Suma teológica - Parte II-IIae - Cuestión 164
La pena del primer pecado
Nos toca ahora tratar de la pena del primer pecado.

Sobre este punto se plantean dos problemas:

  1. De la muerte, que es la pena común.
  2. De otras penas particulares que se narran en el Génesis.
Artículo 1: ¿Es la muerte la pena del pecado de los primeros padres? lat
Objeciones por las que parece que la muerte no es la pena del pecado de los primeros padres.
1. Lo que es natural al hombre no puede decirse que sea pena de pecado, ya que éste no perfecciona la naturaleza, sino que la vicia. Ahora bien: la muerte es natural al hombre, puesto que su cuerpo se compone de elementos contrarios y, además, mortal es uno de los términos con que se define al hombre. Luego la muerte no es pena del pecado de los primeros padres.
2. La muerte, como otros defectos, se da tanto en el hombre como en los demás animales, según se dice en Ecl 3,19: Una misma es la muerte del hombre y de los animales, y una misma la condición. Ahora bien: la muerte en los animales no es pena de pecado. Por tanto, tampoco lo es en los hombres.
3. El pecado de los primeros padres fue el de unas personas concretas. Sin embargo, la muerte acompaña a toda la naturaleza humana. Luego no parece que sea castigo por el pecado de los primeros padres.
4. Y además: todos, por igual, proceden de los primeros padres. Luego si la muerte fuera pena de su primer pecado, se seguiría que todos los hombres deberían padecer la muerte en iguales circunstancias, lo cual es claramente falso, ya que unos mueren antes que otros y unos con más dolor que otros. Por tanto, la muerte no es la pena del primer pecado.
5. El mal de pena procede de Dios, como ya vimos (q.19 a.1 ad 3; 1 q.48 a.6; q.49 a.1). Pero la muerte no parece venir de Dios, pues se dice en Sab 1,13 que Dios no hizo la muerte. Luego ésta no es pena al primer pecado.
6. Más incluso: parece que las penas no son meritorias, ya que el mérito pertenece al género de bondad, mientras que la pena es mala. Ahora bien: la muerte es a veces meritoria, como aparece claramente en la muerte de los mártires. Por consiguiente, parece que la muerte no es una pena.
7. Más todavía: parece que la pena es aflictiva. Pero parece que la muerte no puede serlo, porque, cuando llega, el hombre no la siente, y cuando no llega, no se puede sentir. Luego no es pena de pecado.
8. Si la muerte fuera pena de pecado, hubiera tenido lugar inmediatamente después de éste. Pero eso no es cierto, porque los primeros padres vivieron mucho tiempo después del pecado, como se dice en Gén 4,25; 5,4-5. Por tanto, no parece que la muerte sea pena de pecado.
Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Rom 5,12: Por un hombre entró el pecado en este mundo y, con el pecado, la muerte.
Respondo: Si alguien, por su culpa, se ve privado de algún favor que se le ha hecho, la carencia de ese beneficio es una pena a su culpa. Ahora bien: como dijimos en la Primera Parte (q.95 a.1; q.97 a.1), al hombre, en su estado primitivo, se le concedió, por parte de Dios, el privilegio según el cual, mientras su mente estuviera sujeta a Dios, las potencias inferiores de su alma estarían sujetas a su mente racional y el cuerpo al alma. Pero, una vez que la mente humana, por el pecado, se apartó de la sujeción a Dios, la consecuencia fue que ni las fuerzas inferiores se sometieron totalmente a la razón, de lo cual se derivó una rebelión carnal tan grande del apetito contra la razón, ni tampoco el cuerpo quedó totalmente sujeto al alma, de donde se derivan la muerte y otros defectos corporales. En efecto, la vida y la integridad del cuerpo consiste en que esté sujeto al alma, como lo perfectible a la perfección. De ahí que, por el contrario, la muerte, la enfermedad y todos los otros defectos del cuerpo estén relacionados con la falta de sujeción del cuerpo al alma. Por eso es claro que, así como la rebelión del apetito carnal es un castigo al pecado de los primeros padres, también lo son la muerte y todos los males corporales.
A las objeciones:
1. Es natural lo que está causado por los principios de la naturaleza. Y los principios naturales esenciales son la forma y la materia. La forma del hombre es el alma racional, la cual es esencialmente inmortal. Por tanto, la muerte no es natural al hombre por razón de su forma. En cuanto a la materia del hombre, es su cuerpo, que está compuesto de elementos contrarios entre sí, de lo cual se sigue el que sea naturalmente corruptible. Bajo este aspecto, la muerte es natural al hombre. Pero esta condición del cuerpo del hombre se sigue necesariamente de la materia, ya que era necesario que el cuerpo humano fuera un órgano del tacto y, por consiguiente, medio entre los elementos táctiles, lo cual no era posible a no ser que el cuerpo se compusiera de elementos opuestos, como dice claramente el Filósofo en II De Anima. No es, en cambio, condición para que el cuerpo se adapte al alma, porque, si fuera posible, dado que la forma era incorruptible, sería más conveniente que fuera también materia. Del mismo modo, hace falta que la sierra sea de hierro, por razón de su forma y acción, para que su dureza la haga apta para cortar. Pero el que sea oxidable se sigue necesariamente de esa materia, y no depende de la elección del agente: si el fabricante pudiera, haría la sierra de una materia inoxidable. De modo semejante, Dios, creador de los hombres, es omnipotente, y por su benevolencia anuló en el hombre, en el estado primitivo, la necesidad de morir, que era consecuencia de esa materia. Este privilegio, sin embargo, fue suprimido como consecuencia del pecado de los primeros padres. Así, pues, la muerte es natural por el estado de la materia y es un castigo por la pérdida del favor divino que preservaba de la muerte.
2. La semejanza entre el hombre y los demás animales se considera en cuanto a la condición de la materia, es decir, en cuanto que el cuerpo está compuesto de elementos opuestos, no por la forma, puesto que el alma humana es inmortal, mientras que no lo es la de los animales.
3. Los primeros padres fueron designados por Dios no sólo como personas particulares, sino como principios de toda la naturaleza humana, que debía transmitirse a sus descendientes con el privilegio divino de exención de la muerte. Por eso, a causa de su pecado, toda la naturaleza humana pasó a los descendientes sin ese privilegio y sujeta a la muerte.
4. Un defecto puede ser consecuencia del pecado de dos modos. En primer lugar, como pena señalada por el juez, en cuyo caso tal defecto ha de ser igual en todos aquellos en quienes el pecado es el mismo. Hay otro defecto que se sigue accidentalmente de la pena al mismo, como el que alguien, que se ha quedado ciego por su culpa, se caiga en el camino. Tal defecto no es proporcionado a la culpa ni es tenido en cuenta por el juez, porque no puede juzgar sobre acontecimientos casuales.

Así, pues, la pena impuesta por el primer pecado, proporcional a él, fue el retirar el favor divino por el cual se conservaban la rectitud y la integridad de la naturaleza humana. Y defectos que acompañaron a la desaparición de ese privilegio son la muerte y otras penalidades de la vida presente. Por ello no es necesario que estas penas sean iguales en aquellos a los que incluye por igual el primer pecado.

Pero, puesto que Dios conoce los acontecimientos futuros, por voluntad de la divina Providencia las penalidades se dan de diversos modos en las distintas personas: no por méritos anteriores a esta vida, como dijo Orígenes, pues esto va contra lo que se dice en Rom 9,11, sin haber hecho todavía nada bueno ni malo, y va también contra lo que dijimos en la Primera Parte (q.90 a.4; q.118 a.3), que el alma fue creada antes que el cuerpo, sino como castigo a los padres posteriores, en cuanto que el hijo es algo del padre, por lo cual los padres son frecuentemente castigados en sus hijos, o también para la salvación de aquel que está sujeto a tales penalidades, es decir, para que se aparte del pecado o para que no se ensoberbezca de las virtudes y sea coronado por la paciencia.

5. Podemos considerar la muerte bajo un doble aspecto. Primeramente, en cuanto que es un mal de la naturaleza humana. En este sentido no proviene de Dios, sino que es un defecto procedente de la culpa del hombre. En segundo lugar, podemos considerarla en cuanto que tiene algo de bueno, es decir, en cuanto que es una pena justa. En este sentido, sí procede de Dios. Por eso dice San Agustín, en sus Retract., que Dios no es autor de la muerte sino en cuanto que ésta es un castigo.
6. Como afirma San Agustín en XIII De Civ. Dei, del mismo modo que los injustos hacen mal uso no sólo de las cosas malas, sino también de las buenas, así los justos hacen buen uso no sólo de las buenas, sino también de las malas. De aquí que los malos hagan mal uso de la ley, aunque ésta es una cosa buena, y los buenos mueran bien, aunque la muerte es un mal. Por tanto, la muerte es meritoria para los justos porque mueren bien.
7. Puede considerarse la muerte bajo un doble aspecto. En primer lugar, como privación de la vida. Tomada así, no se puede sentir, puesto que es privación de los sentidos y de la vida. Por ello no es pena de sentido, sino de daño.

En segundo lugar puede considerarse la muerte en cuanto que designa la corrupción que termina en la privación ya dicha. Y de la corrupción, al igual que de la generación, podemos hablar en un doble sentido. Primeramente, como término de alteración, y así, en el mismo instante en que el hombre es privado de la vida, decimos que viene la muerte. También, en este sentido, es la muerte pena de sentido. En segundo lugar, puede considerarse la corrupción como equivalente a la alteración que la precede, del mismo modo que hablamos de generación cuando ésta ya se aproxima. En este sentido, la muerte puede ser aflictiva.

8. Como afirma San Agustín en su obra Super Gen. ad litt., aunque los primeros padres vivieron, empezaron a morir el mismo día en que recibieron la ley de la muerte, con la que envejecieron.
Artículo 2: ¿Están bien determinadas en la Sagrada Escritura las penas de los primeros padres? lat
Objeciones por las que parece que no están bien señaladas en la Sagrada Escritura las penas particulares de los primeros padres.
1. No debe señalarse como pena de pecado algo que existiría también sin él. Pero el dolor al dar a luz parece que se daría igualmente sin el pecado, puesto que la disposición del sexo femenino requiere que la prole no pueda nacer sin el dolor de la madre. Del mismo modo, la sujeción de la mujer al marido se sigue de la perfección del sexo viril y la imperfección del sexo femenino. En cuanto al nacimiento de espinas y abrojos, es algo natural a la tierra, que también se hubiera dado sin el pecado. Por tanto, estos inconvenientes no son castigo al primer pecado.
2. No parece que sea castigo de uno lo que pertenece a su dignidad. Ahora bien: la multiplicación de la maternidad es algo inherente a la dignidad de la mujer. Luego no debe considerarse como castigo contra la mujer.
3. La pena del pecado de los primeros padres se deriva a todos, como dijimos de la muerte (a.1 ad 3). Pero no se multiplica la maternidad de todas las mujeres ni todos los hombres comen con el sudor de su frente. Luego no parece que estas cosas sean castigo al primer pecado.
4. El lugar del paraíso había sido hecho para el hombre. Pero en el orden natural no debe haber nada sin finalidad. Luego no parece que fuera un castigo adecuado el ser echado del paraíso.
5. Se dice que el lugar del paraíso terrenal era inaccesible. Luego fue inútil poner otros obstáculos para impedir que el hombre volviera a él: querubines, espadas de fuego... (Gén 3,24).
6. Más incluso: el hombre sintió la necesidad de morir inmediatamente después de pecar, siendo imposible su restauración ni siquiera por el árbol de la vida. Por ello parece inútil el prohibirles el uso del mismo, como aparece en Gén 3,22: Cuidado, no vaya a comer del árbol de la vida y viva eternamente.
7.. Más todavía: insultar a un pobre parece poco acorde con la misericordia y la clemencia, que se atribuye a Dios de un modo especial en la Escritura, según aparece en el salmo 144,9: Su misericordia supera a todas sus obras. Luego parece inapropiado decir que Dios insultó a los primeros padres, ya reducidos a la miseria por el pecado, cuando dice (Gén 3,22): Mirad a Adán como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal.
8. El vestido y el alimento son necesarios al hombre, según aparece en 1 Tim 6,8: En teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos, estemos con esto contentos. Luego, al igual que se dio alimento a los primeros padres antes del pecado, debió dárseles también ropa. Por tanto, no parece correcto el hecho de que, después del pecado, Dios les fabricó túnicas de pieles (Gén 3,21).
9. La pena que se impone a uno por el pecado ha de ser mayor que la ventaja que ha obtenido del pecado; de lo contrario, nadie se arredraría ante el pecado. Pero los primeros padres, por el pecado, consiguieron que se abrieran sus ojos, como se dice en Gén 3,7, un bien superior a todos los males que les fueron impuestos. Luego no están bien determinadas las penas que siguieron al pecado de los primeros padres.
Contra esto: está el hecho de que tales penas fueron impuestas por Dios, el cual hace todas las cosas bien en número, peso y medida, como se dice en Sab 11,21.
Respondo: Como ya quedó expuesto antes (a.1), los primeros padres, por el pecado, quedaron privados del favor divino por el que se conservaba en ellos la integridad de la naturaleza humana, y que, una vez retirado, dio lugar a que la naturaleza humana quedara sujeta a diversos efectos penales. En primer lugar, la privación de todo lo inherente al primitivo estado de integridad, es decir, del paraíso terrenal, lo cual se indica en Gén 3,23: Dios los echó del paraíso del placer. Y puesto que no podría volver por sí mismo a aquel estado de inocencia primitiva, le opuso los impedimentos adecuados para que no volviera a las cosas que acompañaban a dicho estado. Por parte del alimento, para que no comieran del árbol de la vida; por parte del lugar, puso Dios delante del paraíso un querubín con una espada de fuego.

En segundo lugar, fueron castigados también con el hecho de aplicarles todas las características propias de la naturaleza privada de tan gran don divino, relativas tanto al cuerpo como al alma. En cuanto al cuerpo, al cual pertenece la diferencia de sexo, se le impuso un castigo a la mujer y otro al varón. A la mujer se le impuso la pena en dos aspectos que la unen al varón: generación de los hijos y los cuidados de la vida doméstica. En la generación de los hijos fue castigada de un doble modo. En primer lugar, en cuanto a las fatigas que tiene que soportar llevando la prole concebida (Gén 3,16): Multiplicaré tus amarguras y concepciones, y en cuanto al dolor que sufre al dar a luz: darás a luz con dolor. En la vida doméstica fue castigada mediante la sujeción al marido: estarás sometida al varón. Y del mismo modo que es propio de la mujer el someterse al marido en lo que se refiere a la vida doméstica, también el varón tiene que procurar lo necesario para la vida. En esto es castigado de tres modos. Primeramente, con la esterilidad de la tierra, al decírsele (Gén 3,17): Maldita sea la tierra en la que trabajas. En segundo lugar, mediante la intensidad del trabajo, sin el cual no saca fruto de la tierra (Gén 3,17): Comerás de tu trabajo todos los días de tu vida. Y en tercer lugar, en los obstáculos que encontrarán los que cultiven la tierra (Gén 3,18): Te dará espinas y abrojos.

También se señala su castigo por parte del alma. Primero con la confusión procedente de la rebelión de la carne contra el espíritu. Por eso dice (Gén 3,19): Se abrieron los ojos de ambos y vieron que estaban desnudos. En segundo lugar, con el remordimiento de la propia culpa (Gén 3,21): He aquí a Adán como uno de nosotros. Y en tercer lugar con la aprehensión de la muerte futura: Eres polvo y volverás al polvo. A lo cual se añade: Dios les hizo unas túnicas de piel, como signo de su mortalidad.

A las objeciones:
1. En el estado de inocencia el parto hubiera tenido lugar sin dolor, pues dice San Agustín en XIV De Civ: Dei: Al acercarse los días de dar a luz no aparecería el dolor, sino que, movidas por el feto, las visceras maternales se dilatarían, así como habían llegado a la concepción no por fuerza de la pasión, sino por un acuerdo voluntario.

En cuanto a la sujeción de la mujer al marido, ha de entenderse que le fue impuesta como pena, no en cuanto al gobierno, porque también sin pecado el varón hubiera sido cabeza de la mujer, sino en cuanto que ésta tiene que obedecer al varón en contra de su voluntad.

También la tierra hubiera dado espinas y abrojos si el hombre no hubiera pecado; pero como alimento para los animales y no como castigo para el hombre, porque del nacimiento de ellos no se hubiera originado ningún trabajo ni dolor para el hombre que la trabajara, como dice San Agustín en Super Gen. ad litt.. Alcuino dice que, antes del pecado, la tierra no daba espinas y abrojos. Pero es más aceptable la opinión de San Agustín.

2. La multiplicación de los hijos se toma como castigo para la mujer, no en cuanto a la misma procreación de los hijos, que hubiera existido también sin el pecado, sino por el cúmulo de aflicciones que se siguen, para la mujer, del hecho de llevar al feto concebido. Por eso se añade: Multiplicaré tus amarguras e hijos.
3. Esas penas se dan, en alguna medida, en todos, puesto que toda mujer que concibe debe padecer aflicciones y dar a luz con dolor, excepto la Bienaventurada Virgen, que concibió sin corrupción y parió sin dolor, dado que su concepción no siguió las leyes de la naturaleza derivada de los primeros padres. Y si alguna no concibe y pare, padece el defecto de la esterilidad, que es más aflictivo que las penas anteriores.

Es necesario, de igual modo, que todo el que trabaja la tierra coma el pan con el sudor de su frente. Y los que no se dedican al cultivo de la tierra, se ocupan en otros trabajos, puesto que el hombre nace para trabajar, según se dice en Job 5,7, y así comen el pan elaborado con el sudor de la frente de otros.

4. El lugar del paraíso terrenal, aunque no sirva al hombre para hacer uso de él, le sirve de enseñanza, al saber que fue privado de tal lugar por el pecado, y mediante las cosas que hay en él aprende lo que puede haber en el paraíso celestial, cuya entrada es preparada al hombre por Cristo.
5. Sin prejuzgar de los misterios de carácter espiritual, parece que ese lugar era inaccesible sobre todo por el ardor del sol en los lugares intermedios, dada la cercanía de éste. Ello se simboliza por la espada de fuego, que es giratoria para producir tal intensidad de calor. Y puesto que el movimiento de las criaturas está regido por los ángeles, como dice San Agustín en III De Trin., se añade a dicha espada un querubín, que vigilara el camino hacia el árbol de la vida. Por eso dice San Agustín en XI Super Gen. ad litt.: Hay que creer que esto se hizo por medio de las potestades celestes también en el paraíso visible, para que ejercieran una guardia permanente en orden a defender el paraíso con espadas de fuego.
6. Aunque el hombre hubiera comido del árbol de la vida después del pecado, no habría recuperado la inmortalidad; pero podría haber prolongado más su vida con aquel alimento. Por eso, en la expresión viva eternamente hay que entender eterno como duradero. Pero no convenía al hombre estar más tiempo en la miseria de esta vida.
7. Como afirma San Agustín en XI Super Gen. ad litt., las palabras de Dios significan no tanto un insulto contra los primeros padres como un toque de alerta contra nuestra soberbia, para que nos demos cuenta de que Adán no sólo no consiguió lo que buscaba, sino que perdió lo que poseía.
8. El vestido es necesario al hombre para la vida presente por dos motivos. Primeramente, para defenderse de los agentes externos, como son el calor y el frío. En segundo lugar, para cubrir la torpeza de los miembros en los que se manifiesta principalmente la rebelión de la carne contra el espíritu. Estos dos elementos no existían en el estado primitivo. En él, el cuerpo humano no podría sufrir lesión de ningún agente externo, como dijimos en la Primera Parte (q.97 a.2), ni tampoco había en el cuerpo humano ninguna torpeza corporal que le produjera rubor. Por eso se dice en Gén 2,25: Estaban desnudos Adán y su mujer y no sentían pudor.

En cuanto a la necesidad de alimento, es de otra naturaleza, porque éste es necesario para conservar el calor natural y para favorecer el aumento del cuerpo.

9. Como dice San Agustín en XI Super Gen. ad litt., no parece creíble que los primeros padres fueran creados con los ojos cerrados, sobre todo teniendo en cuenta que de la mujer se dice que vio el árbol, que parecía bello y bueno para comer. Por eso se abrieron los ojos de ambos para intuir y pensar sobre algo que no habían advertido antes, es decir, para sentir la mutua concupiscencia, que antes no habían experimentado.