Leonardo Castellani
Un capítulo de "Cristo y los fariseos"
IV - LA PROVOCACIÓN
Pasatiempo singular
Aunque en el fondo inocente
Como escupir desde un puente
O hacerse crucificar.
(Lugones)

Jesucristo se hizo matar.

La crítica alemana racionalista ha arbolado esta posición, que fue la de la tradición judaica-talmúdica. ¿Qué hace Ud. con un hombre que provoca de continuo a las autoridades legalmente constituidas? ¿Que tiene una actividad "disolvente"? ¿Que aunque sea inocentemente de su parte se vuelve un peligro para la religión establecida y los miles de fieles que en ella hallan su salvación eterna? "Subjetivamente Ud. habrá creído obrar bien; pero objetivamente ha hecho la mar de disparates..." -dijo con toda precisión técnica Caifás a Cristo.

Por qué se hizo matar, lo explican diversamente: o a plena conciencia o inconscientemente; y en este caso, o por fanatismo religioso o por ingenuidad pastoril, como lo pinta el fantasioso Renan. Esta última hipótesis es la más absurda. Que "el dulce Nazareno" sencillo y cándido se haya dejado llevar suavemente cuesta abajo por la cadena de sus embriagantes triunfos populares sin ver a lo que se exponía hasta que fue demasiado tarde, eso se da de puñadas con todos los textos del Evangelio. Habría que escribir cuatro Evangelios diferentes y contrarios a los que tenemos para poder fundar la mera posibilidad de ese caso, humanamente inconcebible.

Que la pasión religiosa lo cegó acerca de sus fuerzas, como explica Strauss; que creyó triunfar de sus enemigos o al menos librarse de ellos milagrosamente "por medio de doce legiones de ángeles" a última hora, es el mismo inverosímil. Es categóricamente contra los textos. Cristo preanunció su martirio, reprochó el asesinato de antemano a sus enemigos (que negaron el propósito), se escondió, se escapó, se zafó de sus manos varias veces, como hemos visto. Son hipótesis que no hay que discutir, puramente ficticias y del todo imaginarias. ¿De dónde sacan eso? Si los textos evangélicos son tan engañosos que se los puede interpretar al revés, con el solo título de "profesor alemán", entonces NO SABEMOS NADA EN ABSOLUTO acerca de Cristo. Callensén.

Pero ¿no habrá buscado la muerte adrede convencido de que era la salvación del mundo?

Esta pregunta plantea la cuestión del "derecho a morir por la Verdad", o sea de la sutil "tentación del martirio" que el poeta T. S. Eliot introduce como la cuarta y más peligrosa, en su tragedia "Murder in the Cathedral", al santo arzobispo Tomás de Cantorbery, que la rechaza.

¿Tiene derecho un hombre a hacer que otros hombres cometan en él un homicidio para hacer triunfar la verdad? ¡Qué hombre tendría que ser ése! Pero en fin, suponiendo que exista, ¿tiene derecho?

En tiempo de San Cipriano hubo cristianos que precipitaban sobre sí mismos la persecución volteando ídolos o haciendo extemporáneas manifestaciones de fe. La Iglesia los condenó; y formaron un grupo herético llamado los "provocadores". Esa tentación se verificó en las persecuciones inglesas, sobre todo en el "Powder-plot" o Complote de la Pólvora; hecho histórico en el que inspiró R. H. Benson uno de los notables incidentes de su novela apocalíptica El amo del mundo: el cristiano que dispara su pistola sobre Oliver Brand cuando éste blasfema de Cristo, y es linchado por la muchedumbre; la conjura para hacer volar la Catedral en la sacrílega ceremonia de la Adoración del Hombre que provoca el arrebatado e inútil retorno del Cardenal Percy Franklin... y la voladura de Roma.

Verdad que estos eran crímenes para vengar otros crímenes, enormes éstos cuanto se quiera. Pero ¿sacrificarse a sí mismo sin daño de nadie? ¿No es esto lo que hizo Cristo?

Este problema lo vivió en carne propia y lo ilustró con su vida, después de haberlo resuelto trabajosamente el pastor danés Soeren Kierkegaard, poeta y místico, después de haberse equivocado una vez acerca de él. Fue el problema de Savonarola; y quizá el de Bartolomé Carranza.

¿Qué ha de hacer un cristiano en un Iglesia decaída, digamos, corrompida; un hombre de verdad a quien le toca el sino de vivir en mala época? ¿Qué es lo que le exige y le permite la fe? ¿Puede callar? ¿Está obligado a hablar? El problema se complica terriblemente con otras preguntas. ¿Qué misión pública tiene? ¿Hasta dónde está corrompida la Iglesia? ¿Qué efecto positivo se puede esperar si chilla? ¿Cómo ha de chillar? La obligación expresa de "dar testimonio de la Verdad", que fue la misión específica de Cristo, se vuelve espinosa en Sócrates, angustiosa en un pastor como Kierkegaard, perpleja hasta lo indecible en un simple fiel.

Hay dos actitudes extremas que son ilícitas: la de atemperarse al error (que es la más fácil) y la de provocar el martirio.

No puedo atemperarme al desorden eclesiástico que prácticamente induce a los fieles en errores y devasta la fe, decía Kierkegaard. No lo puedo moralmente y no lo puedo ni siquiera físicamente. La misión de la palabra que se me ha dado en la ordenación, está doblada en mí de una nativa vocación de poeta y maestro, la cual no puedo declinar sin condenar al ocio a mis facultades y prácticamente a la ruina en toda mi vida interna. El que sea escritor sabrá perfectamente que no se puede ni siquiera resistir físicamente a la palabra que se forma dentro, sin entregarse a una torturante y peligrosa operación contra-cepcional, como la de sofocar o atajar fetos, tan conocida hoy día por desgracia. No sirve absolutamente para ningún otra labor útil que esa; y por consiguiente ¿cómo salvo mi alma si la abandono o impido?

Hay algo de exageración en esto, habría exageración en mí y en Barrantes Molina, por ejemplo; no la había en Kierkegaard, absolutamente. Literalmente, no podía callar. Incluso su equilibrio mental dependía de su trabajo intelectual. Callarse era literalmente suicidio; y el peor de todos. "¿Hay que decirlo? Pues se dice": fue el título de su último panfleto consistente en 10 artículos acerca de la religión y la iglesia luterana, que a lo que se puede saber le costaron la vida. Cayó redondo en una calle de Copenhague y murió de agotamiento en el hospital en mitad de esa polémica; pero un sereno gozo y una decisión extraña y lúcida que nunca tuviera en su vida, le acompañaron desde esa decisión, 'Pues se dice', hasta el último instante, señal probable en lo que colegir podemos de la aprobación divina.

Porque él había visto antes que "no hay derecho a morir por la verdad", es decir, a hacer cargar al prójimo, aunque esté perversamente engañado, con un asesinato. La humildad impone que se rehuya el martirio -o la caridad, o la simple modestia: no estoy seguro de si podré sobrellevarlo, no estoy seguro de poseer yo la plena verdad, antes estoy casi seguro de lo contrario. Esto último, que no podía decir Cristo, debe decirlo todo cristiano. Hay mezcla de pasión y de limitación en mi visual, aunque yo esté seguro de que es fundamentalmente recta, de lo cual tampoco puedo estar nunca del todo seguro. Claro que debo guiarme por ella, no tengo otra y debo vivir; pero para mí solamente, no para imponerla a los demás.

¿Cómo se concilia esto con el deber, o con la imposibilidad física, de no callar? Kierkegaard llegó a una conclusión prodigiosa: hay que humillarse hasta por debajo del que está engañado, colmarlo de atenciones y "prévenances", obtener el perdón de la verdad que está en mí. ¿Qué hace el enfermero, no se hace un esclavo del enfermo a fin de sacarlo de su enfermedad, pagando así debido tributo de gratitud a Dios por su propia salud?

Para cumplir este designio empinado, Kierkegaard tomó la conducta extraña de infamarse y desacreditarse. Tenía que decir a sus cofrades y cohermanos que eran malos cristianos, y de qué manera: "no existe en el mundo cosa más corrompida que los sacerdotes" (El Momento, IX, 6), y empezó por negar que él fuera ni siquiera cristiano; y llamarse pecado y corrupción ambulante: era sacerdote.

No era esto posible en Cristo. Pero Cristo se anonadó delante de los fariseos acatando todos sus preceptos y leyes hasta lo imposible, contestando a todas sus interpelaciones y objeciones, haciendo innumerables parábolas, argumentos y explicaciones a gente que interrogaba de mala fe y no tenía derecho a interrogar, quizá, a veces; y cuando lo tenía en derecho sólo legal o meramente apariencial. Y en apariencia se hizo pecador. Sí. Andaba con publicanos y pecadores ("dime con quién andas...") y no fulminaba con indignación a las pecadoras. ¡Hubiese sido tan fácil y era de tan buen tono! ¿Y por ventura era mentira? ¿No podía tronar una vez al menos, como todos los predicadores, contra la disolución de las costumbres, la corrupción que lo invade todo, las porquerías de la carne, y esas mallas de baño venidas de Grecia y cada vez más cortas? Pero ¡ni una sola palabra acerca de "las playas"! ¡Puras parábolas luminosas, comparaciones poéticas y preceptos generales, es decir, poesía, poesía y poesía! ¿Adónde vamos?

Cristo parecía no ver la impureza; quizá de puro puro. No se dio el gusto de llamar una sola vez "chancho" a un pecador carnal. Cuando tuvo que hablar con uno, bajó la cabeza y guardó silencio.

La solución es pues que hay que buscar el martirio haciendo su oficio, y siendo lo que uno es en la eternidad. Es decir: "No digas ninguna mentira; no digas ninguna verdad que no sea necesaria." La dificultad está en saber cuándo una verdad es necesaria. "Non tacebo" (No me callaré) escribió en un calabozo el loco de Campanella; y en efecto le tocó habitarlo la enormidad de 26 años, una vida de hombre; y lo curioso es que lo castigaron por complotar contra el gobierno español, y el dominico napolitano era furiosamente hispanófilo y del partido imperial; Non tacebo. Una verdad es necesaria cuando ha de salvar un alma, o para ganarme el pan; mucho más si se conjugan las dos cosas. Si he de ganarme el pan haciendo poesías por ejemplo (que Dios me libre y guarde, eso ni en broma) entonces debo hacer las poesías lo más artísticas que pueda, aspirar a la máxima belleza poética, que no consiste en otro que en la verdad; pues me contó un poeta muy ducho en su arte que cada vez que hay un verso que no llena o una estrofa que cambiar, después de cambiada uno ve que no tenía verdad; o como dijo él, 'suficiente verdad".

No hay peligro que yo ponga exceso de poesía, como Shakespeare, que cuando se le va la mano aturde y llega a ofuscar; pero si por poner "suficiente verdad" en un poema, me apresan los peronistas por comunista o me pone una multa el Cardenal Primado, cargo en mi ley, porque no hice más que cumplir mi oficio.

Pero al otro día cambio de oficio, anoser el diablo que sea de los que no se pueden cambiar, como el de masón, marido, sacerdote o periodista.

Y así le pasaba a Kierkegaard; y por él podemos colegir que también a Jesucristo. Eran atrozmente sinceros. Si tenían lengua tenían que hablar ("crédidi, propter quod loquutus sum") y si hablaban tenían que decir, no ya una verdad, sino la verdad; es decir, lo que en este caso concreto y particular desde el fondo de mi corazón viene a pelo y yo actualmente con todos mis sentidos (como diría Ivanissevich) veo, vivo y bebo.