Lo temporal tiene tres edades y, en consecuencia, propiamente nunca es con plenitud; en cambio, lo eterno es. Un objeto temporal puede tener muchas y diversas propiedades; en cierto sentido podemos afirmar que las tiene de una vez, en cuanto que es lo que es en estas propiedades determinadas. Pero lo que jamás tiene un objeto temporal es una reduplicación en sí mismo; de la misma manera que lo temporal desaparece con el tiempo, así tampoco es otra cosa que lo que meramente sea en sus propiedades. En cambio, cuando lo eterno se da en un hombre, ello se duplica de manera en éste, que siempre que persista en él se dará de doble modo, a saber: en la dirección hacia lo exterior y en la dirección de retorno a la propia interioridad, pero de tal suerte que ambas direcciones constituyan una misma y sola cosa, puesto que, en otro caso, no habría reduplicación. Lo eterno no es meramente en sus propiedades, sino que es sí mismo en sus propiedades; ni tampoco tiene solamente propiedades, sino que es sí mismo en tanto que las tiene.
Lo mismo que con lo eterno acontece con el amor. El amor es lo que hace y hace lo que es. En el mismísimo momento que el amor sale de sí mismo -dirección centrífuga- está siendo en sí mismo -dirección centrípeta-; y en el mismísimo momento que es sí mismo, está saliendo de sí mismo, volcándose fuera, de tal suerte que esta salida y este retorno, este retorno y esta salida, sean simultáneamente una misma y sola cosa. Así, por ejemplo, cuando decimos: "el amor da confianza", queremos significar con ello que el amante, por su íntima esencia, proporciona confianza a los demás. Es evidente que la confianza se extiende en todas partes donde hace acto de presencia el amor. Da gusto acercarse al que ama, pues junto a él no puede reinar el temor. Sí, el amor da confianza; en tanto que el desconfiado a todos los espanta lejos de su vera, en tanto que el astuto y el meticuloso no hacen sino expandir angustia y penosa inquietud en torno suyo, y en tanto que la presencia del dominante cohíbe como un aire apelmazado de tormenta. Pero a la par que decimos: "el amor da confianza", queremos significar también otra cosa, que el amante tiene confianza. Así está escrito: "La perfección del amor en nosotros se muestra en que tengamos confianza en el día del juicio", es decir: que el amor hace confiado al amante en el juicio. Y lo mismo cuando decimos: "el amor libera de la muerte", tenemos repentinamente en el pensamiento una reduplicación, significando con ello que el amante libera a otro de la muerte y que también, en idéntico sentido o en otro diferente, se libera a sí mismo de ella.
El amante logra ambas cosas a la par, de suerte que no son sino una y sola cosa. No es que el amante salve a otro de la muerte en este momento, y en el siguiente se salve a sí mismo, sino que en el mismo momento que salva al otro se salva a sí mismo. Y el amor jamás piensa en lo último, en salvarse a sí mismo y alcanzar una confianza íntima, sino que el amante sólo piensa amorosamente en proporcionar confianza a los demás y salvarlos de la muerte.
¡Claro que no por eso queda el amante olvidado! No, en verdad que no queda olvidado el que por amor se olvida de sí mismo, el que olvida todos sus sufrimientos para pensar en los de otro, todas sus desgracias para pensar en las de otro, lo que él mismo pierde para meditar amorosamente en las pérdidas de otro, todas sus ventajas para contemplar las ajenas. ¡Hay Alguien que piensa en él! ¡Dios en los cielos! O digamos mejor: el amor piensa en él. Ya que Dios es amor, y ¿cómo iba Dios a olvidar al hombre que por amor se olvida de sí mismo?
¡El que ama nunca queda olvidado! Ya que mientras el amante se olvida de sí mismo sólo piensa en otro hombre, Dios está pensando en el amante. El egoísta está muy atareado y grita, mete ruido y tiene razón que le sobra para tomar muchas medidas contra el olvido. Pero a pesar de todo quedará olvidado muy pronto. En cambio el amor recuerda al amante que se ha olvidado de sí mismo. Hay Alguien que piensa en él, y a esto se debe el que el amante consiga todo lo que da.
Esta es la reduplicación: el amante es lo que hace, o llega a serlo; el amante tiene lo que da, o mejor dicho consigue lo que da. Esto es una cosa tan extraña como "que el alimento proceda del alimentado". Quizás alguno nos saldrá al paso diciendo:
—¿Qué tiene de extraño el que el amante posea lo que da? ¿No es éste siempre el caso? Porque es evidente que nadie pueda dar lo que no tiene.
Desde luego, no cabe ninguna duda, pero yo le preguntaría a mi vez: ¿Se da también siempre el caso de que se siga poseyendo lo que se ha dado, o que uno mismo recibe lo que da a otro? ¿Se da siempre el caso de que precisamente se reciba dando, y que se reciba cabalmente lo mismo que se da, de suerte que este dar y este recibir sean una misma cosa? De ordinario no suele ser este el caso, sino al revés, que lo que yo doy lo alcanza otro, no precisamente yo que se lo doy al otro.
Esto quiere decir que el amor siempre entraña una reduplicación. Y esto también es válido cuando se afirma acerca de él, que el amor cubre la multitud de los pecados.
En la Sagrada Escritura leemos -y son las mismas palabras de quien era "el amor"- que al que ama mucho le son perdonados sus muchos pecados. Porque el amor en él es como una cobertura de la multitud de los pecados. En este pequeño libro nosotros tratamos constantemente acerca de las obras del amor, es decir: que consideramos el amor en su dirección hacia fuera. Y es en este último sentido en el que ahora hablaremos acerca de que:
El concepto de "multitud" es intrínsecamente algo indeterminado. Asi todos solemos hablar de la multitud de las criaturas, significando no obstante con ello mismo las cosas más diferentes, según sea el que habla. Por ejemplo, un hombre que haya pasado toda su vida en un lugar apartado y, en consecuencia, sin apenas haber tenido ningún interés en conocer la naturaleza, estará sin duda casi ignorante por completo de todas las maravillas naturales, y sin embargo, ¡él también nos hablará de la multitud de las criaturas! Y esta misma expresión la oímos, por contraste, de boca del investigador de las ciencias naturales, que ha viajado por el mundo entero y se ha demorado en todas partes para investigar, tanto encima como debajo de la superficie terrestre; que ha visto muchísimo, tanto las estrellas de ordinario invisibles y para él patentes en su inmensa lejanía gracias al telescopio, como los insectos imperceptibles que él, sin embargo, logró contemplar extremadamente de cerca con el microscopio. ¡Sí, el investigador que ha alcanzado un grado de conocimiento sorprendente, emplea no obstante la misma expresión: "la multitud de las criaturas"! Y todavía más; mientras el investigador se siente satisfecho por haber alcanzado a ver tantas cosas, nos está concediendo de buen grado que no se da ningún límite para ulteriores descubrimientos, ya que en definitiva los nuevos instrumentos descubridores pueden crecer sin límite. Y esta es la razón de que la multitud o variedad de cosas a investigar crezca también cada día más, o de que cada día más quede de manifiesto el que aquélla es todavía mayor, a medida que se descubren más cosas o se descubren nuevos instrumentos descubridores. Sin embargo, toda esta varia multitud totalizadora está contenida en la aludida expresión: "la multitud de las criaturas". Y esto mismo tiene lugar respecto de la expresión: "la multitud de los pecados", es decir: que esa expresión significa las cosas mas diferentes , segun sea la persona que la emplea.
Por tanto, se está descubriendo una multitud de pecados cada día mayor. O dicho de otra manera: los nuevos descubrimientos están poniendo de manifiesto que esa multitud crece más y más cada día. Y como si esto fuera poco, ¡la astucia y la desconfianza ayudan de maravilla para que los descubrimientos al caso alcancen resultados extraordinarios! En cambio, quien no hace descubrimientos sobre el particular cubre en consecuencia dicha multitud, puesto que para él ésta es menor.
Y todo el mundo ensalza y admira los descubrimientos. Claro que esta admiración se ve a veces constreñida a emparejar entre sí las cosas más heterogéneas, ya que si se admira al investigador que descubre una nueva especie de pájaros, no hay porqué no admirar también al perro que descubrió la púrpura. Mas por el momento dejemos este asunto en tal estado, lo cierto es que los descubrimientos son muy ensalzados y admirados por todo el mundo. En cambio es muy poca la estima de que goza el que no descubre algo o no ha descubierto nada. Por eso de la persona original, que en cuanto tal sigue sus propias ideas, se suele decir, haciendo hincapié: "hasta la fecha no ha descubierto nada". Y si se quiere señalar a alguien que es estrecho de mollera y tonto de capirote, entonces se dice: "Desde luego que no ha descubierto la pólvora". Claro que en nuestro tiempo ya no es necesario emplear esta expresión, pues ya hace mucho que se descubrió la pólvora, de suerte que en nuestro tiempo podría muy bien representar un riesgo mayor el que alguien se creyese nada menos que inventor de la pólvora. Sin embargo, ¡el mundo admira tanto cualquier descubrimiento, que todavía se recuerda el destino envidiable de quien inventó la pólvora!
Siendo así las cosas, no es preciso tener ojos de lince para ver que el amante, que no descubre nada, ha de hacer un papel bien pobre a los ojos del mundo. Y la desfachatez mundana es tan grande, que incluso goza de alta estima en el mundo el que hace descubrimientos con relación al mal, al pecado y a la ingente multitud de los pecados. ¡Como si esto fuera hacer descubrimientos! ¡Esto de ser un espectador diestro, astuto, penetrante y quizá medio corrompido, para que de esta manera los descubrimientos sean más acertados! Por eso los mismos jóvenes en cuanto se hacen a la vida, tienen que dárselas de conocer muy bien el mal y haber descubierto sus escondrijos, pues de lo contrario el mundo los llamaría ingenuos. Incluso las mismas muchachitas en flor no tienen más remedio al entrar en la vida de sociedad que dárselas de estupendas conocedoras de los hombres, naturalmente en el dominio del mal, pues de lo contrario el mundo las consideraría como unas panolis o unas simples bellezas pueblerinas.
En verdad, es increíble la transformación que ha sufrido el mundo en comparación con los tiempos antiguos, puesto que entonces eran muy pocos los que se conocían a sí mismos, y en cambio ahora todos los hombres son conocedores de los hombres. Y lo más raro de todo es que si alguien llega a descubrir que casi todos los hombres son buenos en el fondo, tendrá que tener mucho cuidado para no darse a conocer por su descubrimiento, temiendo el que pueda pasar por ridículo e incluso, probablemente, el que la humanidad se sienta injuriada con ello. Por el contrario, quien se decide a pregonar que ha descubierto cuán vil es en el fondo cada hombre, cuán envidioso, cuán egoísta, cuán infiel, y cuántas víboras repugnantes anidan ocultas incluso en el corazón del más puro -es decir, de aquel a quien los ingenuos, las panolis y las simples bellezas pueblerinas consideran como el más puro- ése tal cosechará sin duda vanidosamente los aplausos de un recibimiento apoteósico y comprobará cómo el mundo se despepita por oír los resultados de sus observaciones, conocimientos e historias.
De esta manera el pecado y el mal han adquirido un plus de nuevo poderío sobre los hombres, por más que nadie piense en este enorme detalle. Este detalle consiste en que hoy eso de ser honrado pasa por ser la cosa más sosa del mundo, tan sosa que hay que ser muy estrecho de mollera para creer todavía en el bien, de suerte que da pruebas de un puro provincianismo el que confiese su ignorancia o que no está ni siquiera iniciado -¡iniciado en los secretos más íntimos del pecado!-.
Con esto se ve a las claras cómo el pecado y el mal se engrandecen para una inmensa mayoría de la gente en virtud de la vanidosa circunstancia del cotejo mundano, del cotejo con los demás hombres. Tanto es así, que se puede estar seguro de que en su casa y cuando juzgan las cosas tranquilamente, sin necesidad de avergonzarse de confesar el bien porque están solos.... se puede estar seguro, digo, que tienen una concepción muy distinta incluso esos mismos hombres que cuando están en sociedad con los demás, y precisamente por vanidoso temor al "qué dirán" mundano, procuran complacer y divertir a todos dando a entender un conocimiento extraordinario de los vericuetos del mal. Naturalmente, alternando con los demás -en la sociedad donde todos, o al menos muchísimos, se reúnen y están sometidos a las reglas del cotejo que forma parte esencial de la sociedad- no sería de buen tono el que los demás le dejaran a uno atrás en esa sabiduría mundana, y por eso mismo todos se tientan mutuamente a ver quién demuestra haber llevado a cabo mayor número de descubrimientos.
Sin embargo, es curioso que hasta los hombres mundanamente más empedernidos suelen a veces juzgar con una mayor suavidad, haciendo una excepción a propósito de los que no descubren nada. Supongamos, por ejemplo, que dos bandidos tuvieran que arreglar un asunto importante entre ellos, un asunto que no debería ser presenciado por ningún testigo, pero que al fin no hubiera más remedio que decidirlo en una habitación donde había un tercero. Este tercero -ellos lo sabían muy bien- estaba enamorado, era un dichoso en los primeros días de su enamoramiento. En este caso, ¿no es verdad que uno de los bandidos le diría al otro: -"Desde luego, no hay ninguna dificultad en que ése esté en la habitación, porque no descubrirá nada"? Y al decir esto también a ellos, a su manera, se les haría miel en los labios, y con semejante sonrisa honrarían su propia prudencia. Claro que al mismo tiempo también abrigarían un cierto respeto por la persona del enamorado, que no descubre nada. Y ahora ¿ que diremos del enamorado? Aunque se rían, se mofen de él o le tengan lástima, y diga lo que diga la gente, sin embargo, el auténtico amante no descubre nada en cuanto a lo que respecta a la multitud de los pecados, ni siquiera aquellas risas, aquellas befas o aquella compasión; no, no descubre nada, e incluso es muy poco lo que ve. No descubre nada; nótese que hacemos diferencia entre descubrir, que responde a un afán consciente y proseguido para encontrar algo, y ver y oír, cosas ambas que pueden verificarse contra la propia voluntad de uno. No descubre nada. Y sin embargo, por mucho que la gente se ría o no se ría de él, por mucho que haga o no haga mofa de él, ¿no se abriga acaso en lo más intimo de cualquier hombre un cierto respeto para el amoroso que reposa hundido en su amor sin descubrir nada?
El que ama no descubre nada, y en consecuencia encubre la multitud de los pecados, en cuanto que podrían ser descubiertos si se intentase. La vida del que ama se ajusta a las palabras del Apóstol según las cuales -hay que ser un niño en el espectáculo de la malicia. Lo que el mundo admira bajo el nombre de sabiduría es el hecho de entender mucho en malicia. Pero la auténtica sabiduría significa comprensión del bien. Y el que ama no desea tener ningún conocimiento del mal, sino que a este respecto siempre es y quiere permanecer siendo un niño.
Supongamos a un niño en una cueva de ladrones -a condición de que no esté con ellos tanto tiempo que se llegue a contaminar-, por lo tanto supongamos a un niño que ha estado un corto período de tiempo en una cueva de ladrones y que acaba de llegar otra vez a su casa, dispuesto a contarnos toda su reciente experiencia. No cabe duda que el niño -cualquier niño que sea- como buen observador que es y en posesión de una memoria prodigiosa, nos contará con pelos y señales todo lo que pasaba en la cueva, pero de tal manera que, a pesar de todo, lo más esencial no entraría en la narración, de suerte que quien no supiera de antemano que el niño habla estado en una cueva precisamente de ladrones, tampoco lo descubrirla ateniéndose a la escueta narración infantil. ¿Qué era lo que el niño dejaba fuera, lo que el niño no había descubierto? Precisamente el mal. Con todo la narración del niño relataba exactamente lo que éste había visto y oído. Entonces ¿qué es lo que le falta al niño? ¿Qué es esa cosa que con tanta frecuencia convierte la narración de un niño en una sátira profundísima respecto de los mayores? No es otra que la falta de entendederas en cuanto a la malicia ya que el niño no tiene ni idea del mal en cuanto tal, y lo que es más, tampoco siente ningún placer en adquirirla. En este aspecto el niño se asemeja al que ama.
Porque en el fondo, para entender acerca de algo, se necesita sobre todo que haya un entendimiento mutuo entre el que ha de entender y lo que ha de ser entendido. Por esta razón también se puede afirmar que el que entiende la maldad -y esto por más que la gente se empeñe en imaginarse que por ese camino puede conservarse limpia, ya que solo se trata de un puro conocimiento de la maldad- está por mucho que diga en entendimiento con la maldad. Y no cabe duda que si no estuviera por medio este entendimiento previo, la persona razonable no encontraría ningún placer en llegar a alcanzar semejante comprensión, al revés, le daría asco y no querría llegar a tener tales conocimientos. Semejante comprensión significa en el mejor de los casos una malsana curiosidad respecto del mal; o encierra una intención solapada de excusar las propias faltas en la medida en que se constata la extensión que va teniendo el mal; o, finalmente, expresa un afán hipócrita de cotizar más alto su propia valía a expensas de la consabida corrupción ajena. Pero ¡cuidado! Porque si por curiosidad se le da al mal el dedo meñique, pronto nos tomará el brazo entero; además ningún peculio es más peligroso que el de tener excusas siempre a mano; y, finalmente, es de seguro una mala manera de ser bueno ésa de serlo o sentirse tal en virtud de las comparaciones que se establecen con la maldad de los demás.
Y si estas formas lejanas de estar en entendimiento mutuo con el mal son capaces de descubrir la multitud de los pecados, ¿qué descubrimientos no hará esa comprensión todavía más confidencial, que en realidad no es más que un pacto formal con la malicia? Lo mismo que el enfermo de ictericia todo lo ve amarillo así también el hombre de semejante comprensión va descubriendo, a medida en que se hunde más y más, que es mayor la multitud de los pecados en torno suyo. Sus osos, desgraciadamente, se agudizan y se apantallan para ver todo lo más que puedan la mentira, no la verdad; y en consecuencia su mirada cada vez estará más enredada, de suerte que de una manera contagiosa no verá más que lo malo por todas partes, descubriendo lo impuro incluso en las cosas mas puras.
¡Ay, qué tremendo, este modo de mirar las cosas se le convierte, sin embargo, en una especie de consuelo, ya que en cierto sentido tiene una necesidad imperiosa de descubrir una creciente multitud de pecados! Hasta que al fin ya no hay ningún límite para sus descubrimientos; ya que descubre pecados incluso donde sabe que no los hay, y, sin embargo, los sigue descubriendo, disparado por sus mismas sinuosidades, sus calumnias y sus fabulaciones mentirosas, en las que está tan ejercitado; hasta que al fin él mismo termina por creer todo lo que ha descubierto. ¡El, que ha descubierto la multitud de los pecados!
Pero el que ama no descubre nada. Cuando el amante, que no descubre absolutamente nada, encubre de esta manera la masa de los pecados, nos encontramos con un fenómeno que reviste una solemnidad infinita y al mismo tiempo es como si estuviéramos contemplando un espectáculo infantil, algo que recuerda un juego de niños, sí, ¡un juego de niños! ¿No habéis jugado nunca con un niño a la gallinita ciega? Entonces, jugando, hacemos como que no vemos al niño que no obstante está delante de nosotros, o el niño juega a que no nos ve, mientras que se divierte de una manera indescriptible. Lo infantil de ese fenómeno aludido está en que el amante, como en un juego, no acierta a ver con los ojos abiertos lo que pasa cabalmente delante de él; y lo solemne del mismo fenómeno consiste en que es el mal lo que aquél es incapaz de ver.
Es bien sabido que los orientales honran a un loco; pero este amoroso, digno de toda honra, es sin duda como un loco. También es sabido que los griegos con mucha razón distinguían profundamente entre dos clases de locuras, una de ellas era, desde luego, una triste enfermedad, y por lo mismo todos se compadecían del desdichado que la padecía, pero a la otra la llamaban divina locura. Decidiéndonos por una sola vez a emplear esta palabra pagana de "divina", diremos que es una especie de divina locura ésa de amorosamente ser incapaz de ver la maldad que se le mete a uno por los ojos. Y nunca más necesario que ahora, en estos prudentes tiempos que sólo tienen ojos para ver lo malo, el que se emprenda una campaña para enseñar el elogio de esa locura. Tanto más cuanto en nuestro tiempo pasa por un loco desatado el que por ser amoroso rebosa en la comprensión del bien y no quiere tener entendederas para el mal.
Piensa ahora -para referirnos al ejemplo más sublime de todos-, piensa en Cristo cuando estaba ante el Sanedrín, y piensa en la multitud enfurecida y en el circulo de los entonces distinguidos. ¡Ay, y piensa también en aquel inmenso oleaje de miradas dirigidas hacia El, de miradas escrutadoras que sólo esperaban a que El cruzase sus ojos con los de ellos para que aquellas miradas le pudiesen clavar en su rostro de ajusticiado todas las befas, el desprecio, la lástima y el odio que le tenían! Pero Cristo no descubría nada, sino que amorosamente encubría la multitud de los pecados. Imagínate aquella avalancha desencadenada de injurias y desprecios y bromas hirientes; imagínate aquel inmenso griterío. Con la particularidad de que cada uno de los que gritaban se guardaba muy bien de que su voz se oyese tanto como la del que más, para evitar a toda costa el enorme ridículo que habría sido mostrarse negligente en semejante caso, o sin ganas de colaborar con los demás, ¡tratándose precisamente de un referéndum, es decir del instrumento de expresión de la auténtica opinión pública, para despreciar, herir y maltratar a un inocente! Pero Cristo no descubría nada, y cabalmente no descubriendo nada, ocultaba amorosamente la multitud de los pecados.
Y Cristo es el modelo. De Cristo ha aprendido el que ama a no descubrir nada y así tapar la multitud de los pecados. Por eso el que ama, como digno discípulo del Maestro, "abandonado, odiado y con la cruz a cuestas", va avanzando entre las befas y las lástimas, entre los escarnios y los gritos de muera, y no obstante sin descubrir nada en virtud del amor que lo habita y lo transporta milagrosamente, más milagrosamente incluso que en el caso de los tres jóvenes que salieron ilesos del horno de fuego ardiente. Al fin de cuentas las befas y los escarnios propiamente no causan ningún daño, a no ser que el escarnecido se dañe descubriendo, es decir: amargándose. Pues en cuanto uno se amarga, ya está descubriendo la multitud de los pecados.
Y para que veas con toda claridad cómo el amoroso oculta la multitud de los pecados al no descubrir nada, procura representarte este fenómeno a la luz de un nuevo amor. Suponte que este amoroso tuviera una esposa que lo amaba. Precisamente porque lo amaba descubriría más íntimamente el mucho daño que intentaban hacerle; sí, herida en lo más intimo, descubriría cada una de las miradas de burla que lo dirigían y con el corazón deshecho oiría los gritos del escarnio; ¡mientras él, el amoroso, no descubría nada! Y ahora suponte que el amoroso, en cuanto no podía evitar el ver u oír lo que pasaba, estuviese dispuesto a confesar que él era seguramente el equivocado, con el fin de disculpar a los que lo atacaban. Entonces no cabe duda que su esposa tampoco descubriría en él la más mínima falta, al revés, no haría sino ver todavía con mayor fuerza lo mucho que los otros lo injuriaban. Con esto, y en tanto meditas lo que la esposa descubría con toda razón, ¿no estás viendo qué verdad es que el amoroso, no descubriendo nada, cubre la multitud de los pecados? En fin, aplica todo esto a las demás circunstancias de la vida, y no podrás por menos de conceder que el amoroso realmente oculta muchísimas cosas.
Con el silencio cubre la multitud de los pecados:
A veces acontecerle que una pareja de enamorados desean mantener ocultas sus relaciones. Suponte ahora que en el momento en que estos se prometen mutuamente amor y guardarlo en silencio, se encontrase junto a ellos por pura casualidad un tercero, con la particularidad de que se trataba de un hombre noble y amoroso, en quien se podía confiar. Naturalmente, este buen hombre les prometió también guardarlo en silencio. ¿Habría entonces dejado de ser oculto el amor de esta pareja? Y el amoroso se comporta siempre de esta manera, cuando de improviso, por pura casualidad, pero sin nunca pretenderlo, llega a enterarse del pecado de un hombre, de una falta cualquiera en la que haya delinquido, o de cualquier atolondramiento a propósito de una que otra fragilidad: el amoroso lo calla y así encubre la multitud de los pecados.
Alguno, ni corto ni perezoso dirá:
—La multitud de los pecados siempre será la misma, cállense o no se callen, puesto que el silencio ni quita ni pone, porque en realidad sólo puede callarse lo que existe.
Preferiríamos que el que dice esto nos contestase a la siguiente pregunta: ¿Acaso no acrecienta la multitud de los pecados el que cuenta las faltas y los pecados del prójimo? Aun suponiendo que la multitud de los mismos permanezca idéntica por el hecho de que me calle o cuente lo que sé sobre el particular, sin embargo, en cuanto me callo, estoy haciendo lo que debo para ocultarlo. Nosotros mismos solemos decir con frecuencia que los rumores no hacen sino exagerar las cosas; o lo que es lo mismo, que las empeoran. Pero no es en este sentido en el que estoy pensando ahora. No, es en otro sentido completamente distinto en el que tenemos que afirmar que acrecientan la multitud de los pecados aquellos rumores que pregonan las faltas del prójimo.
No debe tenerse una idea demasiado ligera de este conocimiento acerca de las faltas del prójimo, como si no hubiese ningún problema por el hecho de que en definitiva sea verdadero lo que se cuenta. Porque la verdad es que no está exenta de culpa cualquier confidencia acerca de las faltas del prójimo, aunque sean ciertas; al revés, lo más fácil es que uno se haga culpable por el solo hecho de llegarlas a conocer. De esta manera acrecientan la multitud de los pecados todos los rumores, o quienes cuentan las faltas del prójimo. Con tantos rumores y palique los hombres se acostumbran a ser curiosos, superficiales, envidiosos y, probablemente, malvados, a costa de saber muchas cosas acerca de las faltas del prójimo, pero en realidad a costa de corromperse ellos mismos. Sería de desear que los hombres volviesen a aprender a callar. Y si en definitiva no pueden callarse, entonces al, menos que hablen lo que quieran de las cosas fútiles y sin importancia, pero que consideren que las faltas del prójimo constituyen inevitablemente un asunto muy grave como para hablar de él. Por eso mismo es un signo de corrupción el estar hablando siempre de ellas de un modo curioso, superficial y lleno de envidias. Por tanto no hace sino acrecentar la multitud de los pecados el que contando las faltas del prójimo fomenta la corrupción humana.
Por desgracia es una cosa demasiado evidente el enorme afán que tienen los hombres de echar el ojo en las faltas ajenas, y todavía ese afán sea quizá mayor cuando se trata de contarlas. Es algo tremendo, aunque -para emplear la expresión más benigna- no fuese más que una especie de debilidad nerviosa, lo que hace caer a los hombres con tanta facilidad en esa tentación incitadora de poder sacar los trapos sucios del prójimo en medio de la calle, logrando en seguida un auditorio atento hasta más no poder, gracias a una narración tan divertida. Y si esto ya es una cosa depravada considerándolo como mero placer de una cierta debilidad nerviosa que hace que el individuo en cuestión no sea capaz de callarse nada, ¿qué diremos cuando, lo que no es infrecuente, se trate de esa pasión espantosa, diabólica y consentida que domina a algunos individuos siempre en pos de la meta más maldita de todas? Se puede afirmar sin género de dudas que ningún ladrón, ningún salteador de caminos, ningún malhechor, en una palabra, que ningún criminal es en el fondo tan depravado como semejantes individuos, que se han impuesto como su única tarea y medio de vida el dar a la luz pública y con todos los recursos a su alcance, los defectos, las debilidades y los pecados del prójimo, proclamándolos con un denuedo que no emplean nunca ni las mismas voces dedicadas a la verdad, poniendo cátedra en todos los rincones del país, incluso allí donde apenas llegó nunca un anuncio de cosa favorable, y metiéndose en todos los escondrijos, incluso aquellos que no toca apenas la palabra de Dios. ¡Así de denodados son estos predicadores del mal, que quieren imponerle a todo el mundo, incluso a la misma juventud desarmada, los conocimientos infecciosos de que ellos hacen gala! ¿Acaso hay algún criminal que en el fondo esté tan corrompido como semejantes individuos? ¡Y esto aunque fuesen exactas las cosas malas que contaban! Sí, aunque fuesen exactas. Claro que no cabe en cabeza humana el que un individuo sea capaz de dedicarse con toda seriedad eterna y de una manera rigurosa a hacer un alegato verídico de la absoluta verdad de todas las cosas malas que nos acaba de contar, haciendo además hincapié en que está dispuesto a sacrificar su vida en el servicio de esta verdad abominable, que es el recuento de la maldad.
En el Padre Nuestro le pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación. Pues bien, ¡yo te pido, Dios misericordioso, que si alguna vez caigo en la tentación, una sola vez, no me niegues la gracia de que mi pecado y mi falta sean uno de esos que el mundo considera sin ambages como repugnantes y detestables! Porque lo más tremendo de todo es que uno cometa una falta, que, por cierto, clama al cielo... que uno vaya cometiendo faltas y más faltas, día tras día, sin nunca caer en la cuenta de ello, cabalmente porque todo el contorno y la propia existencia de uno se habían convertido en un es jismo haciéndole creer que no era nada, que no eran ni siquiera pecados, sino algo casi digno de mérito. Desgraciadamente se dan muchos crímenes que el mundo no llama crímenes, sino que los recompensa y casi elogia; sin embargo, por mi parte, preferiría - ¡que Dios no lo permita! - presentarme en la eternidad con tres asesinatos sobre la conciencia, aunque si bien arrepentido de ellos, que no hacerlo como un veterano calumniador con todo ese terrible y enorme fardo de crímenes que fueron aumentando indeciblemente año tras año, después de haber hecho todo lo que estaba de su parte para no dejar nada en pie en muchos kilómetros a la redonda, después de haber llevado a muchos hombres a la tumba, amargado las relaciones más intimas, malherido a tantos inocentes, pervertido a tantos menores de edad, desorientado y corrompido tanto a viejos como a jovenes, y en fin, después de no dejar títere con cabeza, hasta tal punto que ni la imaginación más vívida sería capaz de representarse este tremendo fardo de crímenes.
Y lo peor del caso consiste en que los que cargan con semejante fardo criminal no encuentran tiempo para arrepentirse; de un lado, por que todo el tiempo se les hace poco para dar fe de nuevos y nuevos crímenes, y de otro lado, porque el cuento de nunca acabar de tales crímenes acarreará mucho dinero e influencias, casi hasta prestigio y, sobre todo, una vida de las más desagradables que hay en el mundo. Cuando se trata de un incendiario que pone fuego a una casa, se juzga su falta de muy distinta manera según lo hiciera a sabiendas de que la casa estaba habitada por muchas personas o que estaba deshabitada. En cambio, la maledicencia ni siquiera se considera como un crimen cuando en realidad equivale a poner fuego a una sociedad entera. También se suelen poner barreras para circunscribir y defenderse contra la peste; en cambio, tratándose de la peste de la murmuración, una peste peor que la del cólera, ya que corrompe el alma y el espíritu entonces se le abren de par en par las puertas de todas las casas, se paga dinero por ser contagiado y se le deparan los más calurosos saludos de bienvenida a quien trae el contagio.
¿Dime ahora si no es verdad que el amoroso al callar las faltas del prójimo no cubre la multitud de los pecados? Para verlo con toda evidencia, basta que medites cómo acrecienta esa multitud el que no hace sino andar pregonándolas a los cuatro vientos.
El que ama cubre la multitud de los pecados buscando disculpas
Siempre es la interpretación de una cosa la que hace que ésta sea tal en un momento dado. Los hechos del conocimiento son de suyo la base, pero en definitiva es la interpretación la que provoca el resultado. Cualquier suceso, palabra, acto.... es decir todo, puede explicarse de muy diversas maneras. Si es falso decir que el hábito hace al monje, no lo es en cambio el que se diga que la explicación convierte el objeto de la misma en tal cosa determinada. Por eso los dichos, los hechos y los pensamientos de otra persona nunca encierran una certeza decisiva por sí mismos para otro sujeto, de suerte que el admitirlos con tal sentido determinado significa propiamente una elección por parte del segundo. En consecuencia, la comprensión y explicación de los mismos -precisamente porque la diversidad de explicaciones es inmensamente grande- es en definitiva una elección. Ahora bien, si aquélla es una elección, entonces siempre estará en mi poder, basta que ame, el elegir la explicación más benigna. Y así cuando la explicación más benigna o atenuante interpreta de otra manera lo que los demás consideran sin más como un gran pecado, juzgando de un modo superficial, precipitado, riguroso, duro, envidioso, malévolo y sin ningún amor; así, digo, cuando la explicación atenuante interpreta las cosas de otra manera, entonces va eliminando uno que otro pecado, aminorando la multitud de los mismos, o cubriéndola.
¡Ah, si los hombres quisieran entender el bello uso que podían hacer de su imaginación, de su perspicacia, de su capacidad inventiva y judicativa, empleándolas siempre al poder ser en el hallazgo de una explicación atenuante! ¡Cómo irían adquiriendo entonces de una manera creciente el gusto, por una de las más hermosas alegrías de la vida! Y esta alegrías se les iría indefectiblemente convirtiendo en un placer y una necesidad apasionantes, que les haría olvidar todo lo demás.
¿Acaso no estamos viendo -para hablar de otro género de cosas- cómo el cazador se entrega cada año con mayor apasionamiento a la caza? No nos incumbe aquí el hacer el elogio de su elección, sino que solamente queremos señalar ese nuevo apasionamiento con que se entrega cada año que pasa a sus menesteres venatorios. Y ¿por qué lo hace? Porque cada año crece su experiencia y se va haciendo más y más inventivo y expedito en todas las dificultades de la caza, de suerte que como viejo cazador fácilmente halla una salida donde los desconocedores del terreno no encuentran ninguna, fácilmente descubre el rastro de las liebres donde ningún otro sabe por dónde se andan, fácilmente sigue los vericuetos que para los demás están cerrados y, finalmente, acierta con toda facilidad con las maneras más hábiles de echar los cepos, pudiendo estar casi seguro de que siempre cobrará unas piezas estupendas, incluso cuando todos los demás se vuelvan a casa de vacío. Solemos considerar que el oficio de policía, siempre a la pesquisa de la delincuencia, es un oficio penoso, pero también y en otro sentido un oficio agradable y seductor. Y nos asombramos viendo el conocimiento que los policías u otros servidores de la justicia, tienen del corazón humano y de todas las escapatorias e invenciones, incluso las más sutiles; y cómo de año en año van conservando los detalles más insignificantes que les ponen en la pista posiblemente más segura del crimen; y cómo con una sola mirada penetrante son capaces de abarcar las circunstancias más inverosímiles, como conjurándolas y haciendo que atestigüen en contra del reo; y, en fin, cómo no hay nada que sea insignificante para su atenta perspicacia, siempre que contribuya a esclarecer su inteligencia del crimen. Y nos asombramos una vez más cuando vemos que los servidores de la autoridad tienen éxito en su gestión después de haberse enfrentado con toda paciencia con los que ellos llaman hipócritas redomados y empedernidos, hasta que al fin cantan y el crimen se descubre.
Y ahora preguntamos: ¿no debería ser un oficio por lo menos tan atrayente y seductor el de enfrentarse con toda paciencia con lo que se llama una conducta extraordinariamente abyecta, hasta que al fin de cuentas se descubriera que tal conducta era algo completamente distinto y bienintencionado? Dejemos que los jueces designados por el Estado o los policías trabajen en la pesquisa de la delincuencia, pero todos los demás no hemos sido llamados para ser jueces o policías, sino que hemos sido llamados por Dios al amor, es decir: hemos sido llamados para que recurriendo a explicaciones atenuantes cubramos la multitud de los pecados. ¡Procura imaginarte a un amoroso de este estilo, dotado por la naturaleza de ciertas cualidades excepcionales, que muy bien podrían constituir la envidia de un juez, pero empleándolas todas ellas, con un celo e insistencia de los que podría sentirse muy honrado cualquier juez, en el servicio de la caridad, ejercitando y extendiendo por todas partes ese arte admirable de la interpretación que gracias a una explicación atenuante consigue cubrir la multitud de los pecados! ¡Imaginate su rica experiencia, esa su experiencia bendita en el sentido más noble de la Palabral ¡Cómo conoce el corazón humano! De cuántos casos curiosos y a la vez conmovedores nos puede contar de buena tinta cómo él logró, a pesar de todas las complicaciones aparentes, llegar a descubrir la bondad de los mismos, o al menos que no eran tan malos! Y llegó a este descubrimiento precisamente porque tuvo durante muchísimo tiempo su juicio en suspenso, hasta que de una manera plenamente correcta salió a la luz una pequeña circunstancia que le puso en la pista verdadera! ¡Imaginatelo cómo arrojando pronta y mimadamente toda su atención en la consideración del asunto, desde una perspectiva completamente distinta, llegó a tener éxito en descubrir lo que buscaba! Y en fin, ¡trae a tu imaginación el triunfo definitivo que cosechó con su explicación atenuante, una vez que había profundizado lo debido en las circunstancias vitales de determinada persona y después de haberse buscado las aclaraciones más exactas acerca de todas sus demás circunstancias! En una palabra: "que se puso en la pista verdadera", "que tuvo éxito en encontrar lo que buscaba" y "que al fin triunfó su explicación"... Dime- ¿no es cierto que cuando se oyen las anteriores fórmulas fuera de contexto, casi todo el mundo piensa inevitablemente que se está describiendo el descubrimiento de un crimen? Esto prueba que se nos ha hecho mucho más familiar el que pensemos en el descubrimiento de las cosas malas que en el de las buenas. He aquí que el Estado designa jueces y demás agentes de la autoridad para descubrir y castigar el mal; además de esto se instituyen asociaciones, que merecen todos nuestros elogios, para aliviar el problema del pauperismo, para educar a los huérfanos y para redimir a los degenerados. En cambio, ¡todavía no ha surgido ninguna sociedad que se impusiera esta bella empresa de aminorar, aunque fuera un poco, la multitud de los pecados, con el recurso de las explicaciones atenuantes!
Pero ya no queremos insistir más en cómo el amoroso, gracias a las explicaciones atenuantes, logra encubrir la multitud de los pecados; tanto más que ya en dos de las meditaciones anteriores hemos considerado la forma en que el amor lo cree todo y lo espera todo. Ahora bien, creerlo todo amorosamente y esperarlo todo amorosamente representan los dos medios princicipales de que se sirve el amor -este intérprete benigno- para llegar a la explicación atenuante que oculte la multitud de los pecados.
Finalmente, el amor cubre la multitud de los pecados con el perdón.
El hecho de callarlos no disminuye propiamente en nada la notoria multitud de los pecados; las explicaciones atenuantes ciertamente que disminuyen algo dicha multitud, porque logran aclarar que esto o lo de más allá no eran en definitiva pecados, pero el perdón encierra la virtualidad de eliminar lo que innegablemente era un pecado. De esta manera el amor emplea varias tácticas para encubrir la multitud de los pecados, aunque hay que afirmar que el perdón es la más típica de esas tácticas amorosas.
Anteriormente aludimos a la expresión: "multitud de las criaturas", y ahora volvemos una vez más a aprovecharnos de tal expresión para esclarecer el asunto. Así decimos que el investigador la descubre, en tanto que el ignorante por más que hable de la misma, en realidad conoce muy poco las cosas de la naturaleza si se le compara con el primero. Por eso el ignorante no sabe que exista ésta o tal cosa, las cuales no dejan de existir porque se las ignore, ni mucho menos. La ignorancia del segundo, consiguientemente, no ha eliminado nada de la naturaleza, lo único que sucede es que algunas cosas no existen para él en virtud de su ignorancia. Otra cosa acontece con el perdón en relación con la multitud de los pecados, a saber: que el perdón elimina el pecado perdonado.
Este es un pensamiento maravilloso, y por lo mismo también es un pensamiento de la fe; ya que la fe siempre está relacionada con aquello que no se ve. Yo creo que lo visible se deriva de lo invisible; yo veo el mundo, pero lo invisible no lo veo, lo creo. De esta manera entre "perdón" y "pecado" intercede una relación de fe, relación que apenas suele considerarse. ¿Cuál es aquí y en definitiva lo invisible? Lo invisible en este caso consiste en que el perdón desaloja lo que a pesar de todo existe; lo invisible consiste en que lo que se ve, no obstante no se ve; puesto que viéndolo, resulta de todo punto invisible el hecho de que no se vea. El amoroso está viendo el pecado que perdona, pero cree que el perdón lo hace desaparecer. Esto en realidad no puede verse, ya que lo que puede verse es el pecado; y además, si no se viese el pecado, ¿cómo seria posible perdonarlo? Por eso de la misma manera que la fe convierte en cierto sentido lo invisible en visible, así, también, aunque en sentido contrario, el amoroso cree que con el perdón desaparece lo visible. Las dos cosas son objeto de la fe. ¡Bienaventurado el que cree, porque cree lo que no puede ver! Y ¡bienaventurado el que ama, porque cree desaparecido lo que a pesar de todo podría verse!
¿Quién es capaz de creer esto? El que ama es capaz de creerlo. Entonces ¿por qué es tan raro el perdón? ¿Acaso no se debe a que la fe en manos del perdón sea tan débil y tan rara? Incluso los hombres bastante buenos, nada inclinados por su naturaleza al rencor o al odio, ni mucho menos pertenecientes a esa especie no infrecuente de hombres irreconciliables, suelen, sin embargo, exclamar: ¡ Le perdonaría de mil amores, pero no veo que ello sirva de nada! " ¡Claro que esto último tampoco es una cosa que se vea! Pero si alguna vez has tenido necesidad de que alguien te perdonara, entonces no ignoras de cuántas cosas es capaz el perdón. ¿Por qué te empeñas en hablar acerca del perdón de una manera tan inexperta o tan desamable? Porque no cabe duda que encierra mucho desamor esa frase: "¡No veo de qué le pueda servir mi perdón!" Esto no significa que nuestro propósito sea afirmar que un hombre ha de darse importancia por estar en situación de poder perdonar a otro, ¡ni muchísimo menos! , pues entonces nos enfrentaríamos de nuevo con un caso de desamor. Sin duda se dan ciertas formas de perdonar que a ojos vistas contribuyen a aumentar la culpa, en vez de disminuirla. Solamente el amor tiene la habilidad suficiente -permitásenos hablar de este modo, aunque parezca un poco bromista- de emplear el perdón de tal modo que desaloje el pecado. Cuando hago gravoso el perdón, ya sea porque he llegado a perdonar como a la fuerza, o dándome importancia por ello, entonces no acontece ningún milagro. En cambio si que acontece un milagro cuando perdono por amor, un milagro de la fe. Todo milagro, desde luego, es un milagro de la fe. ¿Qué extraño, pues, que junto con la fe hayan desaparecido también los milagros? Y este, milagro del amor que perdona, consiste: en que aquello que se ve, al ser perdonado ya no se ve.
Ha quedado borrado, ha quedado perdonado y olvidado, O como dice la Sagrada Escritura acerca de lo que Dios perdona: ha quedado escondido a sus espaldas. El que haya sido olvidado no significa, evidentemente, el que se lo ignore; pues lo que se ignora ni se sabe ni se ha sabido nunca. En cambio, lo que se ha olvidado, se supo alguna vez. Por esta razón, olvidar en este sentido subliime no es precisamente lo contrario del recuerdo, sino de la esperanza. Ya que esperando doy existencia con mi pensamiento a una cosa que todavía no existe; por el contrario, olvidando quito con mi pensamiento la existencia a lo que a pesar de todo existe, es decir, que lo elimino. La Escritura enseña que la fe se orienta hacia lo invisible, pero también enseña a la par que la fe es la firme seguridad de lo que esperamos; lo que implica que lo esperado sea semejante a lo invisible, ya que no existe de suyo, sino que recibe su existencia de la esperanza que lo piensa. El hecho de que Dios perdone los pecados es la antítesis de su creación; porque al crear, Dios está sacando algo de la nada, mientras que perdonando arroja de nuevo algo a la nada. Lo que está oculto a mis ojos, no lo he visto nunca; pero lo que está escondido a mis espaldas, lo he podido ver y lo he visto alguna vez. Cabalmente ésta es la manera que tiene el amoroso de perdonar: el amoroso perdona, olvida y borra el pecado, y así se vuelve amorosamente hacia aquel a quien acaba de perdonar; mas una vez que se ha vuelto hacia él, ya no puede, indudablemente, estar viendo lo que queda a la espalda. No es preciso ser un superdotado para comprender que es imposible ver lo que uno tiene a la espalda, al mismo tiempo que es igualmente fácil de comprender con qué admirable acierto ha sabido el amor dar con esta expresión. En cambio, ¡eso sí! es dificilísimo en la mayoría de los casos el hacerse uno mismo amoroso, de suerte que gracias al perdón eche a sus espaldas las culpas del otro. A los hombres les resulta mucho más fácil por lo común cargar cualquier culpa, aunque se trate de un asesinato, sobre la conciencia de otros hombres. ¡ Cualquier cosa antes que perdonar, y así tener que cargar uno mismo sobre sus espaldas con las culpas de otro! La excepción es el que ama, ya que este oculta la multitud de los pecados.
No digas que "la multitud de los pecados siempre permanecerá la misma, perdónense o no se perdonen, puesto que el perdón ni quita ni pone". Preferirla que me respondieses a la siguiente pregunta: ¿Acaso no acrecienta la multitud de los pecados el que falto de amor deniega el perdón? Y por añadidura, ¿no es la irreconciliación un pecado más, y de tal naturaleza que todo el mundo lo debiera tomar en cuenta? Sin embargo, no nos toca ahora destacar este punto, sino que en la misma línea del discurso seguimos preguntando: ¿Acaso no existe una relación misteriosa entre el pecado y el perdón? Cuando un pecado no está perdonado, entonces está reclamando un castigo, ya delante de los hombres, ya delante de Dios. Ahora bien, cuando un pecado reclama castigo, entonces aparece completamente distinto, enormemente mayor que cuando el mismo pecado está perdonado. ¿Será todo esto una mera apariencia? De ninguna manera, se trata de una diversa realidad. Y así, para emplear un símil imperfecto, no es ninguna mera apariencia la que hace que una herida se nos presente en un momento como algo horrible, y en cambio en el momento siguiente, después que el médico la ha lavado y curado, la veamos mucho menos horrible, por más que se trate de la misma herida. Por tanto ¿qué es lo que hace el que deniega el perdón a otro? Aumenta el pecado, hace que éste aparezca mucho mayor. Por eso el perdón extenúa el. pecado, y la negación del perdón lo alimenta. Podemos afirmar, en consecuencia, que aunque no sobreviniese ningún nuevo pecado, con todo y permaneciendo los que ya habla, iríase aumentando por ese camino la multitud de los pecados. Siempre que un pecado permanece, hay otro nuevo en realidad que se le suma, ya que el pecado crece con el pecado. El hecho de que un pecado permanezca constituye un nuevo pecado. ¡Ay, y este nuevo pecado estuvo en tu mano el evitarlo, con sólo que perdonando amorosamente hubiesen eliminado el pecado antiguo! Esto es lo que hace el amoroso, que cubre la multitud de los pecados.
El amor cubre la multitud de los pecados; porque el amor impide que el pecado se produzca y lo sofoca en el mismo momento de nacer.
Aunque se tenga todo preparado en relación a una que otra empresa u obra que se pretenda realizar, sin embargo, todavía es preciso en este caso atender a una cosa más, es decir, a la ocasión propicia. Lo mismo pasa con el pecado: una vez que se da en un hombre, todavía es necesario esperar la ocasión.
Las ocasiones pueden ser muy varias. Por ejemplo, la Sagrada Escritura afirma que el precepto o la prohibición son una ocasión del pecado. Precisamente la ocasión consiste en que algo esté mandado o prohibido. Esto no significa que la ocasión produzca el pecado, ya que la ocasión por sí sola jamás produce nada. La ocasión es como un intermediario o comisionista que presta simplemente su concurso en el trasiego de las mercancías dando lugar simplemente a que se realice el negocio que en otro sentido ya estaba hecho, a saber: como posibilidad. El mandamiento y la prohibición le tientan a uno precisamente en cuanto tratan de restringir el mal; y entonces el pecado se toma la ocasión por su mano, sí es éste el que se la toma, ya que la prohibición no es más que la ocasión. De esta manera la ocasión es como una nada, o como un algo fugaz que se atraviesa entre el pecado y la prohibición, perteneciendo a ambos en cierto sentido, si bien en otro sentido la ocasión sea como algo inexistente, aunque por otra parte jamás ha llegado realmente a existir una cosa, cualquiera que fuera, sin su ocasión correspondiente.
El mandamiento y la prohibición constituyen la ocasión. De una manera todavía más triste el pecado que hay en otro se convierte en una ocasión de pecado para quien se pone en contacto con él. ¡Ay, cuántas veces una palabra irreflexiva y frívolamente pronunciada ha sido la ocasión de muchas caídas ¡Cuántas veces una sola mirada equivoca ha bastado para que se acrecentara la multitud de los pecados!. ¿Qué diremos de los hombres que tienen que vivir a diario en un ambiente en que sólo ven y oyen la embestida del pecado y de la impiedad? ¡Ay, cuántas ocasiones de pecado se le ofrecen a esos hombres! ¡Ay, qué fácil es entonces el intercambio de las ocasiones! El pecado de un hombre está como en su elemento cuando se encuentra rodeado de pecados. Alimentado por la ocasión constante va prosperando y creciendo -caso de que pueda llamarse prosperar a eso de hacerlo con respecto a la maldad. Cada día se va haciendo más perverso; cada día va tomando más forma- 1 caso de que hablando de la maldad pueda emplearse esa expresión de "ir tomando forma", ya que el mal es mentira y engaño, y así algo que no puede tener forma. Y, en fin, va afianzándose más y más, aunque su vida esté flotante sobre el abismo y, por lo tanto, sin encontrar nunca un punto de apoyo.
Consiguientemente toda ocasión, en la medida en que se convierta en ocasión de pecar, contribuye a aumentar la masa de los pecados.
Pero hay un ambiente en que no se da en absoluto ninguna ocasión de pecado; este ambiente es el amor. Cuando el pecado de un hombre está rodeado de amor por todas partes, está cabalmente fuera de su elemento y es algo así como una ciudad sitiada a la cual se le ha cortado toda comunicación con los suyos; algo así como un hombre alcohólico, poco alimentado y al fin extenuado, sin apenas ya esperanzas de ninguna ocasión que sea capaz de encandilarlo de nuevo con la borrachera. Claro que todavía es bien posible que el pecado tome ocasión de contumacia precisamente del mismo amor que le rodea, pudiendo este amor contribuir a que aquél se amargue y se enfurezca todavía mas. Pues ¿de qué cosa no es capaz de hacer ocasión para su ruina un hombre depravado? Sin embargo, a la larga, el pecado no puede hacer frente hostil al amor. Por eso sólo al principio suelen darse tales escenas. Aquí pasa algo semejante a lo que ocurre con el hombre alcoholizado que está en tratamiento, a saber: que éste solamente es capaz los primeros días de sacar fuerzas de flaqueza y armar la marimorena, hasta que las recetas del médico hayan tenido el tiempo previsto de mostrar su eficacia. Y además, aunque hubiese alguien tan depravado que el mismo amor tuviera que dejarlo por imposible.... ¡ah, pero no, el amor no abandona a nadie jamás!..., tan depravado y contumaz que nunca cesase de tomar del mismo amor la ocasión de pecar, sin embargo, esto no significaría que muchísimos otros no pudieran de hecho ser salvados. Y así siempre seguirá siendo verdad que el amor cubre la multitud de los pecados.
Generalmente la autoridad no se cansa de excogitar medios adecuados para mantener preso al criminal, y casi lo mismo les ocurre a los médicos, hasta que a veces tienen que echar mano de la camisa de fuerza para mantener a raya a los pacientes locos. Con respecto al pecado podemos afirmar que no existe una camisa de fuerza más eficaz, y al mismo tiempo más liberadora, que la del amor. ¡Cuántas veces no ha sucedido que la cólera, que guerreaba furiosa en el pecho esperando meramente la más pequeña ocasión para explotar, quedóse al fin desarmada porque el amor no le dio la ocasión que buscaba! ¡Cuántas no ha muerto apenas nacer un depravado deseo, que con la angustia voluptuosa de la curiosidad estuvo unos instantes al acecho, espiando la menor oportunidad, pero en seguida sucumbió porque el amor no se la dio y a la par cuidó que ninguna oportunidad se diese! Y el resentimiento profundamente clavado en el alma, tan seguro, tan dispuesto e incluso tan deseoso de encontrar mil ocasiones para irritarse contra el mundo, contra los hombres; y contra Dios, es decir, contra todo, ¡cuántas veces no quedó ya apaciguado en un ambiente de mayor calma, precisamente porque el amor no le ofrecía ninguna ocasión de irritarse! Y esa cerrazón de los espíritus infatuados y tercos que se creían postpuestos e incomprendidos, y en consecuencia aprovechando todas las ocasiones para infatuarse todavía más y solamente deseando nuevas ocasiones para demostrar que tenían razón, ¡cuántas veces no se disipó ante la embestida luminosa y suave del amor que no le dio ni la más mínima ocasión a la infautacion enfermiza! Y esos planes perversos, a los que sólo les faltaba para triunfar el hallazgo de una oportunidad para la disculpa, ¡cuántas veces no tuvieron que deshacerse en cuanto el amor no les ofrecía absolutamente ninguna ocasión para disculparse de la maldad! Sí, desde luego, ¿cuántos crímenes no han sido ya evitados?, ¿cuántos proyectos malvados no fueron ya deshechos?, ¿cuántas resoluciones desesperadas no cayeron ya en el olvido?, ¿cuántos pensamientos pecaminosos no fueron ya frenados en el momento de ir a ponerlos en práctica? y ¿cuántas palabras irreflexivas no quedaron sin llegar a pronunciarse? ¡Y todo esto porque el amor nunca ha dado la ocasión!
¡Maldito el hombre que sirve de escándalo a los demás! ¡Bendito el amoroso, que denegando la ocasión encubre la multitud de los pecados!