Preguntas 38-44: Los evangelios
¿Qué decir de la historicidad de los evangelios? ¿Qué relación hay con las «vidas de Jesús»? ¿Qué son los evangelios, cómo se redactaron? ¿En qué han influido los nuevos enfoques en la espiritualidad católica? ¿Los evangelistas fueron testigos oculares? ¿La elaboración que produjo los evangelios tiene una continuidad hasta nuestros días? ¿Entonces los evangelios no deben considerarse históricos?
Muy a menudo, como respuesta global se nos dice que los evangelios no son biografías, y en general eso es verdad. Normalmente, la intención principal de un biógrafo es escribir la vida completa de una persona determinada, recogiendo todo lo que se pueda saber sobre ella. Dos de los evangelios (Marcos y Juan) no nos dicen nada sobre los orígenes de Jesús, de su nacimiento, o de su vida anterior al encuentro con Juan Bautista. Marcos jamás menciona el nombre del padre legal de Jesús (José) y Juan jamás menciona el nombre de su madre (María; sí habla de la «madre de Jesús», pero nunca nos da su nombre, si tuviésemos sólo a Juan, no sabríamos que se llamaba María). Esas lagunas ejemplifican la ausencia en los evangelios de una gran cantidad de datos biográficos que habrían sido incluidos si los evangelistas hubiesen escrito una biografía de Jesús.
Con todo, yo recalcaría que mientras los evangelios, en general, no son biografías, el evangelio según Lucas, al estar relacionado con el libro de los Hechos, que narra la historia en sentido amplio de los primeros cristianos, al relatarnos la concepción de Jesús, su nacimiento y juventud, estaría más cerca de una biografía que los demás evangelios. Asimismo, si bien ningún evangelio nos da un relato completo o desapasionado de la vida de Jesús, todos ellos nos proporcionan algunos datos históricos sobre las circunstancias que rodearon su vida, sus palabras y sus actos. Por tanto, la afirmación de que los evangelios no son biografías, en modo alguno significa que sus retratos sean simples apreciaciones teológicas: son interpretaciones de una vida real, de unas palabras reales y de unos hechos reales.
Su pregunta asume correctamente la conexión existente entre tratar los evangelios como biografías y escribir vidas de Cristo. Si no se considera a los evangelios ni como biografía ni como historia, resulta mucho más difícil reunir todo lo que sabemos de Jesús en una «vida», ya que los estudiosos saben que esas ausencias de información dificultan el objetivo. Con respecto a cuándo empezó ese enfoque menos biográfico y, por consiguiente, se produjeron menos vidas de Cristo, la respuesta depende de a quién nos refiramos. El cambio de enfoque con respecto a los evangelios es el resultado de la crítica bíblica, y destacados estudiosos protestantes ya empleaban esa crítica con respecto a los evangelios el siglo pasado. (Para ver lo que entiendo por crítica, les remito a la pregunta 28). Los católicos llegaron con retraso a la aceptación de un enfoque crítico moderno del nuevo testamento y de los evangelios. Con todo, y como ocurre a menudo, cuando tras prolongadas dudas nosotros los católicos aceptamos nuevos enfoques, procedemos con una declaración oficial de la Iglesia sobre nuestra postura. Los protestantes empleaban estos métodos mucho antes de que fueran aceptados por los católicos, pero las Iglesias protestantes no se han comprometido oficialmente con ellos de la misma manera que sí lo ha hecho la Iglesia católica.
Concretamente, en el período inmediatamente anterior al Vaticano II y durante el concilio, en círculos católicos oficiales se produjo un vivo e incluso enconado debate sobre los evangelios y su historicidad. Culminó en 1964 cuando la Pontificia Comisión Bíblica (por aquel entonces un órgano oficial de la Iglesia que enseñaba con autoridad vinculante cuando el papa daba su aprobación) emitió un documento sobre «La verdad histórica de los evangelios». Los especialistas que redactaron el documento querían proponer una posición equilibrada inspirándose en sus colegas protestantes y católicos. Ofrecían una imagen del proceso de formación de los evangelios que llevaba a la conclusión de que los evangelios ni son una crónica literal del ministerio de Jesús ni recogen unos relatos concretos simplemente porque se recordaban. Estoy muy de acuerdo con esa manera de expresarse y creo que también lo estarán muchos otros especialistas en el nuevo testamento.
No le negaré que podrían darse distintas respuestas a su pregunta por parte de los biblistas. Pero mi respuesta seguirá la pauta facilitada por el documento de la Pontificia Comisión Bíblica a la se hizo alusión en la respuesta anterior. Así se puede ver, por lo menos, cómo enfocó el tema toda una comisión de expertos y que mi respuesta concuerda con la postura oficial de la Iglesia católica. Tal vez va a ser una respuesta algo extensa pero creo que se va a poder seguir si digo, para empezar, que se dan tres etapas en el desarrollo de una tradición sobre Jesús hasta llegar a la redacción de los evangelios.
En la primera etapa el proceso empezó con la vida pública de Jesús: el período de su actividad en Galilea y sus alrededores, donde predicó y curó. La Pontificia Comisión Bíblica insiste en que Jesús realizó hechos sorprendentes y proclamó su mensaje mediante la palabra, de modo que sus seguidores (especialmente los que se desplazaban con él, algunos de los cuales serían conocidos más tarde como los apóstoles) oyeron y vieron lo que dijo e hizo. Es muy importante subrayar que fueron las palabras y los hechos de alguien que vivió como un judío de Galilea en el primer tercio del siglo I; su manera de hablar, los problemas con los que se enfrentó, su vocabulario y su manera de pensar fueron los de un judío galileo de ese tiempo concreto. Muchos de los fallos que se dan en la comprensión de Jesús y en la aplicación errónea de su pensamiento se debe a que se le aisla del tiempo y del espacio en que vivió para imaginarse que estaba tratando de unos temas con los que nunca tuvo que enfrentarse.
La segunda etapa en el desarrollo de la tradición de Jesús, que desembocaría en la aparición de los evangelios, consistió en una fase de predicación que se llevó a cabo tras la muerte y resurrección de Jesús. Cronológicamente la primera etapa correspondería, en mi opinión, al primer tercio del siglo I, y la segunda etapa al segundo tercio (hasta el año 65 aproximadamente). Quienes habían visto y oído a Jesús y le habían seguido fueron confirmados por la resurrección y acabaron creyendo en él designándolo con diversos títulos (Cristo y Mesías, el Señor, el Salvador, el Hijo de Dios, etc.). Cuando lo anunciaron, contaron la historia de lo que habían visto y oído bajo la influencia de la fe que ahora tenían y que iluminaba para ellos la importancia de esos acontecimientos pasados. Así que no se intentaba informar, con una objetividad simple e incolora, de lo que Jesús había dicho y hecho. Su información más bien quedaba iluminada por una fe que los predicadores querían compartir.
Con el tiempo, otros que no habían visto ni oído a Jesús también se dedicaron a anunciarlo apoyándose en el testimonio de quienes fueron testigos directos, de manera que la predicación era una combinación de la narración de unos testigos oculares y de otros testigos no oculares. No es algo que nos estemos inventando: en 1 Cor 15, Pablo tras referirse a una fórmula que recoge de la tradición sobre la muerte, sepultura, resurrección de Jesús y las apariciones (15, 3-5), menciona a Cefas (Pedro) y a los Doce (que habrían sido los testigos oculares) y también se menciona a sí mismo (y él no había sido testigo ocular del ministerio de Jesús). Y luego dice a los destinatarios de su carta: «En cualquier caso, tanto ellos como yo, esto es lo que anunciamos y esto es lo que habéis creído».
Otro factor, además del enriquecimiento de la tradición sobre Jesús por la fe de los testigos y por la aparición de los testigos no oculares en la predicación, fue la necesaria adaptación de la predicación para un nuevo auditorio. Si Jesús fue un judío galileo del primer tercio del siglo I, el evangelio se predicó en las ciudades a judíos y gentiles urbanos; se predicó, en definitiva, en griego, una lengua que Jesús normalmente no hablaba en Galilea (suponiendo que lo hablara). Todo ello entrañaba una gran labor de traducción en el sentido más amplio de la palabra, y esta traducción destinada a hacer que el mensaje fuese, a la vez, inteligible y vivo para las nuevas audiencias, forma parte del desarrollo de la tradición de los evangelios.
La tercera etapa implicaba la redacción propiamente dicha de los evangelios tal como los conocemos. Esta etapa se desarrollaría en el último tercio del siglo I, Marcos alrededor del año 70, Mateo y Lucas entre los años 80 y 90, y Juan en los 90, todo ello aproximadamente, con un margen de unos diez años de más o de menos. Algunos de los fragmentos de la tradición de Jesús probablemente ya estaban escritos antes de que los evangelistas redactaran sus respectivos evangelios, pero no han llegado hasta nosotros ninguno de esos escritos anteriores a los evangelios.
Una clave para entender la tercera etapa tal vez sea que ninguno de los evangelistas fue testigo ocular del ministerio de Jesús. Todos ellos serían lo que podríamos denominar como cristianos de la segunda generación: habían oído a otros hablar de Jesús y se pusieron a ordenar por escrito, en el evangelio, la tradición recibida. Esta clave nos ahorrará muchos de los problemas que atormentaron a toda la generación de comentaristas que nos precedieron y que pensaban que algunos de los evangelistas habían visto lo que describían. Según esa interpretación, Juan que describe en el capítulo 2 la expulsión de los mercaderes del templo al principio del ministerio de Jesús y Mateo que la describe en el capítulo 21 al final de su ministerio, sólo tendrían razón en el caso de que la expulsión del templo hubiera ocurrido esas dos veces y cada evangelista optó por conservar sólo una de ellas. En cambio, teniendo en cuenta la clave que acabo de proponer, ninguno de los dos escritores fue testigo ocular de los hechos, cada uno de ellos recibió en la tradición de Jesús una versión del relato de la expulsión de los mercaderes del templo; tal vez ni el uno ni el otro supiera en qué momento del ministerio de Jesús se produjo esa escena ya que no estaban allí; ahora bien, cada uno lo incluyó al escribir su evangelio en el lugar más adecuado para su propósito. Podría seguir ofreciendo más ejemplos en los que la teoría del evangelista testigo ocular ha de recurrir a la repetición de los hechos o a otras explicaciones poco razonables, y en cambio la teoría del evangelista que no fue testigo ocular ofrece una solución muy simple, puesto que explica por qué los evangelios, que frecuentemente contienen el mismo material, lo organizan normalmente de distinta manera. La conclusión de todo esto puede quedar resumida en que los evangelios siguen un orden lógico pero no necesariamente cronológico. Cada evangelista ha ordenado su material según su propia concepción de Jesús y según su voluntad de caracterizar a Jesús de tal modo que fuera una respuesta a las necesidades espirituales de la comunidad a la que dirigía su evangelio. Así cada evangelista aparece como autor de la totalidad de su evangelio, en el que da forma a la tradición, la desarrolla y la selecciona, y como teólogo en plenitud orienta esa tradición hacia un objetivo concreto.
Por tanto, como respuesta global a la pregunta sobre lo que son los evangelios diría que vienen a ser como un proceso que se va dando en la tradición de Jesús que abarca sus palabras, sus hechos, su pasión, muerte y resurrección. Este proceso lo organizó, montó y modeló un evangelista en el último tercio del siglo I para atender las necesidades espirituales de los lectores cristianos a los que se dirigía. A eso se debe que el documento de la Pontificia Comisión Bíblica, que he resumido en tres etapas, considere a los evangelios como históricos pero no como una memoria exacta o una narración literal.
Permítame que le conteste con un ejemplo práctico. Basta con fijarse en el leccionario dominical (esa colección de lecturas del antiguo y nuevo testamento de las que nos servimos en la Iglesia para las celebraciones litúrgicas), un leccionario que, en líneas generales, son muchas las Iglesias cristianas que lo aceptan. En la Iglesia católica, antes de que se introdujera el leccionario actual, se oían todos los domingos del año los mismos 52 pasajes. Dichos pasajes estaban tomados de los cuatro evangelios aleatoriamente, de manera que un domingo los feligreses podían oír un pasaje de Mateo y al siguiente uno de Lucas, pero raras veces uno de Marcos. En mi experiencia como sacerdote no era raro que se predicara sobre un pasaje, como por ejemplo, la parábola del sembrador, sin que se dijera de dónde se había tomado. Ello se debía a que ni el sacerdote ni los feligreses suponían que eso pudiera variar el sentido del pasaje: Jesús había relatado la parábola y los evangelistas no eran sino sus simples cronistas.
Sin embargo, en el nuevo leccionario, que abarca tres años, las lecturas del primer año están tomadas de Mateo, del segundo de Marcos y del tercero de Lucas. Las lecturas del evangelio de Juan se reservan para unos períodos determinados como la cuaresma y la pascua. Esta organización reconoce la importancia que tiene localizar una perícopa determinada (o sea, el pasaje del evangelio del día) en el evangelio del que fue tomada, porque el contexto de todo el evangelio da un sentido a aquella perícopa. Por ejemplo, la escena de la multiplicación de los panes se narra en los cuatro evangelios, pero puede tener un significado diferente en cada uno de ellos según la lógica del evangelista. Quizás no todos los predicadores tengan conciencia de ello; con todo, la distribución del leccionario puede servir de estímulo para que vaya adquiriendo esa conciencia.
Se nos ha enseñado que Mateo y Juan escribieron los evangelios y fueron testigos oculares del ministerio de Jesús. Esa es una reacción generalizada entre los católicos, y es muy comprensible porque se nos enseñó exactamente así, hasta 1960 aproximadamente. A principios de este siglo, la Pontificia Comisión Bíblica emitió respuestas oficiales a toda una serie de preguntas que el desarrollo del estudio crítico de la Biblia (especialmente entre los protestantes) había suscitado. Insistía en que el evangelio que aparece en primer lugar en el nuevo testamento era sustancialmente obra (quizás traducida) de Mateo, uno de los doce. (Respondía también a preguntas sobre el antiguo testamento: Moisés escribió el Pentateuco, Isaías está constituido por un solo libro, Daniel fue escrito en el siglo VI a. C.).
Sin embargo, a mediados de los años 50, tal como indiqué anteriormente (pregunta 24), el secretario de la misma Pontificia Comisión Bíblica comentó que los católicos gozaban ya de plena libertad con respecto a dichos decretos salvo en lo que afectara a la fe y a la moral (y en realidad ése no era el caso en ninguna de estas cuestiones). Lo que quiere decir que mientras que para aquellos católicos la enseñanza de la identidad de los evangelistas estaba vinculada a una respuesta oficial de la Iglesia, ahora ya no es así. Los católicos gozan de la misma libertad que cualquier otro para expresar sus puntos de vista sobre la identidad de los evangelistas. A propósito, este embarazoso cambio público de parecer con respecto a una postura fuertemente implantada pone de relieve lo peligroso que resulta invocar la autoridad de la Iglesia para dar por solucionadas cuestiones que son básicamente científicas, cuestiones no sobre la doctrina sino sobre los autores, la datación y el tipo de su composición. La fe y la moral constituyen el área restringida en la que actúa el Espíritu santo como guía de la Iglesia.
La opinión de que los evangelistas no fueron testigos oculares directos del ministerio público de Jesús se vería apoyada aproximadamente por un 95% de los biblistas contemporáneos. El decreto de la Pontificia Comisión Bíblica de 1964 (cf. pregunta 40) no se refirió directamente a la identidad de los evangelistas si bien los describió muy claramente como distintos de los que predicaron en la segunda etapa y así crearon implícitamente una distinción entre evangelistas y predicadores, algunos de los cuales habían sido compañeros de Jesús. Sin embargo, debo advertirle que la Iglesia ha continuado y con toda probabilidad continuará utilizando la antigua denominación de «apóstoles y varones apostólicos» para designar a los autores de los evangelios, pero no para enseñar que fueron testigos oculares sino para recalcar la conexión entre sus obras y el testimonio apostólico.
Permítame añadir que los títulos que leemos en el nuevo testamento, por ejemplo, «Evangelio según san Mateo» (y nótese que en los textos más antiguos se lee «según» no «de»), son el resultado de los estudios de finales del siglo II que intentaban identificar a los autores de las obras que carecían de identificación. Ninguno de los evangelistas se identificó en su obra. Lo más cercano que encontramos al respecto en los evangelios se encuentra en el cuarto evangelio en donde se lee que un testigo ocular, «el discípulo a quien Jesús amaba», fue la fuente de lo que aparece en ese evangelio (Jn 21, 24), y sin embargo, en ese mismo evangelio jamás se identifica al discípulo a quien amaba Jesús. Si en el siglo I se hubiera planteado la pregunta: «¿De quién es este evangelio?», la respuesta sería parecida a lo encontramos en lo que aparece escrito al iniciarse el evangelio que actualmente conocemos como evangelio según Marcos. Ese evangelista escribió: «Principio del evangelio de Jesucristo».
Yo respondería a esa pregunta con cierta cautela. Las tres etapas del desarrollo que culminaron en los evangelios escritos de las que ya he hablado (pregunta 40) llevaron a la redacción de unos libros que Dios, en su providencia, destinaba a la orientación de los cristianos de todos los tiempos y que tenemos como libros inspirados. Una vez redactados esos libros de las Escrituras, representaban una etapa definitiva de la tradición de Jesús, es decir, definitiva en el sentido de que todas las generaciones posteriores se servirían de ellos como la clave de lo que Jesús dijo e hizo, y por lo tanto, en el sentido de que estos libros constituyen la norma de la fe cristiana. No hay duda de que cada generación de cristianos debe proseguir ese proceso de traducir, adaptar y mantener vivo el mensaje de Jesús para los nuevos tiempos. Pero lo hacemos meditando sobre los evangelios escritos o sobre el nuevo testamento (o sobre la Biblia); no redactamos unas nuevas Escrituras. Claro que escribimos nuevos libros (al igual que la Iglesia hace nuevas declaraciones) incorporando las interpretaciones actuales de Jesús a la luz de nuevas preguntas; pero ninguno de ellos adquirirá el mismo nivel que los evangelios del siglo I. No se tendrán como inspirados por Dios del mismo modo que las Escrituras. Hoy en día, se está elaborando un proceso similar de pensamiento, reflexión y desarrollo, pero este proceso posterior a los evangelios viene determinado por los evangelios propiamente tales como única norma y guía.
No obstante, su pregunta incluye también algunas de las implicaciones de nuestra interpretación actual de los evangelios. Es interesante reflexionar sobre las dos interpretaciones de los evangelios que he contrastado, y qué tipo de cristianos podrían crear. En una interpretación biográfica según la cual los evangelios transmiten palabra por palabra todo lo que Jesús hizo y dijo, de manera que no se ha producido ningún cambio desde su tiempo hasta el de los evangelistas, la función clara (y única) en la predicación y proclamación es la de preservar: tomar lo que Jesús dijo e hizo y repetirlo, sin añadir ni quitar nada, sin modificaciones periódicas. En la interpretación que he subrayado, en la que se da un desarrollo, una modificación, una selección, etc., entonces cada etapa presta su propia contribución. Los cristianos que comprendan esto verán que deben contribuir en su época a la proclamación, a la comprensión y al desarrollo del mensaje sobre Jesús (pero ahora dependiendo de los evangelios escritos, como ya he dicho). Por tanto, estas dos interpretaciones crean distintos modelos de cristianismo: el uno es de simple e inmutable conservación; el otro, de constante progreso y adaptación al mismo tiempo que conserva. Quienes estén bajo la influencia del primer modelo se verán enormemente amenazados por el cambio, puesto que podría interferir desastrosamente en la conservación y alterar la manera de entender la tradición. Quienes estén bajo la influencia del segundo modelo es muy probable que vean en el cambio nuevas oportunidades para la interpretación y comprensión del mensaje de Jesús y de sus implicaciones.
Me parece obvio que esta última interpretación es la más fiel a las tremendas innovaciones que el mismo Jesús llevaba a cabo. Me gusta contar la siguiente anécdota que ocurrió en una visita que realicé a una diócesis en la que se dedicaba todo un año a la evangelización, la enseñanza y otros aspectos relacionados con la transmisión del mensaje cristiano. Para plasmarlo gráficamente habían diseñado una pancarta que reflejaba su intención. Recuerdo que se veían dos manos que bajaban de las nubes y dos manos de un hombre que se elevaban desde la tierra hacia lo alto, y en la inscripción se leía: «Transmite lo que has recibido». Me preguntaron que qué opinaba de la pancarta y respondí que era preciosa, pero que me hubiera gustado que a su lado hubieran puesto otra con esta inscripción: Pero antes de que lo transmitas aporta tu propia contribución. Debería recalcarse la necesidad de que cada generación aporte su contribución para una mejor comprensión de Jesús. Una de las parábolas de Jesús hablaba de un hombre que se sentía muy feliz de transmitir lo que había recibido; metió en un pañuelo todo el dinero que su amo le había dado y lo escondió bajo tierra para que nada se perdiera. El juicio que mereció ese hombre es bien conocido; se le consideró un siervo inútil por no haber añadido nada a lo recibido. Las adiciones y el desarrollo de la tradición de Jesús en las etapas de formación de los evangelios me parece que vienen a ser una parábola del deber esencial del cristiano de proclamar a Jesús.
No. Yo insistiría en que son históricos en el sentido de que surgen y contienen básicamente la tradición de lo que Jesús hizo y dijo durante su vida. Sin embargo, no se trata de narraciones literales de lo que hizo y dijo, aunque sean históricos. No son informaciones como las que, hoy en día, nos proporciona una grabación, o los periodistas que toman notas y las transcriben para su publicación al día siguiente.
Resulta interesante que fue precisamente bajo el título de «la verdad histórica de los evangelios» como la Pontificia Comisión Bíblica presentó su enfoque de 1964. Al final de su exposición de las tres etapas del desarrollo (pregunta 40), la Comisión hacía un comentario sobre la relación entre historia y tradición en desarrollo, indicando que la veracidad del relato no se ve afectada por el hecho de que los evangelistas relaten las palabras y los hechos del Señor con un orden distinto y no expresen sus palabras literalmente, aun cuando conserven el sentido de las mismas. La razón por la que la verdad no se ve afectada es porque la doctrina y la vida de Jesús no se contaron simplemente para que fueran recordadas sino para que fueran predicadas a fin de ofrecer a la Iglesia una base para la puesta en práctica de la fe y de la moral. Permítanme que resuma todo lo que he dicho hasta aquí: Esta proclamación del material del evangelio que fluye del ministerio de Jesús no tiene una intención biográfica ni pretende una conservación literal; tiene como meta su adaptación a las necesidades de quienes están oyéndolo, y es así y dentro de ese encuadre, como puede llamarse histórico.