inconcebiblemente iluminado de pronto, revelándote que tú mismo eres un abismo, por donde camina, cuando le place, el dueño de todos los abismos, si ocurriera ese milagro, ¿que dirías tú y qué sería de tu apetito?
El lenguaje de los lugares comunes, el más sorprendente de cuantos existen, se singulariza por la particularidad admirable de decir siempre la misma cosa, a la manera de las Profecías. Y como los burgueses, los privilegiados poseedores de este lenguaje, tienen a su servicio un pequeño número de ideas, según corresponde a sabios que han reducido al mínimo el funcionamiento del intelecto, los encuentran a cada vuelta de la esquina.
Compadezco a quienes no comprenden la belleza de esto.
Cuando una burguesa dice, por ejemplo: "Yo no vivo en las nubes", tengan por seguro que quiere decirlo todo, y que lo dice todo, absolutamente y para siempre.
" La ocasión hace al ladrón"
— ¿Eres tú, Señor? ¿Eres tú, al fin? - pregunta el ladrón en la cruz.
— En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso - responde la luz del mundo crucificada.
Esto sucede en el día de las tinieblas, en la hora sexta; y el burgués se ahorcó cuando aún no había anochecido.
" La ciencia no ha dicho la última palabra"
Sería difícil precisar cuándo dijo la primera. Uno siente la tentación de pensar que fue en una época diabólicamente lejana, y el término 'diabólicamente', que evoca la narración del Génesis, está muy en su lugar. ...
Entre nosotros, yo preferiría que la ciencia no hubiera dicho nunca su primer palabra; estoy convencido de que en ese caso seríamos hoy mucho menos ignorantes y necios. Pero ésta es una cuestión personal, que no compromete ni a los miembros del Insituto ni a los sorbonistas. Lo que sobre todo temo, es la última palabra de la ciencia, teniendo, como tengo, un indecible horror por las malas palabras.
"Nada es absoluto"
... Los de nuestra generación pasamos nuestra infancia oyendo eso. Cada vez que, ebrios de asco, buscábamos un trampolín para escapar vomitando, nos salía al paso el burgués, armado de ese rayo.
Nos veíamos entonces en el trance de reintegrarnos al provechoso relativo y al prudente inmundicia. Afortunadamente, casi todos terminaban por adaptarse, convirtiéndose a su vez en otros dioses olímpicos.
Pero, ¿sabrán esos bebedores de un sucio néctar que no hay audacia mayor que dar contraorden a lo irrevocable, y que esto implica la obligación de ser uno mismo algo semejante al Creador de una nueva tierra y de nuevos cielos?
"Hay que hacer trabajar al dinero"
El archiconocido precepto Hacer trabajar al dinero es, en el fondo, más teológico que económico. Trabajar (laborare) significa sufrir. Se trata, pues de hacer sufrir al Dinero, que es Dios.
... Hasta se lo hace sudar, sudar la sangre de los pobres. Multitudes revientan en usinas y en negra catacumbas para que las vírgenes engendradas por exquisitos capitalistas puedan exhibir la sonrisa de la Gioconda. A eso se lo llama "hacer trabajar al dinero".
... Y el rostro pálido de Cristo es más pálido en el fondo de los pozos, y entre el fuego.
"La más hermosa niña del mundo puede dar sólo lo que tiene..."
Ocurrió esto en los alrededores de Suly-sur-Loire. Acosado por los prusianos, el ejército francés, pocos días antes victorioso, se desbandaba por los caminos. Desastre total. El frío era terrible, desesperante.
Cuatro muchachos de un regimiento llegaron una triste noche, como lobos, a una casa solitaria, cerca del bosque. Desconocían el paradero de su columna, y la verdad es que ya no les interesaba saberlo, agotados por la fatiga, el frío y el hambre. Comer cualquier cosa y dormir en un rincón tibio era su única ambición, su deseo supremo.
Por desgracia, la casa no era el lugar soñado. Parecía estar más frío adentro que afuera y, por mucho que buscaron no encontraron un trozo de pan o de carne, ni una botella de vino, ni nada comestible ni potable. Se trataba, evidentemente, de una casa abandonada desde hacía semanas.
La búsqueda se hizo penosamente, a la luz de algunos fósforos y un cabo de vela. Tampoco consiguieron carbón o leña, y no tenían herramientas para destrozar el maderamen de las habitaciones. Por un momento pensaron en prender fuego a la casa misma, pero pronto comprendieron que nada calienta peor que un incendio, y que, después de todo, más valía el abrigo de aquel techo que el espectáculo de las estrellas. Además, no convenía llamar la atención, pues no sabían quiénes podían andar en las cercanías. Muertos de cansancio, y más hambrientos que nunca, terminaron por acostarse sobre los duros colchones de heno y trataron de dormir.
Pero este mediocre reposo duró poco. La puerta se abrió de pronto con violencia y entraron tres franceses, perseguidos por una patrulla bávara, mandada por un oficial que enfocaba hacia ellos el rayo amarillo de su linterna. Una descarga de fusilería saludó la entrada de los franceses en el recinto. Los durmientes se habían incorporado de un salto y la puerta quedó, en un segundo, cerrada, trancada y atrincherada.
Hasta el amanecer, que demoró en llegar, los siete hombres tuvieron tiempo para conocerse y compartir su hambre. Con las primeras luces del día, comenzó el asedio.
Intentaron defenderse, pero ¿qué podían hacer contra una multitud? Uno de ellos tuvo la suerte de caer muerto arma en mano. Los otros, arrinconados y exánimes, se entregaron. La cuenta fue ajustada a tambor batiente; los prusianos tenían pocas contemplaciones y los fusilamientos eran cosa corriente.
He aquí, en pocas palabras, lo que ocurrió. A último momento, el más joven de los desdichados pidió, como última gracia el favor de comer un pedazo de pan antes de morir. El oficial prusiano, personaje de una atroz fealdad, queriendo probar que al menos tenía clase, señaló con un ademán los fusiles del pelotón y dijo, en un francés grotesco, estas palabras, seguidas de la orden de fuego:
— " La más hermosa niña del mundo puede dar sólo lo que tiene ..."
Cuando un burgués me habla de la más hermosa niña del mundo, pienso que no sabe lo que es la muerte, y que acaso aquel pobre muchacho, después de treinta años, siga teniendo hambre.