Creer y crecer

Yo más bien diría que, al contrario, la ilusión infantil del tipo Papá Noel o Reyes Magos, y la desilusión que le sigue, educa; no la desilusión únicamente, ni en primer lugar, pero también. Que, en relación a la religiosidad, tiene más posibilidades de ser útil que de dañina. Y en cuanto a aquel padre católico, el que temía que a sus hijos se les ocurriera hacer la analogía (Papá Noel = Dios)… ¿no será que él cree en Dios como quien cree en Papá Noel?

¿Y por casa cómo andamos, me dirá alguno? Y… acá andamos, tratando de crecer – y de creer. (¿Dice Sui Generis «quiero a mi fe, quiero creer» o «quiero crecer» ? Yo siempre escuché lo primero, pero algunos trascriben lo segundo. Linda ambigüedad. De paso: qué cosa… el Charly García veinteañero metiendo en tal disco semejante verso: «mi casa, mi padre y Jesús»… )

Pero de crecer hablamos. Crecimiento, desarrollo, evolución, progreso… Palabras afines, aunque no sinónimas – y no muy amigas del catolicismo tradi. A pesar de tantas profesiones de vitalismos librescos, con espléndidas citas de Chesterton: la Iglesia como «maestra viviente» que «no sólo me enseñó ayer sino que, casi seguramente, me enseñará mañana»; el católico que por serlo «siempre está esperando ver alguna verdad que no ha visto nunca antes» y vive «lleno de entusiasmo y de aventura», para quien el mundo es «un lugar fantástico, precisamente porque tiene una pista para interpretarlo» y… Sí, sí, pero apenas cerramos el libro y pisamos las calles de nuestro mundo (Buenos Aires, año 2012) el entusiasmo se nos apaga y el asco nos gana; el mundo es  algo maravilloso… si borramos al hombre moderno del cuadro.  Y en cuanto a la gozosa expectativa por conocer verdades nuevas mañana… sí, está lindo eso, pero ahora lo urgente es militar por las viejas verdades, las que nosotros ya conocemos y el mundo todavía no. Todo no se puede.

Del otro lado, están los progres que se jactan de vivir un cristianismo adulto: hemos alcanzado la mayoría de edad, dicen. Y dan gracias a Dios por no ser niños, como aquellos otros.

Aparte de que es absurdo suponer al adulto mejor que el niño, me parece que hay aquí un abuso de la métafora de la adultez, que sólo debería aplicarse (en este contexto) en sentido relativo, dinámico, y que alguno de estos progres parecen usar en sentido absoluto, estático (paradójicamente), como si tuviera sentido señalar un determinado cristianismo (un lugar, una época, unos cristianos) y decir: aquel cristianismo es infantil, este otro es adulto. Si hay una obligación de crecer, debe ser para todos, y para siempre.

Salvedad aparte, la metáfora niño-adulto me parece útil –  y acaso algo más, algo así como una métafora forjada por Dios. En primer lugar, y contra ciertas jactancias apresuradas: si hacerse adulto es una ganancia, dejar de ser niño es una pérdida; y no hay balanza que valga para sopesar. No es verdad que el adulto sea mejor que el niño, pero tampoco es verdad la contraria; la comparación no tiene sentido. Pero, por otro lado, es verdad que al niño le toca crecer, y el infantilismo es un mal. Por eso me gusta la analogía, porque no pierde de vista los dos lados de la cuestión. Crecer no es un progreso; pero crecer es un bien. El adulto no es mejor que el niño; pero hacerse adulto (crecer) es mejor que quedarse aniñado.

Y la analogía vale tanto para el crecimiento individual como para  el comunitario: el crecimiento de cada hombre y el crecimiento de la humanidad. En algunos casos, los dos vienen relacionados. Y especialmente en el que me está ocupando. El crecimiento de un individuo cristiano debe incluir, entre otras cosas, replantearse su vinculación con el crecimiento de la Iglesia y de la humanidad: cómo debe entender la fidelidad a la tradición eclesial, y su talante y su dependencia (qué da y qué recibe) respecto de la civilización y la cultura de su tiempo presente, mirando al pasado y al futuro.

 

Los conservadores (en sentido amplio, católicos o no, de este siglo o de otro) detestan a los críticos, a los intelectuales desmitificadores; la suficiencia sofisticada de estos los hiere como una ofensa personal. Les duele sentirse despreciados, ser tildados de ingenuos o fundamentalistas. En alguna medida deben tener razón; se me hace que en pequeña medida. Su sentir me parecería de mejor ley y más digno de simpatía, si al menos aceptaran sentarse, con modesto orgullo, en ese lugar poco lucido de la mesa, el de los que se obstinan en defender con amor elemental lo anticuado, lo que la cultura actual deja en penumbra, lo que los intelectuales contemporáneos tiran con prepotencia al desván de los trastos. Pero no. No se conforman con eso, no quieren ocupar ese puesto. No toleran el sentimiento de humillación; quieren protagonismo y lucimiento, quieren también tener razón contra los otros… y en el mismo plano que los otros. Y se burlan, con agresividad amarga, de las nuevas intelligentzias, como aristocrátas en decadencia que se mofan de los nuevos ricos. Pretenden replicar el desdén y los aires de superioridad, simétricamente… pero con mucha menos justificación y solvencia.

No quieren crecer; y si crecen igual -porque no hay más remedio-, lo hacen a desgano y no sin atrofias. Quieren creer, y (por decir lo menos) no son creíbles. No convencen ni a sus hijos, a la corta o a la larga.

En gran medida, me parece, ha sido el talante católico generalizado de los últimos siglos, con pocas excepciones de relevancia (Newman). Hace sólo medio siglo, la Iglesia vino a decir, en un concilio, «Bueno. Basta. Terminemos con esto». O más o menos así lo leyeron muchos, de un lado y del otro (probablemente con bastante razón; probablemente con demasiado entusiasmo de un lado y con demasiada consternación del otro). Y en estas escalas, medio siglo es poco tiempo; habrá que ver.

Todo esto, repito una vez más, es también parte de mi historia. A mí no me caía bien el CV2. Y recuerdo nítidamente, no hace muchos años, mi indignación cuando el cura (un biblista bastante reconocido por acá), comentando en misa la Visitación y el Magnificat dijo que «Lucas pone en boca de María un discurso que …» ¿Cóoomo?, pensé…. ¿está diciendo que María no dijo de verdad eso? ¿Acaso es un invento del evangelista? Ay, estos progres… Recuerdo mi furia (y hoy podríamos hacer una encuesta entre católicos: más te molesta esa exégesis, más conserva sos), no explicable sólo por un desacuerdo teológico, sino por el sentimiento de que el tipo estaba saboteando la fe de los cristianos de verdad (como yo); la sospecha de que yo tenía poco y nada que ver con el de aquellos biblistas modernos, y de que a los ojos de ellos yo pertenecía a un cristianismo caduco, que ellos venían a desplazar, como invasores que se infiltran en una casa para tomar el control de ella (y la correlación con los sentimientos xenófobos no es accidental). Sentimiento de que si la convicción antigua (el episodio ocurrió literalmente como Lucas lo cuenta) había servido a las generaciones pasadas, también debía servirnos a nosotros; no había ninguna necesidad de novedades, y criticar a esas convicciones ingenuas en la práctica implicaba destruir la fe (se empieza por un versículo, y quién sabe dónde se termina). Y que no me hablaran de crecer. Si eso es crecer (pero eso no es crecer, eso es morir) prefiero no crecer, prefiero quedarme aquí… con los creyentes.

Así sentía yo, no hace mucho.

Mencioné también el ejemplo de un converso a raíz de las (digamos) dudosas apariciones de Medjugorje. También aquí puede darse una tensión entre crecer y creer: la crítica parece socavar los cimientos de la fe. Pero en realidad, los motivos particulares que uno tuvo y tiene para convertirse son casi siempre precarios; míticos, en alguna medida. Pueden ser ocasión y acaso alimento temporario, pero nunca pueden ser fundamento estable de la fe. Y es parte del crecimiento, forjar motivos mejores, criticar y a veces demoler los motivos viejos, cuando uno los juzga insuficientes – y tenemos la obligación de hacer el mantenimiento de los cimientos, por el bien del edificio. Quizás uno hizo bien al confiar en esos motivos ayer, pero quizás haría mal si siguiera confiando hoy. Y ese deber de honestidad y valentía, no es asunto de mi exclusiva incumbencia, de mi salvación individual. Es de todos, como deben serlo mis aporías y mis trabajos. También en esto, nadie debería esperar salvarse solo – o hundirse solo.

Cualquiera debe tener ejemplos personales o cercanos. Volviendo a mí: yo me convertí (bueh) en buena medida por mis lecturas de Santa Teresa: me resultó convincente, juzgué que esa mujer no podía engañar ni engañarse, así que todas sus experiencias místicas debían ser verdaderas. Ergo… el cristianismo debía ser verdadero. Y reconozco que los detalles sobrenaturales del caso (levitación, etc) aunque no eran lo principal… eran parte de la fuerza del argumento, cómo no. Y bien, hoy esos argumentos (los sobrenaturales sobre todo) me parecen menos probatorios. Con todo, ni me resisto a reconocer esto, ni me lleva a repudiar aquel «razonamiento» mío; incluso aunque hubiera sido el factor excluyente (no lo fue), incluso aunque los hechos me parecieran tan turbios como los Medjugorje (ni de cerca), igual, estuvo bien.

Y volvemos a la analogía del amor filial: es un hecho que muchos de los motivos infantiles que teníamos para amar a nuestro padre se revelarán poco sólidos al crecer; y es un hecho que tenemos la obligación de crecer, y de amar a nuestro padre. Conciliar las dos cosas puede sonar difícil en abstracto; en la existencia, los hombres pueden y suelen hacerlo – si no fácilmente, sí naturalmente.

Es de suponer que un cristiano no puede aspirar a menos.

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