Preguntas 5-10: El canon de la Biblia
¿No es diferente el contenido de la Biblia para católicos y protestantes?
¿Llegaremos alguna vez a un acuerdo?
¿Qué son los evangelios apócrifos?
¿Cabe la posibilidad de que alguno llegue a ser incluido en el canon?
¿Qué valor tienen los apócrifos?
¿Qué influencia tuvieron en el catolicismo?
Por lo que hace referencia al nuevo testamento la Biblia católica y la protestante tienen el mismo número de libros (27), que aparecen en idéntico orden. (No ocurría así, por lo que al orden se refiere, en las primeras ediciones de la traducción que hizo Lutero del nuevo testamento; pero el cambio de Lutero en el orden de los libros ya no es más que una anécdota histórica). La diferencia se encuentra en el antiguo testamento. Resumiendo, los judíos y la mayoría de protestantes tienen un antiguo testamento de 39 libros y el de los católicos cuenta con 46. Digo resumiendo porque la postura de la Iglesia de Inglaterra o Iglesia episcopaliana no es unánime (y también se podría discutir si la Iglesia anglicana entra en el ámbito protestante). Sin embargo, muchas Iglesias protestantes jamás se han pronunciado oficialmente en cuanto al numero de libros del antiguo testamento. Otra ambigüedad es que la Iglesia ortodoxa y la oriental a veces han coincidido con el más amplio canon católico de los libros e incluso han llegado a proponer otro aún más extenso.
Pero resumiendo y hablando de la postura protestante y católica, los siete libros que figuran en el antiguo testamento católico y no en el protestante son aquellos que los católicos denominan déutero-canónicos y, como es sabido, son muy pocos. Los protestantes, a menudo, les llaman apócrifos. Son el libro de Tobías, el de Judit, el 1° y 2° de los Macabeos, la Sabiduría (de Salomón), el Sirácida (Eclesiástico) y Baruc (que incluye la Carta de Jeremías); y podrían añadirse, en buena parte, algunos fragmentos de Ester y Daniel. La problemática es bastante compleja, pero, en general, se puede decir que se trata de libros que han llegado hasta nosotros en griego, no en hebreo o arameo. (Algunos de ellos fueron escritos originalmente en hebreo o arameo —se han encontrado recientemente extensos fragmentos del Sirácida en hebreo— pero no han llegado hasta nosotros en esas lenguas). Los cristianos los conocieron a través de la traducción de los Setenta, que es una traducción griega llevada a cabo por judíos anteriores a Cristo, y que fue la Biblia aceptada generalmente por la Iglesia primitiva.
En su deseo por traducir de la lengua original, los reformadores fueron muy recelosos con estos libros, de los que no existía versión hebrea o aramea, y en su mayor parte los rechazaron. La problemática se complicó mucho más debido a que los teólogos católicos recurrían precisamente a esos libros para defender algunas doctrinas rechazadas por los reformadores. Por ejemplo, la plegaria de Judas Macabeo y sus hombres en 2 Mac 12, 42-46 pidiendo que los pecados de los soldados muertos fuesen perdonados a la luz de la resurrección de los muertos se interpretaba como una defensa del purgatorio. Una respuesta de la Reforma fue no considerar ese Libro como sagrada Escritura.
No creo que en un futuro cercano algún organismo protestante vaya a hacer una declaración oficial aceptando los siete libros discutidos como Escritura canónica. A la mayoría de Iglesias protestantes les resultaría difícil ponerse de acuerdo sobre qué autoridad podría emitir tal declaración. Dado que la Iglesia católica viene considerando estos libros como sagrada Escritura desde el concilio de Trento no cabe posibilidad alguna de que se vaya a producir un cambio en la postura católica.
Pero tras dar esa mala noticia, permítanme dar la buena. Al igual que con muchas de las enconadas controversias del siglo XVI a menudo vamos encontrando la manera de evitar la confrontación directa para salvar el obstáculo. Muchas de las Biblias editadas por protestantes contienen ya esos siete libros (además de los capítulos de Ester y Daniel) con el título de apócrifos. Generalmente no aparecen mezclados con el resto de libros que todos consideran canónicos —como se hace en las Biblias católicas— sino que se publican como una sección entre los dos testamentos (que es lo mejor) o bien al final, tras el nuevo testamento.
Esta inclusión no equivale a su aceptación como Escritura canónica, aunque sí viene a ser el reconocimiento de dos hechos de carácter ecuménico. El primero es que los católicos leen ahora Biblias protestantes y desean lo que ellos consideran una Biblia completa. El segundo es que católicos y protestantes estudian juntos la Biblia, y que estos libros resultan sumamente importantes para la comprensión del judaísmo primitivo (el judaísmo que comenzó tras el exilio en Babilonia en el 587-539 a. C.) y del nuevo testamento. Se escribieron más cerca de la época de Jesús que muchos libros del antiguo testamento aceptados por todos y contienen ejemplos conceptuales y puntos de vista que él aceptó. (Por ejemplo, tanto los libros de los Macabeos como el libro de la Sabiduría testimonian la creencia en la vida después de la muerte). Así pues, estos libros son necesarios para el estudio de la sagrada Escritura. A medida que los lectores y estudiantes protestantes se familiarizan con los escritos deuterocanónicos, algunos de sus viejos recelos empiezan a desaparecer y dejan de ser contemplados como armas arrojadizas en manos del enemigo. Y a propósito, resulta interesante comprobar que junto a los salmos, el Sirácida (el Eclesiástico) fue el libro del que más se sirvieron los Padres de la Iglesia ya que en él hallaron una mina de enseñanza ética que les resultó útil para la formación cristiana.
Su pregunta me sirve para aclarar que la palabra «apócrifo» se emplea en doble sentido. En la terminología protestante se emplea para designar los siete libros deuterocanónicos del antiguo testamento, de los que he estado hablando hace unos instantes, aceptados por los católicos pero no por los protestantes como sagrada Escritura. (Vuelvo a repetirle que aquí sólo doy unas pinceladas al respecto). Pero este término se emplea más ampliamente para designar los libros judíos y cristianos que ni los católicos ni los protestantes consideran como sagrada Escritura. Los «apócrifos» incluyen libros judíos como el libro de Enoc, el libro de los Jubileos y el IV de Esdras que no fueron aceptados en el consenso general sobre las Escrituras canónicas que nosotros conocemos, si bien algunos de ellos fueron aceptados por la Iglesia de Etiopía. El término «apócrifo» se aplica también a obras cristianas, y entre ellas a los evangelios que no fueron incluidos en el canon. Algunos de ellos se han conservado desde los primeros tiempos. Recuerdo especialmente el protoevangelio de Santiago de gran importancia para la comprensión de la actitud cristiana con respecto a la infancia de Jesús. (Cf. más adelante las preguntas 10, 67, 68). Algunos de los evangelios apócrifos, aunque conocidos antiguamente, han estado perdidos y se han vuelto a descubrir en nuestro tiempo. Uno de los más famosos es un fragmento del evangelio de Pedro, que es un imaginativo relato de la pasión. Concretamente, a finales de la década de 1940, se descubrió en Egipto, en Nag Hammadi o Chenoboskion, una colección de escritos —en su mayor parte gnósticos— a los que popularmente, aunque de manera inexacta, se les dio el nombre de evangelios gnósticos. Entre ellos figura algún que otro evangelio, entre los que destaca el evangelio de Tomás.
Ahora tengo que contestar a su pregunta con otras preguntas. ¿De qué manera reconoce una Iglesia como sagrada Escritura un escrito en concreto? ¿hay en la Iglesia alguna autoridad que pueda hacerlo? ¿sobre qué principios? La misma constitución de muchas Iglesias protestantes haría imposible una declaración con autoridad suficiente para que una nueva obra fuera reconocida como sagrada Escritura. La Iglesia católica cuenta con una autoridad reconocida que podría tomar esa iniciativa, pero el criterio católico para el reconocimiento de la sagrada Escritura sería un impedimento. En el concilio de Trento la norma principal para el reconocimiento de la Escritura canónica fue el empleo prolongado y generalizado de esos libros en la Iglesia para su pública lectura. Por consiguiente, si se descubre un libro antiguo perdido, como podría ser, por ejemplo, una carta auténtica de Pablo, el mismo hecho de que se trate de un escrito jamás leído en la Iglesia implicaría su no aceptación canónica. Si entendemos por sagrada Escritura aquella colección de libros a cuya autoridad ha accedido someterse la Iglesia por haber reconocido en ellos la palabra inspirada de Dios, entonces no se ajustaría a este criterio el hallazgo ahora de un libro nunca leído anteriormente.
A veces los biblistas que se dedican a buscar cualquiera de las obras que hasta el momento se dan por perdidas, o a publicarlas, no se ven libres del sensacionalismo; y, por supuesto, aunque no colaboren con ella, la prensa disfruta con el sensacionalismo. Si se me permite generalizar, con una cierta dosis de cinismo, los lectores que no tienen interés en lograr a través de los evangelios canónicos un mayor conocimiento de Jesús, parecen embelesados ante cualquier nueva obra que venga a insinuar que ¡Jesús bajara de la cruz, se casara con María Magdalena, y se fuera a la India a vivir tranquilamente!
Permítanme ofrecerles toda una serie de juicios míos acerca de los evangelios apócrifos recientemente descubiertos. (Se trata de juicios sólidos y sospecho que algunos los considerarán rígidos, pero creo que se pueden defender). Ninguno de los evangelios apócrifos recientemente descubiertos nos cuenta ni un solo hecho biográfico, histórico sobre la vida de Jesús que no conozcamos ya previamente. De vez en cuando, un evangelio descubierto en fecha reciente (especialmente el evangelio de Tomás) puede ofrecernos una formulación de un dicho de Jesús anterior a la que se nos ha conservado en los evangelios canónicos. Rarísimas veces, un evangelio descubierto recientemente puede darnos una frase auténtica de Jesús que no estuviera ya presente en los evangelios canónicos. La idea de que los evangelios recientemente descubiertos nos cuentan cómo eran o qué pensaban los primeros cristianos (30-70 d. C.), y que, por el contrario, los evangelios canónicos representan una versión altamente censurada y patriarcal del cristianismo, en la que queda suprimida la libertad de los primeros movimientos cristianos, es una distorsión. Lo que sí nos cuentan los evangelios apócrifos es cómo pensaban de Jesús los cristianos del siglo II (e incluso posteriores), cómo rellenaban imaginativamente aquellos detalles de su vida sobre los cuales los evangelios canónicos habían dejado lagunas, y cómo lo convertían en el portavoz de su propia teología. Algunos de estos evangelios lo hacen de una manera que los Padres de la Iglesia consideraron ortodoxa; otros lo hacen de una manera que ellos consideraron herética. Así pues, y para contestar a su pregunta sobre si los evangelios apócrifos recientemente descubiertos tienen valor, yo diría que sí —tienen valor porque nos ayudan a comprender los polifacéticos grupos cristianos de los siglos II, III y IV—. Carecen prácticamente de valor por lo que se refiere a la transmisión de datos históricos sobre Jesús o sobre el cristianismo con anterioridad a las muertes de Pedro y Pablo en la década de los 60.
Tal vez usted recuerde que, cuando empecé a responder a la pregunta sobre los apócrifos del nuevo testamento (cf. pregunta 7), hice una distinción entre aquellos conocidos y copiados en los primeros tiempos y las obras gnósticas recientemente descubiertas. En el primer grupo mencioné el protoevangelio de Santiago que data aproximadamente de mediados del siglo II, del que se hicieron copias y se empleó en la Iglesia a través de los siglos. Aquella obra ejerció una gran influencia en la representación cristiana de María, ya que nos cuenta imaginativamente su vida con anterioridad al anuncio que recibió de Gabriel. De ella proceden los nombres de los padres de María, Joaquín y Ana. De ella procede igualmente el relato de la presentación de María en el templo a temprana edad; una presentación que ha pasado a ser una festividad de la Iglesia católica y que han pintado un gran número de artistas cuyos cuadros cuelgan en las galerías de arte del mundo entero. De ella también procede la imagen de un José anciano, portando un lirio, porque se dice que su báculo floreció como una señal de que él habría de ser escogido como esposo de María.
La presentación de María en el templo nos invita a reflexionar seriamente sobre el valor de un evangelio apócrifo tan popular. Ciertamente una niña como María no hubiera sido presentada al sumo sacerdote para vivir en el recinto del templo hasta alcanzar la pubertad, aunque así lo indique el protoevangelio. Con todo, se trata resaltar de una manera imaginativa y coloquial una verdad ya implícita en el evangelio canónico de Lucas. El ángel Gabriel habla con María (Lc 1, 28.30) y le dice que ha sido «favorecida» por Dios (con un tiempo verbal pasado). María habla de sí misma como la sierva del Señor (1, 38.48). Dado que la concepción del Hijo de Dios en la anunciación fue la gracia o favor principal que Dios hizo a María, tal gracia o favor se dirigía a alguien que ya había sido sujeto del favor de Dios. ¿Por qué? Porque ella misma ya se había sometido a Dios como su sierva o servidora. La anunciación no fue la primera vez en su vida que María dijera, al menos en su corazón, «He aquí la sierva del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). El protoevangelio lo dramatiza al mostrarnos a María ofrecida y consagrada a Dios desde su más tierna infancia. Esta dramatización se iba a entender a nivel popular bastante más eficazmente que una discusión teológica sobre las implicaciones que podrían derivarse del empleo de una forma verbal en pasado del verbo griego que significaba «favorecer».