Del libro Poemas solariegos
Apareció en la plaza de la villa una siesta,
Magnífico y grotesco,
Chispeante en síntesis piramidal su orquesta
Bajo las campanillas del sombrero chinesco.
Tocaba un viejo clarinete
Con escapes en falsete,
Mas también relumbrante de llaves argentinas
Que libertaban alegres marianinas.
Al mover, ya se sabe de qué ingenioso modo,
Con el pie los platillos y el bombo con el codo,
Relampagueaba el bronce su chafado estridor,
Y la caja rielaba con trémulo fulgor .
Entre abolladas cáscaras de lata y de barniz.
Y yo nunca he tenido sorpresa más feliz.
Todos los chicos le formamos corro
En deleite casi beato;
Y tanto relumbraba su centelleante gorro,
Que sólo al cabo de un rato,
Pudimos distinguir su barba bermeja,
Sus ojos verdes y un rulo
Que le caía al disimulo
Sobre la rebanada oreja.
A su lado, un hombre moreno,
De manos tatuadas y rostro agareno,
Descolgaba del hombro
Una vitrina no menos digna de asombro,
De la cual fué sacando con pausas astutas,
Artículos extraordinarios:
Yesqueros de mixto, esculpidos rosarios
Y jabones de olor que imitaban frutas.
Había un costurero guarnecido
De conchillas marinas, que insinuaba derroches
De tesoro escondido
De Las Mil y Una Noches.
(Porque ya sabíamos algo de Aladino
Y de Simbad el Marino;
Aunque para nuestra fábula campesina,
Uno era el Niño Ladino
Y el otro se llamaba Sinibaldo Medina.)
¿Y aquel globo de cristal que encerraba
Un pueblito con su pinar,
Sobre los cuales, si usted lo meneaba,
Se ponía a nevar?
Y aquel lapicero sorprendente
Cuyo cabo ocultaba también
Una minúscula lente
Con una vista de Jerusalén!
Entre los intervalos de una y otra tocata,
La vitrina seguía volcando en la vereda,
Al pregón de la «cosa linda, barata»,
Como los cofres mágicos, nácar, aroma y seda.
Pero, no bien el músico volvía a hacer su parte,
Tornábamos, sumisos, al dominio del arte.
Y tal era su hechizo
Ante el deslumbramiento de la menuda grey,
Que una chiquilina de don Andrés Carrizo,
Sentenció alelada: -Es el rey!
Y he aquí que lo era, en efecto.
El rey de la farándula, monarca indestronable,
Omnipotente y miserable,
Bienhechor, atorrante y perfecto.
¿No llevaba consigo hasta ese turco
De las manos tatuadas con crecientes azules,
Que desplegaba prodigiosos tules
Y tenía en las cejas un terrible surco
De verdugo de sultán,
Como aquel que en la estampa que él mismo vendía,
Con despiadada herejía
Le cortaba la cabeza a San Juan? ...
Así reinó una tarde con su murga y su lata,
Bajó el buen sol aldeano y el aplauso rural,
En la pureza total
De la gloria anónima y de la suerte ingrata.
(Porque luego supimos con certeza fatal,
Que se llamaba Pascual
Y era oriundo de la Basilicata.)
Tocó algún tiempo aún con buen resultado.
Hasta que un día dejó de lado
La musical maravilla,
Se quedó de hortelano de la villa,
Casó allá y tuvo un hijo que ahora es diputado.