Evelyn Waugh (inglés, 1903-1966)
Fragmento de "Elena" — Cap. 9
(Novela histórica sobre la vida de Santa Elena. El capítulo transcurre en Belén, entre los años 325 o 326. Elena, la vieja —y en la novela, britana vivaz, inteligente e inquieta— madre de Constantino, está en Tierra Santa, empeñada en encontrar las reliquias de la Cruz; se ha convertido al cristianismo no hace mucho, tras un camino difícil y tortuoso.

... Todo Jerusalén se dio cuenta del vigor de Elena. La anciana señora es incansable, decían. Pero la verdad es que estaba cansada. El invierno se había asentado. El convento, expuesto a los vientos, era húmedo y frío. No era así como ella había planeado su vejez cuando estaba en Dalmacia. Parecía que las preguntas se le habían acabado. Nadie la ayudaba.

Por Navidad no tuvo fuerzas para ir en procesión a Belén. Aquel día comulgó en la capilla del convento, permitió a las monjas que la mimaran y pasó la fiesta acurrucada cerca del fuego de leña que le hicieron en su cuarto.

Para la Epifanía recuperó fuerzas y la víspera partió para emprender en litera el accidentado camino de cinco millas hasta el templete de la Natividad. No había una gran muchedumbre de peregrinos. Macario y su gente celebraban la Epifanía en su propia iglesia. Sólo la recibió la pequeña comunidad de Belén y la llevó al cuarto que le habían preparado. Allí descansó dormitando hasta que una hora antes del amanecer la llamaron y la llevaron bajo las estrellas a un establo cueva donde le hicieron sitio en el lado de las mujeres de la pequeña y apretada congregación.

La baja cámara estaba llena de lámparas y el aire se había enrarecido. Unas argentinas campanadas anunciaron la llegada de tres monjes barbudos y revestidos que, como los reyes de otro tiempo, se postraron ante el altar. Entonces empezó la larga liturgia.

Elena sabía poco griego y sus pensamientos no estaban en las palabras ni en ninguna otra parte de la escena inmediata. Había olvidado incluso su propia búsqueda, y estaba como muerta para todo excepto el niño en pañales de hacía mucho tiempo, y los tres reyes magos que habían llegado de tan lejos para adorarlo.

«Éste es mi día -pensó- y ésta es mi gente.»

Tal vez percibía que su fama, como la de aquéllos, viviría en un histórico acto de devoción. Que también ella había emergido de una especie de outopia o reino innominado y se esfumaría como ellos en el fuego encendido en un cuarto de niños y entre libros ilustrados y juguetes.

« Ustedes, —les dijo a los reyes magos— igual que yo, tardaron en llegar... Los pastores, y hasta el ganado, llevaban ya mucho tiempo aquí y se habían unido al coro de ángeles mientras ustedes estaban en camino. Para ustedes se relajó la primordial disciplina de los cielos y brilló entre las desconcertadas estrellas una nueva luz desafiante...

¡Con cuánto trabajo marcharon, haciendo mediciones y cálculos, mientras los pastores corrían descalzos! ¡Qué aspecto más extraño tenían en el camino, atendidos por libreas de tierras extrañas, cargados con regalos absurdos!...

Al cabo llegaron al fin de la peregrinación y la gran estrella se detuvo. ¿Y qué hicieron? Se detuvieron para visitar al rey Herodes. En ese fatal intercambio de cumplidos empezó aquella guerra no terminada del populacho y de los magistrados contra el inocente...

A pesar de todo, llegaron, y no fueron rechazados. También ustedes encontraron sitio ante el pesebre. Los regalos no eran necesarios, pero fueron aceptados y dispuestos cuidadosamente, porque habían sido traídos con amor. En aquel nuevo orden de caridad que acababa de surgir a la vida, también para ustedes hubo un lugar. A los ojos de la sagrada familia, ustedes no fueron menos que el buey o el asno...

Ustedes son mis patronos especiales, y los patronos de todos los que llegan tarde, de todos los que han tenido que hacer un tedioso viaje para llegar a la verdad, de todos los confundidos con el conocimiento y la especulación, de todos los que a través de la cortesía comparten la culpa, de todos los que están en peligro a causa de sus propios talentos...

Recen por mí, primos míos, y por mi pobre hijo sobrecargado; que también él encuentre antes del fin sitio para arrodillarse en la paja. Recen por los grandes, para que no mueran del todo. Y recen por Lactancio, y Marcias, y los jóvenes poetas de Tréveris, y por las almas de mis salvajes y ciegos antecesores; y por su astuto adversario Ulises, y por el gran Longino... Por Él, que no rechazó los regalos extravangantes, recen siempre por los hombres cultos, retorcidos y frágiles. ¡Que no se les olvide del todo en el trono de Dios cuando los simples entren en su reino! »