Artículo 1:
¿Puede haber virtud y vicio en el ornato externo?
lat
Objeciones por las que parece que no puede haber virtud ni vicio
sobre el ornato externo.
1. El ornato externo no se nos da con la naturaleza, por lo cual
varía con el tiempo y los lugares. Dice San Agustín en III De
Doct. Christ.: Entre los antiguos romanos era
una infamia llevar túnicas largas y con mangas, mientras que hoy sería
una deshonra para hijos de familia distinguida el no llevarlas
así. Y como, según el Filósofo en II Ethic. 2, hay en
nosotros una natural aptitud para la virtud, no hay virtud ni
vicio que se ocupen de esta materia.
2. Si existiera alguna virtud o vicio acerca del ornato
exterior, el exceso y el defecto en él serían viciosos. Pero no parece
que el exceso sea vicioso, ya que incluso los sacerdotes y los
ministros del altar usan vestidos preciosos. Tampoco el defecto en ese
ornato externo parece que sea vicioso, porque como alabanza de algunos
se dice en Heb 11,37: Se vistieron de pieles y pelo de cabra.
No parece, pues, que pueda existir virtud ni vicio sobre esta
materia.
3. Toda virtud es o teológica, o moral, o intelectual.
Ahora bien: sobre esta materia no existe ninguna virtud intelectual,
la cual perfecciona el conocimiento de la verdad. Tampoco es posible
una virtud teológica, cuyo objeto es Dios. Ni tampoco una virtud moral
de las que señala el Filósofo. Luego parece que no
puede haber virtud ni vicio que se ocupe del ornato
externo.
Contra esto: Está el hecho de que la honestidad forma parte de la
virtud. Ahora bien: en el ornato externo se tiene en cuenta cierta
honestidad, ya que dice San Ambrosio en I De Offic.: El ornato del cuerpo no debe ser afectado, sino natural; sea sencillo, con más descuido que esmero; no con preciosos y deslumbradores vestidos, sino corrientes, de modo que no falte nada a la honestidad ni a la necesidad ni haya nada de lujo. Luego puede haber virtud y vicio en el ornato exterior.
Respondo: En las cosas externas que usa el
hombre no hay vicio ninguno, a no ser por parte del hombre que las usa
inmoderadamente. Esa falta de moderación puede darse de dos modos. En
primer lugar, con relación a la costumbre de los hombres con los que
se convive. Por eso dice San Agustín en III
Confess.:
Los delitos contrarios a las costumbres particulares y usos locales deben evitarse en fuerza de esa misma costumbre. Un convenio establecido en una ciudad o en un pueblo, sea por el uso o por ley, no puede ser pisoteado por el capricho de un ciudadano o de un extranjero. Toda parte que se desarticula del cuerpo es deforme.
Puede haber falta de moderación en el uso de estas cosas por el
desordenado afecto del que las usa, bien porque lo hace de un modo
excesivamente libidinoso, o por la costumbre de aquellos que conviven
con él, o contra esa costumbre. San Agustín, en III De Doct.
Christ., dice al respecto: En el uso de las
cosas no debe intervenir la pasión, que no sólo abusa descaradamente
de la práctica de aquellos entre quienes se vive, sino que con
frecuencia, rompiendo todo dique, muestra con cínico descaro su
torpeza, oculta antes bajo el velo de costumbres autorizadas.
Esta pasión desordenada puede darse de tres formas en lo que se
refiere al exceso. En primer lugar, cuando se busca la vanagloria
humana mediante el excesivo ornato en los vestidos y otros objetos.
Sobre esto dice San Gregorio en una Homilía: Para algunos no es pecado el uso de vestidos suaves y preciosos.
Si realmente no hubiera pecado en ese modo de obrar, no habría Dios
descrito al rico que ardía en el infierno vestido de púrpura y seda.
Nadie se procura vestidos preciosos, es decir, que excedan la
condición de su estado, si no es por vanagloria. En segundo
lugar, cuando el hombre busca las delicias de su cuerpo mediante el
excesivo cuidado en el vestir, en cuanto que los vestidos son un
atractivo para tal goce. En tercer lugar, por la excesiva solicitud
empleada en el cuidado del vestido, aunque no exista ningún desorden
por parte del fin.
Según estas tres consideraciones, Andrónico asigna tres virtudes al
ornato externo. La primera es la humildad, que excluye la
intención de vanagloria. Por eso dice que la humildad
no se excede en gastos ni en preparativos. La segunda consiste
en contentarse con poco, que excluye la intención de regalo. Y dice: El contentarse con poco es el
hábito por el que nos contentamos con lo conveniente, y que señala lo
que necesitamos para vivir (según lo que dice el Apóstol en 1 Tim: Teniendo alimento y con qué vivir, estemos satisfechos). La
tercera es la sencillez que excluye la excesiva solicitud,
diciendo que la sencillez es el hábito por el que
recibimos las cosas tal como vienen.
El desorden por defecto puede ser, también, doble, según el afecto.
Primero, por negligencia del hombre, que no pone el cuidado y empeño
necesario en usar el ornato externo conveniente. Al respecto, dice el
Filósofo, en VII Ethic., que es molicie el
dejar que el vestido arrastre por tierra sin levantarlo. En
segundo lugar, cuando se ordena a la vanagloria el mismo defecto en el
ornato exterior. De ello dice San Agustín, en De Serm. Dom. in
Monte: No sólo en el esplendor y pompa
corporal, sino en los vestidos más viles y degradantes, se puede
buscar vanidad. Y este segundo defecto es más peligroso por
presentarse con capa de virtud. Y el Filósofo dice, en IV
Ethic., que tanto la superabundancia como
la deficiencia desordenada pertenecen al mismo género de
jactancia.
A las objeciones:
1. Aunque no es natural el mismo
ornato externo, pertenece a la razón natural el moderarlo. Según esto, somos naturalmente inclinados a exigir esta virtud que modera
el ornato externo.
2. Las personas constituidas en
dignidad, como también los ministros del altar, usan vestidos más
elegantes que los demás, no por vanagloria, sino para dar a conocer la
excelencia de su ministerio o del culto divino. Por eso no es vicioso
en ellos, y San Agustín dice en III
De Doct. Christ.:
Cuando alguien utiliza las cosas externas de una forma que se sale de una buena costumbre, o lo hace por exigencia de su dignidad o busca satisfacer su vanidad, es decir, la ostentación o la sensualidad.
También se puede pecar por defecto, pero no peca todo aquel que usa
vestidos peores que los demás. Si lo hace por jactancia o soberbia,
para sobresalir de entre los demás, cae en el vicio de superstición.
Si lo hace, en cambio, para mortificar su carne o
humillar su espíritu, es obra de la templanza. Pero dice San Agustín
en III De Doct. Christ.: Quien usa las
cosas externas de forma más restringida que los hombres con los que
vive, o lo hace por templanza o por superstición. De un modo
especial, el usar vestidos de baja calidad es propio de aquellos que,
con su palabra, exhortan a los demás a practicar la penitencia, como
fueron los profetas, de los que habla el Apóstol. Al respecto dice una
Glosa: El que predica la penitencia debe
llevar un hábito de penitencia.
3. Este ornato exterior es indicio
de la condición humana. Así pues el exceso, el defecto y el medio
puede reducirse en tales cosas a la virtud de la verdad a la cual el
Filósofo atribuye el arreglo de los hechos y dichos, por los que se
significa algo del estado del hombre.
Artículo 2:
¿Existe pecado mortal en el ornato de las mujeres?
lat
Objeciones por las que parece que el ornato de las mujeres siempre va
acompañado de pecado mortal.
1. Es pecado mortal todo aquello que va contra un precepto de la ley
divina. Pero el ornato de las mujeres va contra un precepto de la ley
divina, puesto que se dice en 1 Pe 3,3: Cuyo ornato, es decir,
el de las mujeres, no ha de ser el exterior de rizado de los
cabellos, del ataviarse con joyas de oro o el de la compostura de los
vestidos. Y la Glosa de San Cipriano dice: Quienes se visten de púrpura y de seda no pueden revestirse de
Cristo; quienes se adornan con oro, margaritas y collares, pierden la
belleza de su espíritu y de su cuerpo. Pero esto sólo sucede por
el pecado mortal. Luego el adorno de las mujeres no puede darse sin
pecado mortal.
2. Dice San Cipriano en su obra De Habit.
Virg.: Creo que hay que amonestar no sólo a
las vírgenes y las viudas, sino a las casadas y a todas las mujeres,
para que no adulteren la obra y la criatura de Dios usando colores
rojos, polvos negros o carmín o cualquier otro emplasto que altere las
formas naturales del cuerpo. Obran contra Dios, destruyendo su obra;
impugnan su poder, prevaricando contra la verdad. No podrás ver a Dios
si tus ojos no son los que El formó. Si te adornas con tu enemigo, con
él arderás también. Pero todo esto no se da sino en el pecado
mortal. Luego no se puede dar ornato de la mujer sin pecado
mortal.
3. Del mismo modo que no pega a la mujer el usar ropa de
varón, tampoco le va bien el usar un ornato desordenado. Lo primero es
pecado, ya que se advierte en Dt 22,5: No vista la mujer ropa de
varón, ni el varón ropa de mujer. Luego parece que también el
excesivo ornato de las mujeres es pecado mortal.
Contra esto: está el hecho de que, según esto, también pecarían
mortalmente los artistas que preparan estos adornos.
Respondo: Sobre el ornato de las mujeres hay
que decir lo mismo que dijimos antes (
a.1), en general, sobre el
ornato externo y, además, algo especial, es decir, que el ornato de la
mujer provoca en los hombres la lascivia, según lo que se dice en Prov
7,10:
Y he aquí que le sale al encuentro una mujer con atavio de
ramera para seducir a las almas. Sin embargo, la mujer puede
preocuparse,
lícitamente, de agradar a su marido, para evitar
que, despreciándola, caiga en adulterio. Por eso leemos en 1 Cor 7,34:
La mujer casada piensa en las cosas del mundo, en agradar a su
marido. Por eso, si la mujer casada se adorna para agradar a su
esposo, puede hacerlo sin pecado. Y si se adorna con la intención de
provocarlo a la concupiscencia, peca mortalmente. Pero si lo hace por
ligereza, por vanidad o por jactancia, no siempre será mortal el
pecado, sino a veces venial. Lo mismo puede decirse de los hombres. A
propósito de esto dice San Agustín, en la
Epistola ad
Possidium:
No quisiera que te precipitaras en
emitir un juicio de condenación sobre el uso de adornos de oro y
vestidos, a no ser contra aquellos que, no estando casados ni deseando
hacerlo, tienen obligación de pensar en agradar a Dios. Los demás
tienen pensamiento de mundo: los maridos tratan de agradar a sus
esposas, y las esposas a sus maridos. Pero ni siquiera a las casadas
se les permite descubrir sus cabellos, según la doctrina de San
Pablo.
En todo esto algunas podrían quedar exentas de pecado si no lo hacen
por vanidad, sino por una costumbre contraria, aunque tal costumbre no
es recomendable.
A las objeciones:
1. Como dice la Glosa al
mismo pasaje, las mujeres de quienes estaban en
tribulación los despreciaban, y, deseando agradar a
otros, se adornaban. Esto es lo que condena el Apóstol. También
San Cipriano habla de esto mismo. Pero no prohibe a las casadas
adornarse para agradar a sus maridos, para no darles ocasión de pecar
con otras. Por eso dice el Apóstol en 1 Tim 2,9: Las mujeres
vistan con decencia y adórnense con sobriedad, pero no entrecruzando
sus cabellos ni ataviándose con oro, margaritas y vestidos
preciosos, dando a entender que no se prohibe a las mujeres un
ornato moderado, sino el excesivo, desvergonzado e
impúdico.
2. Los afeites de que habla San
Cipriano suponen una especie de ficción, que no puede darse sin
pecado. Por eso dice San Agustín en su
Epistola ad
Possidium:
En cuanto a los afeites que
utilizan las mujeres para dar mayor blancura o color a su rostro, es
una falsificación y engaño. Sus maridos, creo yo, no desean ser
engañados de ese modo, y son ellos el motivo por el que se puede
permitir, no mandar, ese adorno. Tales afeites, sin embargo, no
siempre son pecado mortal, sino sólo cuando se hace por lascivia o por
desprecio hacia Dios, que son los casos de que habla San
Cipriano.
Conviene tener en cuenta, no obstante, que no es lo mismo fingir una
belleza que no se posee que ocultar un defecto que procede de otra
causa, como puede ser una enfermedad o algo semejante. Esto segundo es
lícito porque, según dice el Apóstol en 1 Cor 12,13, a los que
parecen más viles los rodeamos de mayor honor, y a los que tenemos por
indecentes los tratamos con mayor decencia.
3. Como ya hicimos notar antes
(
a.2), el ornato externo debe corresponder a la condición de la
persona según la costumbre común. Por eso es, de suyo, vicioso el que
la mujer use ropa de varón y viceversa, principalmente porque esto
puede ser causa de lascivia. De un modo especial está prohibido por la
ley, porque los gentiles usaban este cambio para la superstición
idolátrica. Sin embargo, puede hacerse alguna vez sin pecado debido a
la necesidad: para ocultarse a los enemigos, por falta de ropa o por
una circunstancia parecida.
4. Si hay otro modo de realizar
algunas cosas de las que los hombres no pueden hacer uso sin pecado,
los artistas pecarían si las hicieran, por dar ocasión directa de
pecar, como, por ejemplo, el fabricar ídolos u otros objetos
pertenecientes al culto de idolatría. Pero si existe un arte del que
los hombres pueden hacer buen o mal uso, como pueden ser las espadas,
flechas y objetos semejantes, el uso de tales artes no es pecado, y
para esto hay que reservar el arte. Por eso dice San Juan Crisóstomo
al comentar a Mt:
Debemos llamar artes sólo a
aquellas que son necesarias o útiles para la vida. Pero si
sucediera que la mayor parte de las veces se hace mal uso de ellas,
debe el príncipe extirparlas, según Platón.
Por consiguiente, dado que las mujeres pueden adornarse lícitamente
para conservar la elegancia de su estado, e incluso añadir algo para
agradar a sus maridos, sigúese que los artífices que hacen tales
ornatos no pecan al hacer uso de sus artes, a no ser que inventen
modas superficiales y tontas. Por ello dice San Juan Crisóstomo,
Super Mt., que en el arte de hacer zapatos y
tejidos hay mucho que corregir, ya que se orienta a la lujuria, se
corrompe su fin y se mezcla un arte útil con un arte
depravado.