P. G. Wodehouse
Fragmentos

Para completar el estudio psicológico de Mr. Worple, diremos que era hombre de humor tormentoso; respecto de Corky, pensaba que era un pobre diablo cuyas iniciativas eran continuas demostraciones de su idiotez innata. Es precisamente lo que creo que Jeeves piensa de mí.

Así pues, cuando una tarde entró Corky en mi casa acompañado de una muchacha y dijo: "Bertie, te presento a mi novia, Miss Singer", lo primero que dije fue:

— Corky, ¿qué dirá tu tío?

El pobre muchacho me lanzó una de sus miradas más tristes. Parecía ansioso y preocupado, como persona que ha perpretado un asesinato sin el menor obstáculo, pero no sabe cómo deshacerse del cadáver.

— Estamos muy asustados, Mr. Wooster —dijo la joven— y pensamos que tal vez usted podrá sugerirnos un modo de presentarnos a él.

Muriel Singer era una de esas muchachas tan quietecitas y simpáticas que tienen un modo de mirarlo a uno con sus ojazos, como si pensaran que uno es la cosa más grande del mundo, y como sorprendidas de que no lo hayamos descubierto aún. Se sentó, con total confianza, mirándome como si se dijera a sí misma: "Oh, sé que este hombre tan fuerte no me va a comer!"

Daban ganas de protegerla, de tomarla de la mano, acariciándosela, y decirle: "Vamos, vamos, pequeña; no será nada", o algo por el estilo. Me dio la sensación de que no había nada que yo pudiese dejar de hacer por ella. Aquella joven se parecía a esas bebidas norteamericanas de sabor inocente, pero que se apoderan de nosotros de manera imperceptible, al extremo de que, antes de tener tiempo de darnos cuenta de sus efectos, nos impulsan a reformar el mundo, por la fuerza si es preciso.

Se marcharon y llamé en seguida a Jeeves.

— ¡Jeeves!

— ¿Señor?

— ¿Qué haremos? Ya lo ha oído, verdad ? Ha permanecido en el comedor todo el tiempo. Ese pájaro bobo vendrá a instalarse aquí.

— ¿Pájaro bobo, señor?

— Ese ganso, si lo prefiere.

— ¿Cómo dice el señor?

Miré fijamente a Jeeves. Aquella respuesta no era propia de él. Comprendí entonces: estaba disgustado por lo de la corbata. Y se vengaba.

— Lord Pershore vendrá a vivr aquí, a partir de esta noche, Jeeves —le dije fríamente.

— Muy bien, señor. El desayuno está servido, señor.

Me habría puesto a llorar sobre los huevos duros y el tocino. El hecho de que Jeeves no me tuviera ninguna compasión me anonadaba. Por un momento estuve tentado de ceder, y decirle que hiciese trizas el sombrero y la corbata, sin tanto le disgustaban, pero me contuve. Estaría derrotado para siempre, si permitía a Jeeves que me tratara como un trapo.

— Claro, claro. Como le digo, señora. Motty se fue a Boston.

— Entonces, cómo se explica usted, Mr Wooster, que cuando ayer tarde visité la cárcel de Blackwell, en busca de información para mi libro, viera allí a mi pobre hijo, a mi querido Wilmot, vestido con traje a rayas, con una maza en la mano partiendo piedras?

Intenté buscar algo que decir, pero no encontré nada. Hubiera necesitado un cerebro más sólido y mejor constituido que el mío, para hacer frente a aquello. Me devané los sesos, pero nada apareció. Quedé mudo. Lo cual fue una suerte, porque no hubiera sido capaz de decir nada conveniente. Lady Malvern se había contenido hasta entonces, pero ahora se habían roto los diques, y vino la inundación.

— ¡Así ha cuidado usted a mi pobre hijo, a mi querido Wilmot, Mr. Wooster! ¡Así ha abusado usted de mi confianza! Lo dejé a su cuidado, creyendo que podía confiar en que usted lo defendería de todas las desgracias. Vino aquí inocente, sin conocer nada de las travesuras del mundo, confiado, ignorando las tentaciones de una gran ciudad, y usted lo ha precipitado al abismo del pecado!

Reconocí que no tenía ningún comentario que oponer. Lo único que se me ocurría imaginar era el espectáculo de mi tía Agatha recopilando todas estas explicaciones y esperándome a mi regreso.

— ¡Deliberadamente, usted ...!

Lejos, en las profundidades del comedor, comenzó un rumor de pasos, y poco después Jeeves se hizo visible. Lady Malvern quiso fulminarlo con la mirada. Pero eso es inútil con Jeeves. Está hecho a prueba de miradas.

Rocky era poeta. Por lo menos, cuando hacía algo, escribía poesías; pero la mayor parte del tiempo, por lo que sé, se lo pasaba en una especie de nirvana. Una vez me contó que podía pasarse horas enteras sentado en un seto siguiendo los movimientos de un gusano.

Su programa de vida estaba muy bien diseñado. Tres días al mes los ocupaba escribiendo alguna poesía; los restantes días del año, descansaba. Yo no sabía que la poesía diera tanto dinero como para mantener a una persona, aun del modo en que vivía Rocky. Pero parece que si se hacen poesías a base de consejos para la juventud, y se prescinde de las rimas, los editores norteamericanos se pelean por ellas. Rocky me enseñó una vez un poema suyo. Empezaba así:

¡Vive!
El pasado está muerto,
el futuro ha de nacer.
¡Vive hoy!
¡Hoy!
¡Vive hasta el último nervio,
hasta la última fibra,
hasta la última gota de tu sangre !
¡Vive !
¡Vive!

Seguían otras tres estrofas, y el conjunto estaba publicado en la contratapa de una revista, con una especie de orla alrededor, y un dibujo de un vistoso personaje desnudo, con músculos prominentes, que contemplaba el sol. Rocky me dijo que le dieron cien dólares por ese poema, y se estuvo en la cama hasta las cuatro de la tarde por espacio de casi un mes.

Lancé una mirada en derredor mío. Había llegado el momento de partir. Me puse triste y recordé esos melodramas en que un individuo se ve arrojado de su hogar, y queda solo entre la nieve.

Estoy de acuerdo con esos poetas-filósofos que dicen que uno debe sentirse satisfecho de pasar tribulaciones. Me refiero a todo eso sobre el sufrimiento que purifica y cosas por el estilo. El sufrimiento hace más compasiva a la gente. Es más fácil hacerse cargo de las desgracias de los demás, si uno las ha tenido que soportar antes.

Mientras estaba en el centro de mi solitario dormitorio del hotel, esforzándome en hacerme yo solo el nudo de mi corbata blanca, se me ocurrió pensar que en el mundo hay muchos hombres que no tienen un criado que cuide de ellos. Siempre había considerado a Jeeves como una especie de fenómeno natural; pero, claro, si se piensa bien, se comprende que deben existir muchísimos individuos que tienen que plancharse los pantalones ellos mismos, que no tienen a nadie que les traiga el té por las mañanas, etc. Quedé muy emocionado por estos pensamientos. Y desde entonces he podido comprender las espantosas privaciones que han de soportar los pobres.

— Ya conoce usted a Bertie Wooster, ¿no es verdad, tía Isabel? —preguntó Rocky, al acercarme a la mesa.

— Sí.

— Siéntate, Bertie —dijo Rocky.

Y así empezó la diversión. Fue una de aquellas fiestas divertidísimas, esas juergas despampanantes en que uno tose dos veces antes de hablar, y al fin opta por quedarse callado.

— Oye, Bertie ¿es verdad que tú también estuviste prometido, tiempo atrás, con Honoria?

— Efectivamente.

Biffy tosió.

— ¿Cómo la dejaste .. ? Quiero decir, ¿cuál fue la tragedia que evitó la boda?

— Jeeves lo hizo todo. El asunto quedó a cargo suyo.

— Antes de irme —dijo Biffy pensativamente— entraré un momento en la cocina a charlar un poco con Jeeves...

Jeeves tiene algo de insidioso. Muchas veces me ha salido con propuestas, proyectos o planes de batalla visiblemente disparatados, y al cabo de cinco minutos ya estaba yo convencido de que no sólo eran razonables, sino incluso excelentes. Pero aquel proyecto era el peor de todos los propuestos hasta la fecha, y se pasó casi un cuarto de hora hablando. Pero no me convenció. Me mantuve firme, hasta que soltó la noticia bomba.

— Además, señor, debo aconsejarle que salga de Londres lo más pronto posible y que permanezca algún tiempo en un lugar oculto.

— ¿Qué dice? ¿Por qué?

— En la última hora, le ha telefoneado tres veces Mrs. Spencer, señor. Tenía gran interés en hablar con usted.

— ¡Tía Agatha! —exclamé palideciendo.

— Sí, señor. Al parecer ha leído en un diario vespertino la información relativa a lo sucedido esta mañana en el tribunal coreccional, señor.

Salté de la silla como un conejo en la pradera. Si tía Agatha me perseguía, lo más indicado era huir.

— Jeeves —dije—, ha llegado el momento de obrar. Prepare las valijas a toda prisa.

— Ya están preparadas, señor.

— Pregunte cuándo sale un tren para Cambridge.

— Dentro de cuarenta minutos.

— Llame un taxi.

— Espera en la puerta.

— ¡Magnífico! Entonces, acompáñeme.

— Sí, señor —contestó Jeeves con tono bajo y glacial.

— ¿No le gusta ?

— No, señor. Las camisas de seda con pechera floja no se llevan con el traje de noche, señor.

— Escúcheme, Jeeves —le dije, mirándolo fijamente—, quedan muy bien. Hasta puedo aprovechar la ocasión para anunciarle que he encargado una docena de ellas en la casa Peabody & Simms; y no hace falta que ponga esa cara, porque no me convencerá.

— Si usted me permite ...

— No, Jeeves, —le dije, levantando una mano— es inútil discutir. Nadie respeta tanto como yo su opinión en materia de calcetines, corbatas, y hasta zapatos. Pero en materia de camisas para trajes de noche, sus nervios lo traicionan. No tiene visión de las cosas, está usted lleno de prejuicios y es un reaccionario. Terco, es el calificativo que mejor le cuadra. Puede interesarle saber que cuando estuve en Le Touquet, el príncipe de Gales asistió una noche al casino con una camisa de seda de pechera floja.

— Su Alteza Real puede permitirse alguna licencia, señor, pero en su caso...

— No, Jeeves —le interrumpí categóricamente—, es inútil. Cuando los Wooster nos obstinamos en una cosa...

— Muy bien, señor.

Noté que Jeeves se sentía mortificado; por supuesto, todo el episodio había sido muy desagradable. Pero no se pueden tolerar ciertas cosas.

Me esforcé en hablar con voz clara y sonora, pero no las tenía todas conmigo. Visitar una casa por primera vez siempre pone nervioso a un individuo tímido y modesto; y la situación no mejora precisamente si, además, va allí suplantando a otra persona. Me temía que iba a fracasar, y la apariencia de los Pringle parecía confirmarlo.

Sippy me había dicho que aquella gente era la más carcamal de Inglaterra, y la observación me pareció justa. El profesor Pringle era un hombre delgado, calvo, con aspecto de dispéptico y ojos de pescado. Mrs. Pringle parecía una persona que había recibido una mala noticia al comenzar el siglo, sin que todavía hubiera podido reponerse. Y todavía estaba asimilando la impresión que me había causado esta pareja, cuando me presentaron a un par de antigüallas femeninas, envueltas en sendos velos.

— Sin duda recordará usted a mi madre, ¿verdad? —dijo el profesor, aludiendo al vejestorio número uno.

— ¡Oh, claro...! —dije, simulando un gratísima sorpresa.

— Y a mi tía —suspiró el profesor, como si las cosas fuesen de mal en peor.

— ¡Desde luego! —dije, con otra agradable expresión de sorpresa dedicada al vejestorio número dos.

— Esta misma mañana decían que se acordaban de usted —gimió el profesor.

Hubo una pausa silenciosa. Todas las miradas de este grupo familiar, que parecía sacado de alguna macabra escena de Edgar Allan Poe, se concentraron sobre mí. Sentí que todo mi "joie de vivre" se desvanecía.

Así, dando golosinas al niño casi constantemente, logramos pasar el resto de aquel día. A las ocho se quedó dormido en una silla. Le quitamos la ropa desabrochándole todos los botones que encontramos; y cuando no había botones, tirábamos de la prenda hasta que de un modo u otro, cedía. Y lo acostamos.

Freddie miró el montón de prendas que había quedado en el suelo, con una profunda arruga entre ceja y ceja. Adiviné lo que pensaba. Quitar la ropa a un chico, es cosa sencilla: simplemente, cuestión de fuerza. Pero ¿cómo nos arreglaríamos para volver a ponerle todas esas prendas? Revolví el montón con la punta del pie. Había una infinidad de ropa blanca, y una especie de faja de franela rosa que no sé cómo describir. Todo muy desagradable.

— Esa tía tuya —me dijo Bingo— es una amenaza para la sociedad, una destructora de hogares, una plaga. ¿Sabes lo que ha hecho? Ha convencido a Rosie para que escriba una artículo para su maldita revista.

— Ya lo sé.

— Pero lo que no sabes es sobre qué tema.

— Sólo me dijo que tía Dalia le había sugerido un tema apasionante.

— Debe tratar de mí.

— ¿De tí?

— Sí, de mí. ¡De mí! ¿Sabes cómo se titulará ? "Cómo conservo el amor de mi cariñito"

— ¿Y quién es el cariñito ?

— ¡Yo, al parecer! —contestó Bingo con amargura—. Además, según ese artículo yo sería un sinfín de otras cosas, que por delicadeza no puedo repetir, ni a un amigo de confianza. En resumen, este artículo idiota es una de esas tonterías que llaman "relatos de interés humano"; una de esas revelaciones íntimas de la vida conyugal que encantan al público femenino. Todo el artículo habla de Rosie y de mí, de lo que ella hace cuando regreso a casa de mal humor, y así sucesivamente. Te aseguro, Bertie, que todavía me pongo colorado al recordar el segundo párrafo.

— ¿Qué dice?

— Me niego a explicártelo. Pero te aseguro que es el colmo....Bertie, ese artículo no puede publicarse.

— Pero...

— Si aparece, tendré que darme de baja de mis clubes, dejarme crecer la barba y convertirme en ermitaño. No podré regresar al mundo civilizado.

— ¿No exageras algo, mi amigo? —le dije—. ¿No le parece a usted, Jeeves, que exagera?

— No lo sé, señor.

— Te aseguro que no exagero —dijo el joven Bingo—. Tú no lo has oído, yo sí. Rosie puso el cilindro en el dictáfono anoche, antes de cenar, y era horrible oír cómo el instrumento vomitaba esas frases espantosas. Si ese artículo se publica, todos mis amigos me tomarán el pelo... Bertie —añadió con voz entrecortada—, tu tienes la imaginación de un jabalí, pero podrás imaginar lo que dirán Jimmy Bowles y Tuppy Rogers, por citar sólo a dos, si leyeran un artículo en que se dice que yo soy "un niño travieso, mitad dios, mitad charlatán".

Lo imaginé....

— Pero ella no dirá eso...

— Te aseguro que sí. Y si te digo que he seleccionado esa frase porque es la más excusable de todas, comprenderás mi estado de ánimo.

(de 'Un par de solteros')

— ¿Qué quiere?

— He venido a leerle mi poema, señor.

— ¡Ah, ya!

El policía carraspeó con modestia.

— Es poca cosa, Mr Beamish; una especie de esbozo, como diría usted, sobre las calles de Nueva York, tal como aparecen a la vista de un policía en su ronda. Me gustaría leérselo, si me lo permite.

Garroway tragó saliva, cerró los ojos, y empezó a recitar con el peculiar tono de voz que reservaba para las declaraciones ante los magistrados.

— "¡Calles!"

— ¿ Es el título ?

— Sí, señor, y el primer verso también.

Hamilton Beamish se sobresaltó.

— ¿Verso libre?

— ¿Señor?

— ¿No riman?

— No, señor. Ud. ha dicho que las rimas son convencionalismos de otros tiempos.

— ¿Yo dije eso?

— Sí, de veras, señor. Y desde luego, así es más cómodo. Esto facilita enormemente el componer poesía.

Hamilton Beamish le miró perplejo. Admitió que pudo haber dicho aquellas palabras, pero el hecho de que se hubiese propuesto privar a una persona del puro gozo de rimar "pasión" con "corazón", o "flor" con "amor", le parecía, en su actual estado de exaltación algo inconcebible.

— ¡Curioso! —dijo—. ¡Realmente curioso! De todos modos, continúe.

El agente Garroway tragó saliva de nuevo y volvió a cerrar los ojos.

¡Calles!
¡Horribles, atroces, sórdidas calles!
¡Miles de devorantes calles!
Este, oeste, norte
y sin fin, extendiéndose hacia el sur.
Tristes, lúgubres y heladas.
Desesperadas y tenebrosas.
¡Calles!

Hamilton frunció las cejas.

Camino por las fúnebres calles,
camino con el alma destrozada.

— ¿Por qué? —interrumpió Hamilton Beamish.

— Es parte de mis obligaciones, señor. A cada policía le asignan un sector del barrio para hacer la ronda.

— Quiero decir por qué camina con el alma destrozada.

— Porque mi corazón sangra, señor.

— ¿Sangra? ¿Su corazón?

— Sí, señor, ¡mi corazón sangra! ¡Veo tantas miserias y tantas desgracias, y mi corazón sangra!

— Bien. Sigamos. Todo esto me parece muy curioso... pero sigamos.

Veo hombres oscuros,
Que se arrastran a lo lejos
con fulgurantes ojos pérfidos,
que brillan con odio atroz,
Cual leprosos que buscan
Una presa en medio de la calle.

Hamilton estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo.

Hombres que un día fueron hombres,
Mujeres que un día fueron mujeres,
Niños, como monos raquíticos,
Perros que aúllan, muerden,
Roban y odian.
¡Calles!
¡Repugnantes, pútridas calles!
Sigue mi paso por las inciertas calles
¡y me deseo la muerte!

Garroway calló y abrió los ojos. Hamilton Beamish, cruzando la habitación, se acercó y le dio un golpe en la espalda.

— Entiendo, —dijo— su problema es el hígado. Dígame, ¿tiene algún punto que le duela o que este hipersensible?

— No, señor.

— ¿Fiebre, escalofríos, temblores?

— No, señor.

— Entonces no se trata de un ataque hepático... quizá una ligera atonía del esófago; atonía que puede calmare con calomelano. Mi querido Garroway, su poema es un monumental desatino. Es absurdo que pretenda hacernos creer que no ve a un gran número de personas agradables y atractivas durante su ronda. Las calles de Nueva York están llenas de gente encatandora. Yo las encuentro por todos lados....

(de 'Dieciocho hoyos')

— Al fin y al cabo —dijo el joven—, el golf no es más que un juego.

Hablaba con amargura, y ofrecía el aspecto del que ha estado siguiendo una serie de pensamientos. Había entrado al comedor del club de muy mal humor, a última hora de una atardecer de noviembre, y durante unos pocos minutos permaneció sentado, quieto y ceñudo, contemplando el fuego que ardía en la chimenea.

— Nada más que un pasatiempo —dijo el joven.

El Socio Veterano, moviendo la cabeza en su sillón habitual, se irguió horrorizado y lanzó una rápida mirada por encima del hombro para asegurarse de que ningún camarero había escuchado esas espantosas palabras.

El caddie regresó.

— ¿Qué hay? —preguntó Poskitt.

— La señora ha dicho "¿Ah, sí?"

— ¿Cómo dijo?

— Dijo: "¿Ah, sí?". Yo le dije lo que usted me encargó que le dijera y ella dijo "¿Ah, sí?".

Vi a Poskitt palidecer. No me sorprendía. Cualquier marido palidecería si su mujer, en respuesta a un mensaje para decirle que un asunto importante le impide asistir al almuerzo, contestase "¿Ah, sí?". Y de todos los maridos el que se podía esperar que palideciese más era Joseph Poskitt. Como tantos de esos hombres corpulentos y musculosos, en su casa era un esclavo. Su mujer lo mandaba con una implacable firmeza desde el día en que pisó el umbral de la iglesia de St. Peter, Easton Square.

Se mordió el labio, pensativo.

— ¿Estás seguro de que no ha dicho más bien: "Ah, sí.", así nomás, sin interrogación, como indicando que lo había entendido y que estaba todo bien...?

— Dijo: "¿Ah, sí?".

— ¡Hum! —murmuró Poskitt.

Me alejé. No podía soportar ver a aquel viejo amigo en semejante situación. Soy soltero, de modo que me sería imposible decir qué hacen las esposas a los maridos que a última hora eluden asistir a almuerzos importantes, pero una mirada me bastó para comprender que en casa de Poskitt, al menos, debía ser algo bastante serio.