Verdad subjetiva

Triste destino, el de una expresión como “la dictadura del relativismo”, cuando los repetidores le hacen perder su filo de fábrica. Cuando pasa a ser un ejemplar de aquellas frases “martillo” que integran el arsenal de los católicos de tendencias conservadoras y filosofías ingenuamente realistas… los más proclives a olvidar aquello que torpemente vengo tratando de expresar: el aspecto ambiguo de la verdad (dinámica-viva; precaria-relativa; existencial-subjetiva). La verdad real, se entiende, la de nuestra realidad humana – no la verdad imaginada, no esas abstracciones en que los ideologizados de todo signo (católicos lefebvristas, teóricos marxistas, ateos cientificistas) se mueven.

Claro que también hay frases comunes del otro lado. Por ejemplo, y sin salirnos de tema: “interpelar”. Una palabra de gran éxito en ambientes clericales (argentinos, por lo menos) en las últimas décadas, demasiado gastada -me parece- en documentos y homilías… A mí, en nombre de los feligreses fatigados, a veces me dan ganas de exigir una veda. Pero es una lástima, porque el pedazo de verdad que la expresión encierra, lo que quiere iluminar, es valioso, y según creo (lo veo especialmente estos días, cuando veo… lo que está a la vista) necesario. Se trata de que las verdades que importan no se parecen a un conjunto de datos “objetivos” que uno recibe como receptor pasivo que procesa, analiza, asiente o no, almacena… y que luego, probablemente, en una instancia posterior, influirá en nuestra acciones. Sino que la recepción exige, en sí misma, una respuesta.

Pero… de nuevo, esto de «exigir una respuesta» puede sonar a palabrerío hueco -y clerical. Pongamos entonces un ejemplo. Cuando se presencia una conferencia, uno puede limitarse a escuchar como público anónimo; es lo más cómodo, uno recibe cierta información, si quiere, y punto… Menos cómodo es que el conferencista aluda a uno con nombre y apellido, que nos señale y la gente nos mire (¿qué cara pongo?); menos todavía que nos dirija una pregunta, o afirme algo sobre nosotros que reclama una aclaración, una confirmación o desmentido. No es sólo la incomodidad de sentirnos aludidos, se trata de la tensión (el stress) que conlleva la urgencia de actuar: tenemos que hacer “algo”, para responder a lo que se dijo. Lo mismo puede ocurrir en una conversación privada: si el interlocutor nos informa sobre datos impersonales lo recibimos en una actitud relajada, todo lo que se nos pide son gestos semi automáticos. Muy distinto es si nos dice que está disgustado con nuestro comportamiento en la reunión de ayer, o si nos anoticia que nuestra casa se está incendiando. Aquí nos tensamos. Reconocemos, con conmoción grande o pequeña, que la información nos toca directamente.  No la podemos recibir pasivamente. Se espera que hagamos algo con ella (aunque sea decidir qué actitud tomar, o si nos abstendremos de hacer determinada cosa). Es nuestro turno, se nos pasó la pelota y tenemos que decidir nuestra acción. «Recibir la información» es, aquí, inseparable de «ser intimados a decidir qué hacer con ella». Ahora mismo, ya, no mañana o pasado (de otra manera, la recepción y la decisión serían separables). A esto apunta lo de “ser interpelados”. Y por eso es eminentemente justo que se aplique la expresión a la palabra de Dios.

(De paso: todo esto es básico pero también esencial – por ejemplo, en relación a lo de von Balthasar y su presunto “universalismo” que no es tal, su convencimiento de que los cristianos tenemos el derecho y el deber de “esperar que todos se salven”. ¿Por qué no son  concluyentes las fáciles objeciones de los que oponen los dichos de Cristo sobre el infierno -entendidos como “datos objetivos”? Porque no son dichos para informar sino para… interpelar. Cristo no nos tira información objetiva, nunca.)

Machaco con esto porque es fácil, muy fácil, engañarse. Abunda la pretensión de defender al cristianismo como “la verdad”, concebida esta según este modelo “objetivo” (como “datos”, al modo que las verdades que provee la ciencia moderna). Y se cree que esto es oponerse a “la dictadura del relativismo”. Hordas de apologetas católicos convencidos de tener muy en claro la distinción de “verdad objetiva” vs “verdad subjetiva”… privilegiando la primera y menospreciando la segunda. Va de la mano con ese catolicismo despersonalizado, hecho de fórmulas y libros, lamentablemente objetivo: un racionalismo abstracto que, me temo, sólo se diferencia del cientificismo moderno… en la falta de profundidad y honestidad intelectual.

Las verdades que importan (y máxime la verdad que trae -que es- Cristo) son subjetivas, y esto no es menoscabo sino grandeza. Abel pone un buen ejemplo:

Si yo le digo a otro «tú eres pecador», eso no es casi nunca cierto. La verdad «tú eres pecador» sólo puede ser verdadera a condición de que yo esté habilitado a realizar ese juicio… sólo Dios y aquellos a quienes él invista como profetas pueden realizarlo con verdad, nadie más. En cambio la verdad «yo soy pecador» es casi siempre cierta. Es una verdad de primera persona, sólo es cierta cuando se dice en primera persona -del singular o del plural-, en el horizonte de una confesión de la verdad de mí mismo (o de nosotros mismos).

No es cuestión de humildad, caridad, cortesía … o pastoral. Será verdad que “Todo hombre es pecador”; o que “La mujer que ejerce la prostitución es, en cuanto tal, pecadora”. Pero en cuanto tomo esa verdad objetiva como premisa para armar un silogismo que concluye “Tú eres pecador/a”, estoy errando por una confusión grave de planos. La afirmación “en segunda persona” es más (y no menos!) que una verdad objetiva, no es un mero dato, sino una verdad (o una mentira) personal que involucra activamente al que lo dice y a quien lo recibe.

La noción de “verdad subjetiva”, en este sentido (bueno, más o menos), fue defendida notoriamente por Kierkegaard. Entre nosotros, el cura Castellani, a contrapelo de todo (incluso, y sobre todo, de su formación, su ambiente y hasta muchas de sus propias ideas y batallas) admiró al danés y le dedicó un libro. Hacía bastante que yo no releía, fui a buscarlo a propósito de este tema… tenía la impresión de que el libro era en general bueno, pero lo que explicaba sobre “la verdad subjetiva” era más bien flojo. Y hete aquí que, hojeándolo (sea que mi memoria no es lo que era, o que mis juicios han cambiado… o que el cura no deja de ser escurridizo) ahora encuentro al libro bastante débil y con no pocas gansadas (a enumerar algún día)… mientras que, por el contrario, lo que dice de este tema está muy bien. Copio:

El hecho de que ayer llovió, o de que nació Sarmiento hace 150 años, para Kierkegor no es la Verdad; son hechos; pertenecen a lo Efímero: al Momento y no al Instante. La verdad son los hechos morales o religiosos, las verdades vitales, las verdades salvíficas. Estas verdades no se arrojan a la Muchedumbre, se entregan al Individuo; y el que las entrega tiene una misión (“apóstol” o sea “enviado”) la cual se conoce en que
1) no es un anónimo
2) su vida responde de lo que dice
3) su expresión tiene un tono especial; mejor dicho, una vibración vital que muestra inmediatamente que lo que el Apóstol dice es su propia Existencia… El mensaje de Santa Teresa ahora es literatura; K. es existencia.

“La Verdad es la Subjetividad”: aquesta Verdad Vital que digo, que no se propala sino que se entrega, no es Verdad Vital si no se recibe vitalmente. Cada individuo es una unidad de la Multitud; -de la turba y de la Colectividad- sobre todo si va en colectivo; pero es también un Uno en sí mismo; o sea, es una conciencia que tiene una relación individual con Dios, y cada relación con Dios es diferente; por tanto recibe el Mensaje diferentemente, pues lo debe recibir activamente, haciendo él Su propia Verdad – en cierto modo. Por eso la Subjetividad es la Verdad. Hacemos en cierto modo nuestra Fe, recibiéndola de Dios activamente.

Leonardo Castellani – «De Kirkegord a Tomás de Aquino»

Copio también un párrafo que acabo de toparme en una biografía de Dorothy Day (tremenda mujer – ¿por qué allá tantos y por aquí nada?), a propósito de Peter Maurin:

Dos temas de Berdiaev encontraron eco en el pensamiento de Maurin: la desconfianza en el “progreso” de la civilización… y la negación del dogma de la Ilustración que supone que la verdad primordial, la que sirve al auténtico progreso humano, debe encontrarse en un análisis de “lo objetivo”. Esta pasión por lo objetivo transfiere el criterio de lo real, desde la referencia subjetiva (la persona) al referente-objeto, el “datum”. Convertido en la gran fuerza que rige la escolástica moderna, expresa su relevancia social en la producción de “patterns” basados en “hard data” que proveen normas a las cuales la sociedad, y el individuo, deben plegarse […] pero en verdad, la inagotabilidad de tal “data” tiene algo de siniestro, su capacidad de proliferar sin fin recuerda a las células cancerígenas […] Contra esta catarata de “objetividad” que pretende regir la humanidad se plantó Peter Maurin, el campesino, el tradicionalista y, sobre todo, el radical. Él no creía en la idea de la Ilustración, que la realidad para la que fue construida la estructura racional del hombre fuera el orden mecánico del universo, y que lo que la humanidad debía hacer para alcanzar la utopía fuera diseñar instituciones siguiendo esa concepción de orden. … Maurin era un radical en el sentido de que negaba la noción ilustrada de que la realidad se aclara al discernir un orden “objetivo”, y también negaba la idea moderna (siglo XIX) de la evolución hacia un cielo intrahistórico.

William D. Miller: «Dorothy Day»

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