Preguntas 45-51: Las palabras y los hechos de Jesús
¿Podemos estar seguros de que las palabras de Jesús se trasmitieron fielemente? ¿Podemos determinar qué palabras de Jesús son literalmente auténticas? ¿Los milagros de Jesús ocurrieron realmente? ¿Cómo podemos reconocer la autenticidad de un relato milagroso? ¿Qué sentido pueden tener para nosotros las curaciones milagrosas? ¿Sería razonable supone que entonces había posesiones demoníacas y hoy no? ¿Existe el demonio?
Podemos estar seguros de las palabras que escribieron Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Eso es lo que el Espíritu santo inspiró y lo que Dios nos ha dado. Cuando intentamos retroceder más allá de esos evangelios escritos para reconstruir unas etapas anteriores, estamos ejercitando la curiosidad, perfectamente comprensible, de los tiempos modernos; pero debemos reconocer que Dios en su providencia no nos dio esas etapas anteriores. Por tanto, tales reconstrucciones adolecerán siempre de las limitaciones de los instrumentos propios de nuestra investigación.
En algunos casos, al fijarnos en un dicho y en sus variantes en dos, tres o cuatro evangelios, podemos llegar con bastante plausibilidad a la forma en que Jesús lo pronunció y podemos averiguar en qué tradición se produjeron las variantes y por qué motivo. Otras veces no podemos alcanzar tal plausibilidad y simplemente tenemos que aceptar dos variantes distintas del mismo dicho de Jesús. Por supuesto: no es imposible que Jesús dijera una misma cosa de dos maneras distintas, pero no debemos recurrir a esta solución como la explicación normal. La explicación normal sería que a treinta o cincuenta años de la muerte de Jesús, sus dichos habrían experimentado algunas variaciones. Si uno repasa su propia experiencia se dará cuenta de que no resultan extrañas esas variaciones de un mismo relato oral.
Sin embargo, permítame que haga dos observaciones positivas para que no se sienta defraudado por las limitaciones que acabo de señalar, limitaciones que no han de imputarse a los biblistas ya que no fuimos nosotros quienes escribimos los evangelios. Las diferencias y variaciones en las palabras de Jesús que nos han llegado aparecen objetivamente ante nuestros ojos en los cuatro evangelios; todo lo que los biblistas tratan de hacer no es más que explicar unas discrepancias que están ahí desde hace más de mil novecientos años. La primera observación positiva es que las variaciones que encontramos en determinadas palabras de Jesús muestran el valor polivalente de su enseñanza. Se ha desarrollado de distintas maneras precisamente porque contenía inherentemente la posibilidad de aplicarse a distintas situaciones con distintos matices. Yo comparo las variaciones de los cuatro evangelios con lo que ocurre con un gran diamante o una piedra preciosa expuesta en la sala de un museo. El diamante está colocado sobre un soporte en el centro de una vitrina de cristal iluminada por los cuatro costados; cuando se entra en la sala se puede ver una de sus caras y admirar su belleza pero sólo al dar una vuelta a su alrededor puede apreciarse toda la belleza en su conjunto. Las variaciones que los evangelistas han conservado o que incluso han realizado ellos mismos son percepciones distintas de una misma enseñanza de Jesús.
La segunda observación positiva nos recuerda que, cuando Jesús hablaba, muchos no lo comprendían y no creían. Si se tuviera una grabación exacta de sus palabras se tendría un mensaje que a menudo no era comprendido. Lo que tenemos en la tradición desarrollada, presentada en los cuatro evangelios, es un mensaje que surge de la fe y que se adapta para provocar la adhesión en una audiencia que lo pueda comprender. Así se puede explicar por qué, en la providencia de Dios, el Espíritu santo no inspiró una descripción literal, palabra por palabra, de todas y cada una de las palabras y de los hechos de Jesús, sino la elaboración de una tradición en desarrollo. La simple repetición no produciría necesariamente la fe. La tarea evangélica que implica la conservación, adaptación, explicación y reordenación forma parte de lo que hace que los evangelios sean una «Buena Nueva».
Si tengo que ser franco, no puedo. Y si intentara una respuesta tendría que advertirle que otros biblistas podrían dar respuestas muy distintas. En gran parte depende de los criterios empleados para determinar su autenticidad; y constato que algunos biblistas, en su deseo por aparecer de una precisión absoluta, son minimalistas en su enfoque de la autenticidad. Yo me inclino por ser más conservador al respecto; y mi postura es que los desarrollos específicos que van más allá de las palabras auténticas de Jesús tendrían que demostrarse, al menos su plausibilidad, y no suponerse sin más. Los biblistas más radicales empezarían por el otro extremo y defenderían que se debe partir de la acción creativa de la Iglesia a no ser que se pueda demostrar que deriva de Jesús. Sin embargo, ¿sería lógico que quienes proclamaron a Jesús no estuvieran realmente interesados por lo que él dijo, sino sólo por sus propias percepciones creativas de un significado que pudieran relacionar con él? Toda la fuerza de la declaración de la Pontificia Comisión Bíblica sobre «La verdad histórica de los evangelios» (cf. pregunta 40) no es otra que la de acentuar la continuidad sustancial que se da desde Jesús hasta los evangelios, y ésa es también mi postura.
En algunas respuestas, especialmente las de los movimientos más radicales en el estudio bíblico moderno, aparece otro factor al hablar de los milagros: en nuestro mundo moderno hay quienes dudan de la existencia de los milagros. (No voy a entrar ahora en la definición del milagro, ni en si es un desafío de todas las leyes de la naturaleza, etc. No quiero esconderme tras las sutilezas del lenguaje. Todos sabemos de qué se trata: de la curación de enfermos, de la resurrección de muertos, de la calma de tempestades, etc.). El famoso pensador alemán Rudolf Bultmann catalogó los milagros del evangelio como no históricos basándose en el principio filosófico general de que la gente moderna no cree en los milagros. Yo rechazo, al igual que muchos otros, que una respuesta filosófica sea la solución de un problema histórico. Una comprensión filosófica moderna de la realidad no debe asumirse como lo absolutamente correcto y normativo de lo que podría haber sido. Ni tampoco es realmente cierto que la gente moderna no crea en milagros. Aun cuando se diga que los que creen en los milagros no son modernos, sospecho que si se hiciera una encuesta serían más numerosos quienes creen en los milagros que los que no.
Me parece que los milagros deben tratarse de la misma manera que las palabras de Jesús. Si vamos más allá de los evangelios (y los evangelistas ciertamente creyeron que Jesús hizo cosas milagrosas) hasta la tradición más primitiva, nos encontraremos con que la aparición de Jesús como alguien que cura tiene la misma antigüedad que su aparición como alguien que se expresaba mediante parábolas. Por consiguiente, y en cuanto hace referencia a la antigüedad de la tradición cristiana, no veo razón para descartar lo milagroso en el ministerio de Jesús. En efecto, uno de los primeros recuerdos que de él se tienen puede haber sido que hacía cosas maravillosas, un recuerdo que podía haberse extendido no sólo entre los creyentes sino también entre los no creyentes. El historiador judío Flavio Josefo tiene un famoso pasaje sobre Jesús que, al menos en parte, parece ser auténtico. En los años 90 escribió: «Hacedor de cosas maravillosas, maestro del pueblo que recibe la verdad a gusto» (Antigüedades, 18.3.3; 63). En mi opinión, estos dos aspectos: hacedor y maestro, forman parte de la tradición auténtica.
Una vez más, cuando alguien trata de ir más allá de los relatos del evangelio, hasta una etapa pre-evangélica, debe sopesar los datos. ¿Se está hablando de un milagro que se conserva en todas las tradiciones del evangelio, como, por ejemplo, el de la multiplicación de los panes? o ¿se está hablando de un milagro que se conserva sólo en un evangelio? Si la respuesta es sólo en un evangelio, eso no significa que lo ha inventado el evangelista o su tradición, pero sí que es más probable que esa narración del milagro surgiera de una posterior comprensión de Jesús. Cuando diversas tradiciones contienen el mismo relato, evidentemente la noticia de ese milagro pertenece a una fecha anterior.
Permítame un ejemplo que ponga de manifiesto los problemas a los que nos enfrentamos. En Marcos 11, 14 leemos que Jesús maldijo una higuera; en 11, 20-21 leemos que, al día siguiente, los discípulos vieron que la higuera se había secado. En Mateo 21, 19 se nos dice que cuando Jesús maldijo la higuera ésta se secó inmediatamente. ¿Cuál de estos dos relatos transmite con mayor probabilidad la tradición más antigua? ¿la menos desarrollada? La mayoría de biblistas elegirían inmediatamente el relato de Marcos, porque otras situaciones parecidas nos muestran que Mateo acostumbra a presentar los milagros de manera más intensa y dramática. Lucas, en cambio, no recoge esa maldición de la higuera, pero, sin embargo, en 13, 6-9 nos ofrece una parábola sobre la higuera, a la que acude un hombre inútilmente en busca de fruto y la quiere arrancar. El viñador le dice que espere un año, que él la cavará y abonará, y sólo entonces, si no da fruto, que la arranque. ¿Se trata de un mismo hecho en la vida de Jesús? Si así es, ¿cuál es probablemente su versión más original; el milagro de la maldición de la higuera que se seca, o la parábola sobre un intento de arrancar un árbol que no da su fruto? Quienes desconfíen de los milagros optarían de inmediato por la parábola de Lucas como la más original. Quienes reconocen la tendencia de Lucas por suavizar todo aquello que refleje un enfado de Jesús podrían pensar que, en lugar de transmitirnos el enfado de Jesús, se ha optado por presentarnos una reflexión alegórica. Esto es lo que quiero decir con lo de estudiar la narración de cada milagro y valorar la tradición o tradiciones que la transmiten y la tendencia de esas tradiciones, antes de formar un juicio sobre la historicidad de ese milagro en concreto. Una opinión fundada sobre la autenticidad de una tradición con respecto a un milagro de Jesús no implica la aceptación de la historicidad literal de todos y cada uno de los milagros del evangelio.
Sin embargo, quiero poner a todos muy seriamente en guardia contra la modernización liberal de los milagros, hasta llegar a explicar, por ejemplo, el milagro de la multiplicación de los panes debido a un Jesús que sabe tocar los corazones de los presentes para que abran sus bolsas y saquen de las mismas los alimentos que contenían. Eso es un disparate sin más: no es eso lo que narran los evangelios; yo veo ahí más bien un intento de soslayar la importancia de lo que en ellos se narra. Otro ejemplo parecido sería el de explicar que anduvo sobre las aguas debido a la poca profundidad existente. Una explicación así es la que tiene poca profundidad y no el agua.
No quiero meterme en el tema de las curaciones milagrosas de hoy en día. Por descontado que se aportan muchos milagros para la canonización de los santos y acepto la seriedad en la investigación de tales fenómenos. El auténtico problema es aún mayor, es decir, que aun cuando hoy en día ocurran milagros, no forman parte de nuestra manera normal de curar. Pero la cuestión principal con relación a los milagros es: cómo nos puede ayudar el ministerio de Jesús, repleto de curaciones milagrosas, en nuestra relación con Dios y en nuestra comprensión de las necesidades humanas.
Creo que aquí podemos ser bastante positivos, a condición de que analicemos correctamente lo que está en juego desde dos puntos de vista distintos. Si nos encontramos con un niño que se cae repentinamente y empieza a dar patadas y a echar espumarajos por su boca, a pesar de nuestra falta de conocimientos médicos, podríamos sospechar de inmediato que se trata de un ataque de epilepsia y llevar al niño a un médico que, si diagnostica como epilepsia esa enfermedad, le aplicará un tratamiento médico. Lo que no se nos ocurriría es expulsar al demonio de ese niño; sin embargo, eso es precisamente lo que hace Jesús en Marcos 9, 14-27. Yo, por mi parte, no creo que Jesús poseyera un conocimiento científico moderno, ni tampoco que un médico moderno, si de alguna manera pudiera trasladarse a aquellos tiempos antiguos, tuviera que juzgar que se trataba de un caso de posesión diabólica y no de una epilepsia. Se trata de dos puntos de vista distintos, en uno de los cuales está implicada la ciencia, y en el otro se contempla la cuestión desde un punto de vista teológico. La respuesta no es que la medicina moderna esté equivocada, o que debamos creer que todos los casos de posesión diabólica (incluida la posesión de casas y cerdos) en los evangelios tengan que aceptarse como auténticas narraciones históricas.
Desde el punto de vista de su tiempo, Jesús, al expulsar a los demonios en su proceso de curación, está indicando que la enfermedad no se limita simplemente a unas dolencias corporales sino que es también la manifestación del poder del mal en el mundo. No veo por qué ha de representar esto un problema, incluso para los cristianos más modernos. Si creemos que, cuando Dios realice su plan, no sólo habrá una «salvación de las almas» sino también una bendición que se extenderá al universo entero, de manera que cesará todo lo destructivo y no habrá más sufrimiento, ni lágrimas ni catástrofes ni muerte, entonces comprenderemos que todos esos sufrimientos, lágrimas, catástrofes y la muerte representan tanto el alejamiento de Dios como el mal. No estoy diciendo que quienes sufran todo eso sean malos o hayan obrado mal, sino que la mera existencia de todo ello indica que el plan de Dios no se ha cumplido. Al ocuparse no sólo de las enfermedades sino también de los desastres naturales, como las tormentas, en cuanto opuestas al reino (o dominio) de Dios, Jesús está dramatizando una interpretación bíblica básica de Dios y del mundo.
La medicina moderna ha llegado a saber muy bien que el diagnóstico de la enfermedad, en términos científicos, no elimina realmente la problemática del bien, del mal y de la responsabilidad. Si un médico descubre que una madre joven y con varios hijos tiene un cáncer incurable que la conducirá a una muerte cercana, el corazón angustiado de esa madre y los sentimientos de toda la familia no se dirigirán contra el cáncer mismo. Si se formula un reproche será éste: «¿Por qué Dios nos ha hecho esto?». Por consiguiente, los médicos se van dando cuenta, cada vez más, de que el tratamiento global de un paciente habría de incluir un asesoramiento y un apoyo religioso que va más allá del análisis médico. Si un devastador huracán acaba con la casa y la familia de alguien, el afectado no se enfadará con las presiones altas o bajas sino que se interrogará sobre el sentido de la providencia divina. También en nuestros días la gente continúa relacionando la enfermedad, las catástrofes y la muerte con el bien y el mal y no simplemente con las causas científicas. Un Jesús que proclamó, tanto de palabra como con hechos, que la llegada del reino de Dios significaría el final de males tales como la enfermedad, las catástrofes y la muerte, sigue teniendo su importancia en nuestros días y sigue transmitiendo su mensaje en un mundo moderno en el que podemos conocer mejor los factores científicos causantes de tales catástrofes, pero en el que, tal vez, nos sentimos menos capacitados para el tratamiento de sus aspectos psicológicos y espirituales.
Lo que acabo de decir es otra manera de enfocar la cuestión que ya he recalcado en una respuesta anterior (pregunta 40) al hablar sobre la primera etapa en la formación de los evangelios. Jesús enfoca la cuestión del mal como un judío del primer tercio del siglo I; no obstante, él da una respuesta divina. Nuestra respuesta no debe consistir en tratar de aceptar el punto de vista judío del primer tercio del siglo I (que apenas podríamos recuperar psicológicamente y resultaría anacrónica), sino en ver lo que Jesús nos estaba diciendo con sus milagros y traducirlo al lenguaje de la gente del siglo XX y del siglo XXI.
Claro que no. ¿Cómo puedo conocer las limitaciones del misterio del mal? Reconozco, como creo que lo haría la mayoría de biblistas, que es muy difícil determinar la historicidad de los relatos concretos de posesión diabólica en el nuevo testamento. Por ejemplo, es significativo que el evangelio de Juan no narre ninguna posesión demoníaca. Sin embargo, también insisto en que se esconde un mensaje más profundo tras esos relatos y que no debe quedar oscurecido porque se diga que algunos de esos relatos sobre demonios reflejan otra concepción del mundo.
Usted es libre para aceptar la plausibilidad histórica de una situación como la sugerida en el relato parabólico de Jesús sobre un demonio que sale de una persona y vaga por el desierto buscando descanso (Lc 11, 24), lo cual no queda lejos de la idea de las casas rurales encantadas. Pero si opta por creer que en los tiempos de Jesús los demonios, en efecto, habitaban en dichos lugares, no por eso tiene derecho a imponer esa creencia a otros en nombre de la infalibilidad del evangelio. Lo mismo ocurre con los demonios que salen de un hombre poseído y se introducen en una manada de cerdos (Mc 5, 12). Se ha de tener en cuenta una concepción del mundo distinta en el siglo I compartida por Jesús y los evangelistas. Con todo, quien no crea que dichos relatos son históricos, no por eso queda libre para abandonar la importancia del contenido religioso de esas narraciones. Eso no sería señal de refinamiento sino de superficialidad.
Nunca acabo de entender qué importancia puede tener mi fe personal ante un auditorio numeroso, aunque no por eso me voy a negar a contestar a su pregunta. Y mi respuesta es sí. Pero me imagino que lo que usted quiere saber es si existe alguna prueba de la existencia del demonio y, más en concreto, si hay alguna prueba bíblica. Cualquiera que haya sido la creencia popular en la época anterior al exilio babilónico de 587-539 a. C., el material bíblico escrito antes de esa época no aporta muchos indicios sobre la creencia en el demonio en el sentido normal de la palabra. Al tentador, representado bajo la figura de una serpiente en el Génesis, no se le llama demonio (aunque sí se haga más tarde en el Apocalipsis 12, 9); y el Satán del libro de Job es más un prefecto de disciplina celestial que un príncipe del mal. Tras la época del exilio y, con toda seguridad, bajo la influencia persa, el judaísmo manifiesta su creencia tanto en una fuerza principal del mal (demonio, Satán, Belial, etc.) como en hordas de demonios, algunos de los cuales toman posesión de las personas. Es obvio que los escritores del nuevo testamento compartían la visión del judaísmo de su tiempo con respecto a las criaturas demoníacas; y la teología cristiana, hasta nuestros días, ha considerado esa creencia como seria y normativa. Me llama la atención que la gente pueda afirmar con toda certeza que el demonio no existe, ya que ignoro cómo lo saben; y resulta muy difícil la demostración de una negación universal. En cuanto a quienes creen en la existencia de un principio supremo e inteligente del bien, es decir, Dios, no veo en absoluto por qué se verían impulsados a negar la existencia de un principio supremo (por debajo de Dios) e inteligente del mal. ¿Acaso la reciente historia del mundo nos hace dudar de la existencia de una fuerza maligna en plena acción? Realmente, a los más pesimistas, la historia reciente del mundo, les haría creer más fácilmente en el demonio que en Dios.
En cuanto a la doctrina de la Iglesia, entiendo (si bien tengo que insistir siempre en que mi especialidad no es la teología sistemática) que la existencia del demonio normalmente se considera una parte de la doctrina católica infalible. Se trata de una doctrina muy escueta: no insiste en la descripción del demonio ni en especificar su pluralidad, ni cualquier otro de los aspectos que muchos se imaginan en su visión del demonio. Yo diría que resulta casi imposible entender la proclamación de Jesús, de palabra y obra, de la venida del reino de Dios, sin entender simultáneamente la oposición que surge de un reino del mal establecido ya en este mundo. Además, en nuestra experiencia moderna de la continua proclamación del reino de Dios, no veo muchas cosas que me hagan pensar que la resistencia deliberada por parte del mal sea algo perteneciente exclusivamente a la manera de pensar del siglo I. Pero eso es algo bastante distinto a atribuir casi todas las enfermedades al demonio.