(Ensayo de filosofía moral)
Conocí una cierta viuda, afligida de serlo, pero admirablemente vividora, y hasta filósofa, con la más honda filosofía de la viudez.
Faltábale el consuelo de los hijos, pues su
marido no se los había dejado, de manera que en ellos
se reprodujese. Pero, aunque sin hijos, no por eso
dejó de encontrar un muy elevado y muy sutil consuelo
a la aflicción de su temprana viudez.
Y digo
temprana, porque había enviudado a los veintisiete
años, aunque yo no la conocí sino cuando pasaba ya de
los sesenta y siete; esto es, cuarenta años después.
—Cuando ocurrió aquella inesperada desgracia —me decía—; cuando me vi de repente sin marido, de una manera trágica y a los dos años escasos de matrimonio, que fueron una continua luna de miel, creí morirme. Es más, aun deseé morirme, pedí a Dios la muerte, con toda la fuerza de mi alma, para ir a reunirme cuanto antes con mi adorado Demetrio, y si me dejo llevar del demonio, enemigo de la vida, me suicido.
—¿Y no se suicidó usted? —la pregunté.
—No, ya lo ve usted.
—Tiene usted razón; ya caigo —respondí.
—No me suicidé, y hasta encontré bien pronto un soberano consuelo a mi aflicción y un motivo de vivir.
—¡Ah, un motivo de vivir! —exclamé—. ¿Y para qué vive usted?
—Pues, vivo para encomendar a Dios el alma de mi Demetrio y aplicarle mis merecimientos por la gracia del Señor. Y así, cuantos más años viva, más servicios puedo rendir a su pobre alma. Porque ya sabrá usted que, una vez muertos, nada podemos hacer por nuestros muertos; hay que estar viva para hacer por ellos.
—¡Consoladora doctrina! —exclamé, sin poderme contener.
—Y, además —añadió la afligida viuda—, gozo un singular placer, cual es el de esperar el día en que vaya a reunirme con mi Demetrio. Esta esperanza es un verdadero deleite.
—Así lo creo, señora —contesté—. Esperar morirse y desearlo, y vivir gozándose en esa esperanza y ese deseo, ha de ser mucho mejor que morirse de una vez y de verdad. Porque una vez muerto, no le queda a uno, me parece, el goce de la esperanza de dejar esta vida miserable.
—Así parece —dijo pensativa, la larga viuda de Demetrio.
—Ya dijo, señora, el gran Leopardi, a quien usted conoce...
—Sí que conozco sus obras, en efecto, y me han consolado no poco...
—Ya dijo, pues, Leopardi, que el mejor día es el sábado y que no debe a uno importarle que no le llegue el domingo. Hay que vivir en víspera; cuanto más larga mejor.
—Además, amigo D. Miguel —me dijo la viuda—, yo me preparo para una buena muerte, para una muerte que me permita unirme de nuevo a mi difunto Demetrio, y toda preparación me parece poca y corta. Cuanto más larga mejor.
—Además, así —le contesté— se prolonga el deleite de la espera. Ya habrá usted observado, señora, qué cuando le dan un exquisito pastel a un niño, si éste es torpe y grosero se lo devora al momento y casi sin mascarlo, se lo traga; pero si es de gusto delicado, lo está contemplando largo rato haciéndole la rosca, inspeccionándolo y circunspeccionándolo ...
—¿Que distinción es ésa? —me preguntó.
Y yo, que había soltado esas dos palabras para que me preguntase por su distinción y cambiar así de tema, con objeto de hacer la conversación más amena y esperar más divertidamente a que se acabara, le dije:
—Cuando se inspecciona una cosa, señora, el sujeto inspeccionador se está quieto y hace dar vueltas al objeto inspeccionado, para poder verlo por sus caras todas; mientras que cuando se trata de un objeto al que no podemos voltearlo, hay que ir uno mismo, el sujeto, a su alrededor y circunspeccionarlo. Así, cabe inspeccionar un caballo o una manzana, pero a una torre o una montaña es menester circunspeccionarla.
—¡Es bonito!
—Muy bonito, señora. Y así, el niño juicioso inspecciona y circunspecciona el pastel, y, si es soberanamente juicioso, lo guarda y no se lo come.
—Así tengo yo una amiga, viuda como yo, aunque no tantos años —me dijo—, que guarda, hace más de treinta, en un armario, los dulces de la boda.
—Y hace bien, señora; hace muy bien. Y supongo que se hará enterrar con ellos, como no se los reserve para que con ellos se rompan las primeras muelas sus nietos. Estos dulces fósiles tienen un singular encanto.
—¡Ay, los dulces fósiles! —suspiró la viuda de Demetrio, añadiendo—: ¿Y de las amarguras fósiles, qué me dice usted, amigo D. Miguel?
—De esas le digo, señora —y al decir esto, mi voz tomó un acento profético y solemne—, que el supremo arte de la vida es el de divertirse con el dolor.
Y entonces, en última confidencia ya, me confió la viuda de Demetrio que había querido guardar en un lacrimatorio las lágrimas que a la muerte de su marido derramó, en la esperanza de que cristalizaran en perlas; pero se le habían evaporado, dejando un imperceptible sedimento, un invisible poso de sales.
—Esta es la sal de la tierra —le dije—, sal de lágrimas. Y si por ella no fuera, seríanos insípida y sosa la vida.
—Hay que pasarla a ratos... —empezó a decir la filosófica viuda.
Y yo la atajé diciendo:
—No; no, señora; algo más. Hay que aprender a divertirse con el dolor. Y vivir mucho, para poder gozar más tiempo de la dulce esperanza de la muerte. Ya dijo Galileo, señora, que "quien se despoja de la vida, prívase, al mismo punto, de poder lamentarse de esa o de otra pérdida".
—¡Profunda sentencia! —exclamó la filosófica
viuda, y volviendo su filosófica mirada al retrato de
su difunto marido, debió pensar que éste no había
envejecido, como ella, y que se encontrarían con
cuarenta años de diferencia; miróme luego, revoloteó
una sonrisa agridulce por su boca, a la vez que un
fruncimiento dulciagrio por su ceño, y, al
despedirse, me dijo:
—Vaya, voy a encomendar a Dios a
mi marido.
—Dios le dé salud y larga vida para encomendarlo —le dije, y me salí.
Si adoptaran la filosofía de esta viuda modelo todos los viudos y viudas que son, que han sido —esto de haber sido viudo tiene su misterio— y que serán, y lo mismo de una persona que de una idea, pronto se vería que eso que llaman por ahí pesimismo es lo más divertido que hay.
Recopilado en "De esto y de aquello", tomo IV.