...En cuanto a las aplicaciones técnicas, si la ciencia griega no produjo muchas no fue por ser incapaz de ello, sino porque los sabios griegos no las querían. Aquellas gentes, visiblemente muy atrasadas respecto de nosotros, como corresponde a hombres de hace veinticinco siglos, temían las consecuencias de invenciones técnicas susceptibles de ser utilizadas por tiranos y conquistadores. Así, en vez de entregar al público el mayor número posible de descubrimientos técnicos y de venderlos al mejor postor, conservaban rigurosamente en secreto las que conseguían para divertirse; y verosímilmente seguían siendo pobres.
Arquímedes puso una vez en práctica su saber técnico para defender a su patria. Pero lo puso en práctica él mismo, sin revelar a nadie secreto alguno. El relato de las maravillas que supo realizar es todavía hoy en gran parte incomprensible. Y tuvo tanto éxito que los romanos sólo lograron entrar en Siracusa mediante una semi-traición.
Pues bien: esta ciencia, tan científica o más que la nuestra, no era nada materialista. Es más: no era un estudio profano. Los griegos la consideraban como un saber religioso.
Los romanos mataron a Arquímedes. Poco después mataron a Grecia como los alemanes habrían matado a Francia de no ser por Inglaterra. La ciencia griega desapareció por completo. En la civilización romana no quedó nada de ella. Si su memoria llegó a la Edad Media fue por el llamado pensamiento gnóstico, en ambientes iniciáticos. Pero incluso en este caso parece claro que sólo hubo conservación, y no continuación creadora, salvo tal vez en lo que respecta a la alquimia, de la que se sabe muy poco.
Sea como fuere, en el ámbito público la ciencia griega sólo resucitó a principios del siglo XVI (salvo error de fecha) en Italia y en Francia. En seguida cobró un prodigioso impulso e invadió toda la vida de Europa.
Hoy la casi totalidad de nuestras ideas, de nuestras costumbres, de nuestras reacciones y de nuestro comportamiento lleva la marca impresa por su espíritu o por sus aplicaciones.
Esto es más particularmente cierto en lo que respecta a los intelectuales, incluso los que no son de los llamados «científicos», y más aún de los obreros, que pasan toda su vida en un universo artificial constituido por las aplicaciones de la ciencia.
Sin embargo, como en algunos cuentos, esta ciencia que había despertado tras un letargo de casi dos mil años ya no era la misma. Había cambiado. Era otra distinta, absolutamente incompatible con todo espíritu religioso.
Por eso la religión sólo es hoy cosa del domingo por la mañana. El resto de la semana está dominado por el espíritu científico.
Los no creyentes, que le entregan la semana entera, tienen un triunfal sentimiento de unidad interior. Pero se engañan, pues su moral está tan en contradicción con la ciencia como la religión de los demás.
Hitler lo ha comprendido claramente. Y lo muestra, además, a muchas gentes, en cualquier parte donde se advierte la presencia o la amenaza de las SS, e incluso más lejos. Hoy casi únicamente la adhesión sin reservas a un sistema totalitario -pardo, rojo o de otro color- puede proporcionar una ilusión sólida, por decirlo así, de unidad interior. Por ello constituye una tentación tan fuerte para tantas almas en zozobra.
Entre los cristianos, la absoluta incompatibilidad entre el espíritu religioso y el espíritu científico, los cuales obtienen ambos adhesión, infunde permanentemente en el alma un malestar sordo e inconfesado. Puede ser casi inadvertido; se percibe más o menos según los casos, y, naturalmente, es casi siempre inconfesado. Impide la cohesión interior. Se opone a que la luz cristiana impregne todos los pensamientos.
Como consecuencia indirecta de su presencia continua, los cristianos más fervientes emiten cada hora de su vida juicios y opiniones en los que aplican sin darse cuenta criterios contrarios al espíritu del cristianismo. Pero la más funesta consecuencia de este malestar es que hace imposible que se ejerza en su plenitud la virtud de la probidad intelectual.
El fenómeno moderno de la irreligiosidad del pueblo se explica casi enteramente por la incompatibilidad entre la ciencia y la religión. Se ha desarrollado cuando se empezó a instalar al pueblo de las ciudades en un universo artificial, cristalización de la ciencia. En Rusia la transformación se ha visto apresurada por una propaganda que para desarraigar la fe se apoyaba casi enteramente en el espíritu de la ciencia y de la técnica. Y en todas partes, una vez que la población de las ciudades se ha vuelto irreligiosa, la población del campo, influenciable por su complejo de inferioridad respecto de las ciudades, la ha seguido, aunque en grado menor.
Como consecuencia del abandono de las iglesias por el pueblo la religión quedó situada automáticamente "a la derecha"; se convirtió en algo burgués, en cosa de bienpensantes. Pues una religión instituida está obligada a apoyarse en quienes acuden a la iglesia. No puede apoyarse en los que se quedan fuera.
Cierto es que desde antes de esta deserción el servilismo del clero respecto de los poderes temporales la hizo cometer faltas graves. Pero sin esta deserción se hubiera podido repararlas. Aunque en parte la provocaron, esa parte fue menor.
Lo que ha vaciado las iglesias ha sido casi únicamente la ciencia.
Si un sector de la burguesía se ha visto menos dificultado en su piedad que la clase obrera es en primer lugar porque tiene un contacto menos permanente y menos carnal con las aplicaciones de la ciencia. Pero sobre todo porque carece de fe. Quien no tiene fe no puede perderla.
Con algunas excepciones, la práctica de la religión ha sido para la burguesía una cuestión de conveniencia. La concepción científica del mundo no impide observar las conveniencias.
De modo que el cristianismo, de hecho, y con la excepción de algunos focos de luz, es una cuestión de conveniencia relativa a los intereses de quienes explotan al pueblo.
No es de extrañar entonces que desempeñe un papel muy mediocre, en estos momentos, contra la forma actual del mal.
Y ello tanto más cuanto que, incluso en los ambientes y en los corazones en los que la vida religiosa es más sincera e intensa, con harta frecuencia hay en su centro mismo un principio de impureza debido a una insuficiencia del espíritu de verdad. La existencia de la ciencia da mala conciencia a los cristianos. Pocos de ellos se atreven a estar convencidos de que, si partieran de cero y consideraran todos los problemas anulando sus preferencias, en el espíritu de un examen absolutamente imparcial, el dogma cristiano se les aparecería total y manifiestamente como la verdad.
Esta incertidumbre debería debilitar sus vínculos con la religión; no ocurre así, y es que la vida religiosa les proporciona algo que necesitan. Sienten más o menos confusamente que están vinculados a la religión por una necesidad. Pero la necesidad no es un vínculo legítimo del hombre a Dios. Como dijo Platón, hay gran distancia entre la naturaleza de la necesidad y la naturaleza del bien.
Dios se da al hombre gratuitamente y por añadidura, pero el hombre no debe desear recibirle. Debe entregarse totalmente, incondicionalmente, y por el motivo único de que tras haber errado de ilusión en ilusión en la búsqueda ininterrumpida del bien, está seguro de haber discernido la verdad volviéndose hacia Dios.
Dostoievski profirió la peor de las blasfemias cuando dijo: «Si Cristo no es la verdad, prefiero estar con Cristo lejos de la verdad». Cristo dijo: «Yo soy la verdad». También dijo que era pan, que era bebida; pero dijo: «Yo soy el verdadero pan, la verdadera bebida», es decir, el pan sólo de la verdad, la bebida sólo de la verdad.
Hay que desearle primero como verdad, y sólo a continuación como alimento.
Sin duda estas cosas se han olvidado por completo, pues se ha considerado cristiano a Bergson; Bergson creía ver en la energía de los místicos la forma acabada de ese impulso vital que convirtió en ídolo. Pero en el caso de los místicos y de los santos lo maravilloso no es que tengan más vida que los demás, o que tengan una vida más intensa, sino que en ellos la verdad se haya convertido en vida. En este mundo la vida, el impulso vital tan caro a Bergson, no es más que mentira, y sólo la muerte es verdadera. Pues la vida obliga a creer que se necesita creer para vivir; tal servidumbre se ha convertido en doctrina bajo el nombre de pragmatismo, y la filosofía de Bergson es una forma de pragmatismo.
Pero quienes pese a su carne y a su sangre han traspasado interiormente un límite equivalente a la muerte obtienen del más allá otra vida; una vida que en primer lugar no es vida: que en primer lugar es verdad.
Verdad vuelta vida. Verdadera como la muerte y viva como la vida. Una vida, como dicen los cuentos de Grimm, blanca como la nieve y roja como la sangre. La vida que es el aliento de la verdad, el Espíritu divino.
Ya Pascal cometió el crimen de falta de probidad en la búsqueda de Dios. Habiendo formado su inteligencia en la práctica de la ciencia, no se atrevió a esperar que si daba vía libre a esa inteligencia encontraría una certidumbre en el dogma cristiano. Y tampoco se atrevió a correr el riesgo de tener que prescindir del cristianismo. Emprendió una búsqueda intelectual decidiendo de antemano adónde debía llevarle. Para evitar cualquier riesgo de ir a parar a otro lado se sometió a una sugestión consciente y deseada. Tras de lo cual buscó pruebas.
En el ámbito de las probabilidades, de los indicios, percibió cosas muy fuertes. Pero en lo que se refiere a pruebas propiamente dichas, las que apuntó eran miserables: el argumento de la apuesta, las profecías, los milagros. Y lo que es más grave para él es que jamás alcanzó la certidumbre. Nunca obtuvo la fe, y ello porque trató de procurársela.
La mayoría de quienes acuden al cristianismo o que, habiendo nacido en su seno y sin haberlo abandonado nunca, se unen a un movimiento auténticamente sincero y ferviente, se ven empujados y mantenidos en ello por una necesidad del corazón. No podrían prescindir de la religión. O, al menos, no podrían prescindir de ella sin experimentar una especie de degradación. Pues para que el sentimiento religioso proceda del espíritu de verdad hay que estar totalmente dispuesto a abandonar la propia religión, aunque se perdiera por ello toda razón de vivir, en el caso de que fuera algo distinto de la verdad. De otra manera ni siquiera se puede plantear rigurosamente el problema.
Dios no puede ser para el corazón humano una razón de vivir como lo es el tesoro para el avaro.
Harpagon y Grandet amaban su tesoro; se habrían hecho matar por él; habrían muerto de desdicha por su causa; habrían realizado por él maravillas de valor y de energía.
Es posible amar a Dios así. Pero no se debe. O, más bien, sólo a determinada parte del alma le está permitida esta especie de amor, puesto que no es capaz de experimentar ninguna otra; pero debe quedar sometida y abandonada a la parte del alma que vale aún más.
Puede afirmarse sin temor a exagerar que hoy el espíritu de verdad está casi ausente de la vida religiosa.
Esto se echa de ver, entre otras cosas, por la naturaleza de los argumentos aportados en favor del cristianismo. Algunos de ellos son del tipo de la publicidad de las pastillas Pink. Así ocurre con Bergson y con todo lo que se inspira en él. La fe aparece en Bergson como una pastilla Pink de tipo superior, que proporciona un grado prodigioso de vitalidad.
Lo mismo ocurre con la argumentación histórica. Consiste en decir: «¡Vean qué mediocres eran los hombres antes de Cristo! Vino Cristo, y ya veis que los hombres, pese a sus debilidades, han sido luego en su conjunto algo bueno».
Esto es absolutamente contrario a la verdad. Pero, aunque fuera verdadero, en todo caso es llevar la apologética al nivel de los anuncios de especialidades farmacéuticas que muestran al enfermo antes y después. Eso es medir la eficacia de la Pasión de Cristo -que si no es ficticia es necesariamente infinita- según una consecuencia histórica, temporal y humana que, aunque fuera real -lo que no es el caso-, sería algo necesariamente finito.
El pragmatismo ha invadido y ensuciado la concepción misma de la fe.
Si el espíritu de verdad está casi ausente de la vida religiosa resultaría muy extraño que estuviera presente en la vida profana. Sería la vuelta del revés de una jerarquía eterna.
Pero no es así.
Los sabios exigen del público que conceda a la ciencia el respeto religioso que se debe a la verdad y el público les cree. Pero es un engaño. La ciencia no es un fruto del Espíritu de verdad, y esto resulta evidente en cuanto se pone un poco de atención.
Pues el esfuerzo de la investigación científica, tal como ha sido entendido desde el siglo XVI hasta nuestros días, no puede tener por móvil el amor a la verdad.
Hay para esto un criterio cuya aplicación es universal y segura; consiste, para apreciar una cosa cualquiera, en tratar de discernir la proporción de los bienes contenidos no en la cosa misma sino en los móviles del esfuerzo que la ha suscitado. Pues en la cosa misma habrá tanto bien como haya en el móvil y no más. Así lo garantiza la palabra de Cristo sobre los árboles y los frutos.
Cierto que únicamente Dios discierne los móviles en el secreto de los corazones. Pero la concepción que domina una actividad, que generalmente no es secreta, es compatible con determinados móviles y no con otros; hay algunos que quedan necesariamente excluidos por la naturaleza misma de las cosas.
Se trata pues de un análisis que conduce a apreciar el producto de una actividad humana particular por el examen de los móviles compatibles con la concepción que preside esa actividad.
De este análisis se desprende un método para el mejoramiento de los hombres -de los pueblos, de los individuos y de uno mismo para empezar- modificando las concepciones de modo que entren en juego los móviles más puros.
La certidumbre de que toda concepción incompatible con móviles auténticamente puros está a su vez contaminada por el error es el primero de los artículos de la fe. La fe es ante todo la certidumbre de que el bien es uno. Lo que constituye el pecado de politeísmo no es dejar que la imaginación juegue con Apolo y Diana, sino creer que hay varios bienes distintos e independientes entre sí, como la verdad, la belleza y la moralidad.
Al aplicar este método al análisis de la ciencia de los tres o cuatro últimos siglos obligado es admitir que el bello nombre de verdad está infinitamente por encima de ella. Los sabios, en el esfuerzo que aportan día tras día a lo largo de toda su vida, no pueden ser empujados por el deseo de poseer la verdad. Pues obtienen simplemente conocimientos, y los conocimientos no son por sí mismos objeto de deseo...