J. R. R. Tolkien
Athrabeth Finrod Ah Andreth
De la Muerte y los Hijos de Eru, y del Mal de los Hombres

Prefacio de la Sociedad Tolkien Española

Hacia 1959 Tolkien se halla enfrascado de lleno en lo que el Doctor Irigaray de la Sociedad Tolkien Argentina llama su etapa revisionista. Sólo le quedan tres lustros de vida y el tiempo parece presionarle. Ha tenido un cierto éxito con El Señor de los Anillos, aunque todavía no ha empezado la fiebre de las universidades en Estados Unidos. En cualquier caso, el veterano profesor de Oxford empieza a comprender que ha invertido la mayor parte de su vida en un gran proyecto creativo, la Tierra Media, que empezó como un marco donde expresar sus inquietudes filológicas y, poco a poco, se ha ido apoderando de todos sus ámbitos de pensamiento. Problemas éticos, problemas estéticos, deseos literarios... El árbol va creciendo de forma inexorable y se alimenta de un humus que si siempre será "principal y eminentemente materia lingüística", tiende a enriquecerse con muchos otros puntos de interés.

Tolkien envejece y madura. Sus preocupaciones no son las mismas que en 1917, cuando empezó a escribir El Libro de los Cuentos Perdidos. Sus contínuas revisitaciones a los textos le suscitan preguntas de solución cada vez más complicada. La Athrabeth Finrod ah Andreth (es decir, la Conversación de Finrod y Andreth) surge como una investigación acerca de la relación entre los Mirröanwi (los Encarnados, los Hijos de Eru) y su Creador, una relación que debe desarrollarse entre las limitaciones que impone el corpus mítico de estética pagana que Tolkien ya había definido y las inquietudes teológicas del autor. Esta obra, recogida por Christopher Tolkien en su Morgoth's Ring (décimo volumen de la Historia de la Tierra Media), es contemporánea a otras de esta etapa que se cuestionan problemas parecidos: la inmortalidad de los Elfos (y cómo afecta eso a su crecimiento, a su memoria, a su personalidad), la supuesta irredimibilidad de los Orcos, los orígenes míticos del mundo... El Morgoth´s Ring es el testimonio de una etapa donde Tolkien trató de racionalizar sus poderosas imágenes poéticas, intento destinado al fracaso (si por ello entendemos la imposible reconciliación entre mito y pensamiento racional) que dejó sin embargo alardes de ingenio y audacia de pensamiento como el que ofrecemos aquí.

Si el lector acude al texto original, tal como lo recoge Christopher Tolkien, se encontrará con lo siguiente: primero, el cuento de la Athrabeth que nosotros publicamos; después, un análisis de J.R.R.Tolkien sobre su propio cuento que durante 8 páginas intenta sistematizar las profundas cuestiones que se debaten en él; posteriormente, las notas del propio Tolkien a su análisis (otras diez páginas que confirman lo que ya dijera C.S.Lewis: Tolkien era un genio de las notas a pie de página, que en él toman categoría de género literario); a continuación cinco páginas sobre la falta primordial que enemistó a los Hombres con Eru (un dato que Andreth se niega a dar en nuestra versión y resulta ser una terrible visión de la Caída de la Humanidad); y finalmente un glosario y unas notas de C.R.Tolkien sobre la obra de su padre. Es decir, que aquí sólo ofrecemos una tercera parte de todo lo que aparece en Morgoth's Ring bajo el título de Athrabeth Finrod ah Andreth.

¿Por qué traducir la Athrabeth?En primer lugar, para paliar el profundo desconocimiento de muchos tolkienistas acerca de los escritos y las ideas más interesantes de la Historia de la Tierra Media, una colección que no sólo se traduce al español a un ritmo muy, muy pausado, sino que tiene en sus volúmenes 4, 6, 7 y 8 lo que muchos consideran auténticos páramos para el entusiasmo por Tolkien. Creemos que el salto directo a un fragmento del décimo volumen era necesario. Además, la Athrabeth es un diálogo largo entre dos personajes de la Primera Edad (algo difícil de encontrar, puesto que El Silmarillion es principalmente crónica no dialogada). Es también una ventana a esa apasionente figura que es Finrod Felagund: guerrero, rey, diplomático y poeta. Nos ofrece, por añadidura, una visión sobre la relación real entre los Atanatári y los Eldar en los Días Antiguos: ¿qué sentían los unos acerca de los otros, viviendo como vecinos y aliados, pero siendo tan y tan distintos? Por último, hay una incursión en el tema del amor entre ambos linajes, que proporciona un contrapunto a las historias de Beren y Lúthien, de Túor e Idril y debe incluírse en la casuística de este campo siempre complejo.

La traducción es, lo creo sinceramente, la mejor posible. Jamás un traductor al español de Tolkien tuvo tanto tiempo, ganas y conocimientos sobre este autor en concreto como he tenido yo. Por otra parte, mi impericia en la práctica real de la traducción ha sido más que compensada por la exhaustiva corrección de Estela Gutiérrez, Nienor, quién no sólo está licenciada en esta disciplina sino que actualmente trabaja como correctora para la propia Minotauro, por lo que podéis considerar este cuento como un avance de lo que viene.

Por último, no resta sino agradecer a Luís Goñi, Adanedhel, y a Eduardo Santamaría, Aldaron, que me insistieran tanto para que leyera Morgoth´s Ring y ,desde luego, he de dar las gracias a todos aquellos en la Sociedad Tolkien Española que han colaborado de una u otra forma para que este texto de Tolkien llegue ahora a vuestras manos.

Pablo J. Ginés Rodríguez, Azaghâl

ATHRABETH FINROD AH ANDRETH
De la Muerte y los Hijos de Eru y del Mal de los Hombres
J. R. R. Tolkien

Ahora bien, los Eldar aprendieron que, según el conocimiento de los Edain, los Hombres creían que sus hröar no eran de corta vida por estricta naturaleza, sino que eso era así por la malicia de Melkor. Los Eldar no veían con claridad a qué se referían los Hombres: si a la mácula general de Arda (a la cual ellos mismos atribuían la causa del desvanecimiento de sus propios hröar); o a alguna maldad especial contra los Hombres en tanto que Hombres, que fue perpetrada en las edades oscuras antes de que los Edain y los Eldar se encontraran en Beleriand; o a ambas.

Pero a los Eldar les parecía que si la mortalidad de los Hombres había venido por una maldad especial, la naturaleza de los Hombres había sido gravemente cambiada desde el diseño primero de Eru; y esto era materia de asombro y terror para ellos, porque, si en verdad así era, entonces el poder de Melkor debía ser (o haber sido en el principio) mucho más grande de lo que los mismos Eldar habían comprendido; mientras que la naturaleza original de los Hombres debía haber sido extraña en verdad y distinta a la de todos los otros moradores de Arda.

Acerca de estas cosas se registra en las historias de los Eldar que Finrod Felagund y Andreth la Sabia conversaron en Beleriand una vez hace mucho tiempo.

Esta historia, que los Eldar llaman Athrabeth Finrod ah Andreth, se ofrece aquí en una de las formas que se ha conservado.

Finrod (hijo de Finarfin, hijo de Finwë) era el más sabio de los exiliados Noldor, estando más preocupado que todos los demás por asuntos del pensamiento (más que por las artesanías o la destreza manual); y estaba dispuesto a descubrir todo lo que pudiera acerca de los Hombres. Él fue quien por vez primera encontró Hombres en Beleriand y se hizo su amigo; y por esta razón a menudo los Eldar lo llamaban Edennil, el Amigo de los Hombres. Amaba sobre todo a la gente de Bëor el Viejo, porque era a éstos a quienes encontró primero en los bosques de Beleriand Oriental.

Andreth era una mujer de la Casa de Bëor, la hermana de Bregor, padre de Barahir (cuyo hijo fue Beren el Manco, de gran renombre). Era sabia en pensamiento, y entendida en el saber de los Hombres y sus historias; por esta razón los Eldar la llamaban Saelind, Corazón Sabio. De los Sabios algunos eran mujeres y eran muy apreciadas entre los Hombres, especialmente por su conocimiento acerca de las leyendas de los días antiguos. Otra mujer Sabia fue Adanel, hermana de Hador Lórindol, que fue Señor del Pueblo de Marach, cuya cultura y tradiciones, además de la lengua, diferían de las del Pueblo de Bëor. Pero Adanel estaba casada con un pariente de Andreth, Belemir de la Casa de Bëor: fue abuelo de Emeldir, madre de Beren. En su juventud Andreth vivió largo tiempo en casa de Belemir y así había aprendido de Adanel mucho del conocimiento del Pueblo de Marach, además del de su propia gente.

En los días de paz antes de que Melkor rompiera el Sitio de Angband, Finrod visitaba a menudo a Andreth, a quien amaba con gran amistad, porque la encontraba más dispuesta a compartir sus conocimientos con él de lo que lo estaban la mayoría de los Sabios de los Hombres. Una sombra parecía cernirse sobre ellos, y los seguía una oscuridad de la cuál eran reacios a hablar incluso entre ellos. Y tenían miedo de los Eldar y no les revelarían fácilmente sus pensamientos o leyendas. En verdad, los Sabios entre los Hombres (que eran pocos) mantenían en secreto su saber y lo pasaban sólo a aquellos que escogían.

Ahora bien, sucedió que una primavera Finrod fue por un tiempo huésped en la casa de Belemir y dio en hablar con Andreth la Sabia acerca de los Hombres y sus destinos. Pues por aquellos días Boron, Señor de la gente de Bëor, había muerto poco después de Yule, y Finrod estaba apenado.

-Triste para mí, Andreth -dijo- es el paso fugaz de tu gente. Pues ahora Boron, el padre de tu padre, se ha ido; y aunque era anciano, decís, para la edad de los Hombres, aún así le conocí demasiado brevemente. Poco tiempo en verdad me parece que ha pasado desde que vi por primera vez a Bëor al este de esta tierra, pero ahora ya no está, ni su hijo, ni tampoco el hijo de su hijo.

—Han pasado ya más de cien años -dijo Andreth,- desde que cruzamos las Montañas; y Bëor y Baran y Boron vivieron todos más de noventa años. Nuestro vida era más corta antes de encontrar esta tierra.

—Entonces, ¿estáis satisfechos aquí? -dijo Finrod.

—¿Satisfechos? -dijo Andreth. -Ningún corazón de Hombre está satisfecho. El tránsito y la muerte le es siempre penoso; pero un declive más lento proporciona cierto consuelo, y retira ligeramente la Sombra.

- ¿Qué quieres decir? -dijo Finrod.

— ¡Bien lo sabéis! -dijo Andreth. -La oscuridad que ahora está contenida en el Norte, pero que una vez...-y aquí hizo una pausa y sus ojos se oscurecieron, como si su mente hubiera retrocedido a años negros que debieran olvidarse- que una vez se extendió por toda la Tierra Media, mientras vosotros morabais en vuestra beatitud.

—Yo no preguntaba sobre la Sombra -dijo Finrod.- ¿A qué te referías, decía, con su retirada? ¿O cómo se relaciona ello con el fugaz destino de los Hombres? También vosotros, creemos (instruidos por los Grandes que lo saben) sois Hijos de Eru, y vuestro destino y naturaleza provienen de Él.

— Veo -dijo Andreth- que en eso vosotros, los Altos Elfos, no diferís de vuestros parientes menores que hemos encontrado por el mundo, aunque nunca hayan morado en la Luz. Todos los Elfos, aseguráis que morimos pronto porque tal es nuestra naturaleza. Que somos frágiles y breves, y vosotros fuertes y duraderos. Puede que seamos "Hijos de Eru", como decís en vuestras historias; pero también para vosotros somos niños: para ser quizá un poco amados, y sin embargo criaturas de menos valía, a las que podáis mirar por encima del hombro desde la altura de vuestro poder y conocimiento, con una sonrisa, o con lástima, o sacudiendo la cabeza.

—Ay, te acercas a la verdad- dijo Finrod. -Al menos así sucede con muchos entre mi gente; pero no con todos y en absoluto conmigo. Mas ten bien presente, Andreth, que cuando os llamamos "Hijos de Eru" no hablamos a la ligera; porque ese nombre no lo pronunciamos en broma ni sin completa voluntad. Cuando hablamos así, lo hacemos desde el conocimiento, no desde la mera tradición élfica; y proclamamos nuestro parentesco, mucho más próximo (tanto en hröa como en fëa) que el que une a todas las otras criaturas de Arda o a nosotros con ellas.
También amamos a otras criaturas de la Tierra Media en su medida y raza: las bestias y pájaros que son nuestros amigos, los árboles e incluso las hermosas flores que perecen más rápido que los Hombres. Su muerte nos entristece, pero creemos que es parte de su naturaleza, tanto como lo son sus formas o colores.
Pero por vosotros, que sois nuestros parientes más cercanos, nuestra pena es mucho mayor. Mas, si tenemos en cuenta la brevedad de la vida en toda la Tierra Media, ¿no debemos creer que vuestra brevedad es también parte de vuestra naturaleza? ¿No piensa esto también vuestra propia gente? Y aun así, de tus palabras y su amargura adivino que piensas que erramos.

—Pienso que erráis vosotros y todos los que piensan igual- dijo Andreth; - y que ese mismo error procede de la Sombra. Pero hablemos de los Hombres. Algunos dirán esto y otros aquello; pero la mayoría, que piensa poco, sostendrá que su breve periodo en el mundo siempre ha sido tal. Mas hay algunos que piensan distinto; los hombres los llaman "Sabios", pero poco los escuchan. Porque no hablan con seguridad ni con una sola voz, ya que no certeza de la que tú te enorgulleces, sino que han de depender de la "tradición", en la que la verdad (si es que puede hallarse) debe ser cribada. Y en cada criba hay paja con el grano elegido, y sin duda algo de grano con la paja que se rechaza.
Mas entre mi gente, de Sabio a Sabio, procedente de la noche, llega la voz que dice que los Hombres no son ahora como fueron, ni como era su verdadera naturaleza en un principio. Y aún más claro lo dicen los Sabios del Pueblo de Marach, que han conservado un nombre para Aquel que llamáis Eru, aunque en mi pueblo Él está casi olvidado. Esto aprendí de Adanel. Ellos dicen sencillamente que los Hombres no son de corta vida por naturaleza, sino que así es por la maldad del Señor de la Oscuridad, a quien no nombran.

—Eso bien puedo creerlo -dijo Finrod: - que vuestros cuerpos sufren en alguna medida la maldad de Melkor. Porque vivís en Arda Maculada, como nosotros, y toda la materia de Arda fue tocada por él, antes de que vosotros o nosotros llegáramos y nutriéramos nuestros hröar y su mantenimiento: toda excepto quizá Aman, antes de que él llegara allí. Pues sabe que no es distinto con los propios Quendi: su salud y estatura han disminuido. Ya aquellos de nosotros que moran en la Tierra Media, e incluso los que a ella hemos retornado, encuentran que el cambio de sus cuerpos es más rápido que al principio. Y eso, creo, debe anunciar que se harán menos resistentes al desgaste de para lo que fueron diseñados, aunque puede que esto no sea evidente por muchos años. Y de igual forma sucede con los hröar de los Hombres, son más débiles de lo que debieran. Así, pues, sucede que aquí en el Oeste, donde antaño su poder se extendió menos, tienen más salud, como tu dices.

—¡No, no! -dijo Andreth. -No entiendes mis palabras. Porque siempre pensáis lo mismo, mi señor: los Elfos son Elfos, y los Hombres son Hombres, y aunque tienen un Enemigo común, que los ha injuriado a ambos, aún se mantiene la distancia entre los señores y los humildes, los primeros llegados altos y resistentes, los seguidores menores y de breve servicio.
Ésa no es la voz que los Sabios oyen en la oscuridad y más allá. No, señor, los Sabios de entre los Hombres dicen: "No se nos hizo para la muerte, no nacemos para morir. La muerte se nos impuso." Y ¡observa! el miedo a ella siempre nos acompaña y siempre la rehuimos como la liebre al cazador. Pero en lo que a mí respecta, creo que no hay escapatoria en este mundo, no, ni aunque pudiésemos llegar a la Luz más allá del Mar o ese Aman del que habláis. Con esa esperanza hemos viajado durante muchas vidas de Hombres, mas la esperanza era vana. Eso dijeron los Sabios, pero no se detuvo la marcha porque, como he dicho, poco se les escucha. Y ¡mira! hemos huido de la Sombra hasta las últimas costas de la Tierra Media, ¡sólo para encontrar que está aquí, delante de nosotros!

Entonces Finrod guardó silencio; pero al cabo de un rato dijo:

—Esas palabras son extrañas y terribles. Y tú hablas con la amargura de aquélla cuyo orgullo ha sido humillado y no busca sino herir a sus contertulios. Si todos los Sabios entre los Hombres hablan así, entonces bien puedo creer que habéis sufrido un gran daño. Pero no por mi gente, Andreth, ni por ninguno de los Quendi. Si somos como somos, y si sois como os encontramos, no se debe a nuestros actos ni a nuestros deseos, y vuestras penas no nos causan regocijo ni alimentan nuestro orgullo. Sólo uno diría lo contrario: aquel Enemigo que no nombráis. ¡Cuidado con la paja de tu grano, Andreth! Pues podría ser mortal: mentiras del Enemigo que alimentándose en la envidia podrían criar odio. No todas las voces que surgen de la oscuridad dicen la verdad a las mentes que buscan extrañas nuevas. ¿Pero quién os hizo este daño? ¿Quién os impuso la muerte? Melkor, dirías seguramente, o cualquiera que sea el nombre que le deis en secreto. Porque hablas de la muerte y su sombra como si fueran una y la misma; y como si escapar de la Sombra fuera también escapar de la Muerte. Pero no son lo mismo, Andreth. Así creo, o la muerte no se encontraría en absoluto en este mundo que él no diseñó, sino Otro. No, muerte no es sino el nombre que damos a algo que él ha tocado, y suena por lo tanto maligno, pero intacto su nombre sería bueno.

—¿Qué sabéis de la muerte? No la teméis porque no la conocéis -dijo Andreth.

—La hemos visto y la tememos -respondió Finrod. -Nosotros también podemos morir, Andreth, y hemos muerto. El padre de mi padre fue cruelmente asesinado, y muchos le han seguido, exiliados en la noche, en el hielo cruel, en el mar insaciable. Y en la Tierra Media hemos muerto por fuego y por humo, por veneno y en las crueles hojas del combate. Fëanor está muerto y Fingolfin fue pisoteado bajo los pies del Morgoth. ¿Con qué fin? Para expulsar la Sombra, o si no fuera posible, para impedir que se extienda una vez más sobre toda la Tierra Media; ¡para defender a los Hijos de Eru, Andreth, a todos los Hijos y no sólo a los orgullosos Eldar!

—Yo había oído -dijo Andreth- que era para recuperar vuestro tesoro, que vuestro Enemigo había robado, mas quizá la Casa de Finarfin no es una con los Hijos de Fëanor. Pero pese a todo vuestro valor, yo te digo de nuevo: ¿qué sabéis de la muerte? Puede que para vosotros sea dolorosa y una pérdida, pero sólo por un tiempo, un puñado robado a la abundancia, a menos que se me hayan contado falsedades.
Porque sabéis que al morir no abandonáis el mundo, y que podéis retornar a la vida. Con nosotros es distinto: al morir morimos, y nos vamos para no volver. La muerte es el final último, una pérdida irremediable. Y es abominable, porque también es una maldad que se nos hace.

—Esa diferencia la percibo -dijo Finrod. - ¿Dirías que hay dos muertes: una es un daño y una pérdida, pero no un final y la otra es un final sin retorno? ¿Y los Quendi sólo experimentan la primera?

—Sí, pero hay además otra diferencia -dijo Andreth. -Una no es sino un daño entre las posibilidades del mundo, que los valientes, o los fuertes, o los afortunados pueden esperar evitar. La otra es ineludible, una muerte de cuyo cazador no hay escape último posible. Sea un Hombre fuerte o rápido o temerario, sea sabio o necio, sea malvado o justo y piadoso en todas las acciones de sus días, ame al mundo o lo aborrezca, debe morir y abandonarlo, y convertirse en carroña que los hombres se apresuran en quemar o esconder.

—¿Y estando así, perseguidos, no tienen los Hombres esperanza alguna?-dijo Finrod.

—No tienen ni certeza ni conocimiento, sólo miedo y sueños en la oscuridad -respondió Andreth. -¿Pero esperanza? Esperanza, ese es otro asunto del cual incluso los Sabios apenas hablan. -Entonces su voz se hizo más amable.
—Sin embargo, Señor Finrod de la Casa de Finarfin, de los altos y noble Elfos, quizá nosotros podamos hablar de ello, vos y yo.

—Quizá podamos -dijo Finrod -pero mientras tanto caminamos en las sombras del temor. Hasta ahora, entonces, percibo que la gran diferencia entre Elfos y Hombres está en la rapidez del fin. Sólo en esto. Pues, si pensáis que para los Quendi no hay muerte ineludible, erráis. Porque ninguno de nosotros sabe , aunque quizá lo sepan los Valar, cómo será el futuro de Arda o cuánto se ha ordenado que dure. Pero no durará por siempre. Fue hecha por Eru, pero no está en Él. Sólo el Único no tiene límites. Arda, y la misma Ëa, deben por lo tanto tener límites. Nos veis a los Quendi aun en las primeras edades de nuestra existencia y el fin está lejos. De igual forma es posible que suceda con vuestros jóvenes, quienes ven la muerte aún lejana, salvo que nosotros tenemos ya largos años de vida y pensamiento detrás. Pero el fin llegará. Eso lo sabemos todos. Y entonces deberemos morir, habremos de perecer para siempre, parece, puesto que pertenecemos a Arda (en hröa y fëa). ¿Y más allá, qué? ¿"La ida al no retorno", como tú dices, "el fin más absoluto, la pérdida irremediable"? Nuestro cazador es de pies pesados, pero nunca pierde el rastro. Más allá del día en que nos golpee con la muerte, no tenemos certezas ni conocimiento. Y nadie nos ha hablado de esperanza.

—No lo sabía -dijo Andreth-, y aun así...

—¿Y aun así el nuestro es lento, dirías tú? -dijo Finrod. -Cierto. Pero no está claro que un destino vaticinado y largamente retrasado sea en modo alguno una carga menos pesada que el que llega pronto. Mas si he entendido tus palabras hasta el momento, vosotros no creéis que esta diferencia fuera establecida así en el principio. No estabais en el origen destinados a una muerte rápida. Mucho podría decirse acerca de esta creencia (sea cierta o no). Pero antes preguntaré: ¿cómo decís que se ha llegado a ello? Por la maldad de Melkor, sugerí, y no lo has negado. Mas ahora veo que no hablas del empequeñecimiento que todo en Arda Maculada sufre, sino de un golpe especial de maldad contra tu gente, contra los Hombres en cuanto Hombres. ¿Es así?

—Así es, en verdad -dijo Andreth.

—Entonces esto es un asunto terrible -dijo Finrod. -Conocemos a Melkor, el Morgoth, y sabemos que es poderoso. Sí, yo lo he visto y he oído su voz, y he quedado ciego en la noche que está en el corazón de su sombra, de la cual tú, Andreth, nada sabes excepto de oídas y a través de la memoria de tu pueblo. Pero nunca, incluso en la noche, hemos creído que él pudiera prevalecer sobre los Hijos de Eru. Podría apresar a uno, y a otro quizá corromper, pero no cambiar el destino de un pueblo entero de los Hijos, robarles su herencia: si tal pudiera hacer contra la voluntad de Eru, entonces es más grande y más terrible de lo que adivinábamos; entonces, todo el valor de los Noldor no es sino presunción y locura... no, Valinor y las Montañas de las Pelóri están construidas sobre arena.

—¡Observa! -dijo Andreth. -¿No dije que no conocías la muerte? Y ¡mira!, cuando tienes que enfrentarla sólo en pensamiento, mientras que nosotros la conocemos en hechos y pensamientos durante toda nuestra vida, enseguida caes en la desesperación. Sabemos, si es que vosotros no, que el Sin Nombre es Señor de este Mundo y vuestro valor, y el nuestro también, es una locura, o al menos estéril.

—¡Cuidado! -dijo Finrod. -Cuida no hables de lo inefable, voluntariamente o por ignorancia, confundiendo a Eru con el Enemigo, quien disfrutaría si así lo hicieses. El Señor de este mundo no es él, sino el Único que lo hizo, y su Regente es Manwë, Rey Mayor de Arda, que está bendito. No, Andreth. La mente oscurecida y extraviada, inclinarse y seguir odiando, huir pero no rechazar, amar al cuerpo y aun así vejarlo, el desprecio de la carroña: estas cosas pueden venir del Morgoth, en verdad. Pero destinar a los inmortales a morir, de padres a hijos, y dejarles la memoria de una herencia robada y el deseo de lo que se perdió...¿podría Morgoth hacer eso?
Yo digo que no. Y por esa razón digo que si tu historia es cierta, entonces todo en Varda es vano, desde el pináculo de Oiolossë hasta el más profundo abismo. Pero yo no creo en tu historia. Nadie podría haber hecho eso salvo el Único. Por lo tanto te digo, Andreth, ¿qué hicisteis vosotros, los Hombres, tiempo ha en la oscuridad? ¿Qué hicisteis que enfureció a Eru? Porque de lo contrario todas vuestras historias no son sino sueños oscuros concebidos en una Mente Oscura. ¿Me dirás lo que sabes o lo que has oído?

—No lo haré -dijo Andreth. -No hablamos de esto con los de otras razas. Pero la verdad es que los Sabios no están seguros y hablan con voces contradictorias, porque de lo que ocurriera hace tiempo hemos huído, hemos intentado olvidar, y tanto tiempo lo hemos intentado que no podemos recordar ninguna época en la que no fuéramos como somos ahora, excepto sólo leyendas de días cuando la muerte no era tan rápida y nuestras vidas eran mucho más largas, pero aun entonces ya había muerte.

—¿No puedes recordar? -dijo Finrod. -¿No hay historias de vuestros días antes de la muerte, aunque no se las contéis a extraños?

—Quizá -dijo Andreth. -Si no entre mi gente, entonces puede que entre el pueblo de Adanel.

Se hundió en el silencio y observó el fuego fijamente.

—¿Pensáis que nadie lo sabe excepto vosotros? -dijo Finrod al fin. -¿No lo saben los Valar?

Andreth alzó la vista y sus ojos se oscurecieron.

—¿Los Valar? -dijo. -¿Cómo podría yo saberlo, o cualquier Hombre? Vuestros Valar no nos molestan con cuidados ni instrucción. No nos convocaron.

—¿Qué sabéis de ellos? -dijo Finrod. -Yo los he visto y he morado entre ellos, y en presencia de Manwë y Varda he estado en la Luz. No hables de ellos así, ni de nada que está muy alto por encima de ti. Tales palabras surgieron por vez primera de la Boca Mentirosa. ¿Nunca se te ha ocurrido, Andreth, que allí fuera, en edades pasadas hace largo tiempo, podríais haberos puesto fuera de su amparo y más allá del alcance de su ayuda? ¿O incluso que vosotros, los Hijos de los Hombres, no erais algo que ellos pudieran gobernar? Porque erais demasiado grandes. Sí, eso es lo que quiero decir, y no sólo halagar vuestro orgullo: demasiado grandes. Los únicos amos de vosotros mismos dentro de Arda, bajo la mano del Único. ¡Cuida, pues, tus palabras! Si no vas a hablar a otros de vuestra herida o cómo llegasteis a ella, escucha, no sea que como sanguijuelas ignorantes, confundáis las heridas o, por orgullo, acuséis fuera de lugar. Pero volvamos a otros asuntos, puesto que no dirás más sobre esto.
Consideremos vuestro estado primero, antes de la herida. Porque lo que dices es también una maravilla y difícil de entender. Tú afirmas: "no fuimos hechos para la muerte, ni nacíamos para morir". ¿Qué quieres decir: que erais como nosotros u otra cosa?

—Este conocimiento no os toma en consideración -dijo Andreth, -pues nada sabemos de los Eldar. Sólo incumbe al morir y al no morir. De la vida mientras dure el mundo pero no más allá, nada hemos oído. En realidad, nunca hasta ahora pasó por mi mente.

—A decir verdad -dijo Finrod -había pensado que esta creencia vuestra, de que también vosotros no fuisteis hechos para la muerte, no era sino un sueño de vuestra soberbia, nacido por envidia a lo Quendi, para igualarlos o sobrepasarlos. No es así, dirás tú. Y sin embargo, mucho antes de que llagarais a esta tierra, encontrasteis otros pueblos de los Quendi, y con algunos trabasteis amistad. ¿No erais ya entonces mortales? ¿Y nunca hablasteis con ellos acerca de la vida y la muerte? Porque incluso sin palabras ellos pronto descubrirían vuestra mortalidad, y mucho hace que debisteis advertir que ellos no morían.

— "No es así", afirmo en verdad. -respondió Andreth. -Puede que fuéramos mortales cuando por vez primera encontramos a los Elfos lejos de aquí, o puede que no. Nuestro conocimiento no lo dice, o al menos, ninguno que yo haya aprendido. Pero ya entonces teníamos nuestro saber, y no necesitamos ninguno de los Elfos: sabíamos que en nuestro origen nacíamos para no morir nunca. Y con esto, mi señor, queremos decir: nacidos para la vida eterna, sin sombra de final alguno.

—¿Han considerado entonces los Sabios entre vosotros cuán extraña es la verdadera naturaleza que reclaman para los Atani? -dijo Finrod.

—¿Tan extraña es? -dijo Andreth. -Muchos de los Sabios sostienen que en su verdadera naturaleza, ninguna cosa viviente moriría.

—En eso los Eldar os dirían que erráis -dijo Finrod. -Para nosotros, lo que reclamáis para los Hombres es extraño y muy difícil de aceptar, por dos razones. Afirmáis, si es que entendéis completamente vuestras propias palabras, haber tenido cuerpos imperecederos, no limitados por las fronteras de Arda, y sin embargo derivados de su materia y sustentados en ella. Y reclamáis, además (aunque esto quizá no lo hayas advertido) haber poseído hröar y fëar que desde el principio carecían de armonía. Y sin embargo, la armonía de hröa y fëa es, creemos, esencial en la verdadera naturaleza inmaculada de todos los Encarnados: los Mirröanwi, como llamamos a los Hijos de Eru.

—Veo el primer problema -dijo Andreth, -y para ello tienen nuestros Sabios su propia respuesta. El segundo, como adivinas, no lo percibo.

—¿No? -dijo Finrod. -Entonces no os veis a vosotros mismos con claridad. Pero puede suceder a menudo que las amistades y parientes vean con facilidad algunas cosas que están escondidas para su propio amigo. Bien, los Eldar somos vuestros parientes, y vuestros amigos también (si quieres creerlo) y os hemos observado durante tres vidas de los Hombres con amor y preocupación y reflexionando mucho. De esto, entonces, estamos completamente seguros, o de lo contrario nuestra sabiduría no es más que vanidad: los fëar de los Hombres, aunque cercanos y emparentados con los fëar de los Quendi, no son iguales.Aunque nos resulte extraño, vemos claramente que los fëar de los Hombres no están, como los nuestros, confinados a Arda, ni es Arda su hogar. ¿Puedes negarlo? Ahora bien, nosotros los Eldar no negamos que améis Arda y todo lo que hay en ella (en tanto que estáis libres de la Sombra) tanto como nosotros lo hacemos. Pero de otra forma. Cada una de nuestras estirpes percibe Arda de forma diferente y aprecia sus bellezas en distinto grado y modo. ¿Cómo explicarlo? Para mi la diferencia es similar a la que hay entre el que visita un país extranjero y habita allí un tiempo (aunque no lo necesita) y el que ha vivido en esa tierra siempre (y debe hacerlo). Para el primero, todas las cosas que ve le parecen nuevas y asombrosas y por ello dignas de amor. Al otro todo le es familiar, lo único que realmente existe para él, sus cosas, y por ello le son preciosas.

—Queréis decir que los Hombres son los huéspedes -dijo Andreth.

—Has dicho la palabra exacta -dijo Finrod. -Ese es el nombre que os hemos concedido.

— Señorialmente, como siempre -dijo Andreth. -Pero incluso si somos invitados en una tierra donde todo es de vuestra propiedad, señores míos, decidme, ¿qué otras tierras o cosas conocemos?

— ¡No, dímelo tú! -dijo Finrod. -Pues si no lo sabéis vosotros, ¿cómo podemos saberlo nosotros? ¿Sabes que los Eldar dicen de los Hombres que no miran a las cosas por sí mismas; que si estudian algo, es para descubrir algo más; que si la aman es sólo (parece) porque les recuerda a algo más precioso? Entonces, ¿con qué comparan? ¿Dónde están esas otras cosas? Nosotros, tanto Elfos como Hombres, estamos en Arda y somos de Arda, y el conocimiento que los Hombres tienen procede de Arda (o así parece). ¿De dónde entonces viene esa memoria que tenéis antes incluso de que empecéis a aprender? No es de otras regiones en Arda por las que halláis viajado. Porque si tú y yo fuéramos juntos a vuestro antiguo hogar, lejos al Este, reconocería las cosas de allí como parte de mi hogar, mientras que vería en tus ojos el mismo asombro y comparación que veo en los Hombres de Beleriand que han nacido aquí.

—Decís extrañas palabras, Finrod -dijo Andreth, -que nunca antes he oído. Y sin embargo, mi corazón se agita como si reconociera alguna verdad aun sin entnderla. Pero tenue es esa memoria y se aleja antes de que podamos asirla y entonces quedamos ciegos. Y aquellos entre nosotros que han conocido a los Eldar, y que quizá los han amado, dicen por nuestra parte: "No hay cansancio en los ojos de los Elfos." Y hemos descubierto, además, que ellos no entienden el dicho de los Hombres: lo que se ve demasiado a menudo, deja de ser visto. Y se maravillan de que en las lenguas de los Hombres la misma palabra pueda significar tanto "conocido desde antaño" como "ajado". Pensamos que se debe sólo a que los Elfos tienen vidas duraderas y vigor inagotable. "Niños crecidos" os llamamos a veces nosotros los huéspedes, mi señor. Pero aun así... aun así, si nada en Arda mantiene para nosotros su sabor por largo tiempo, y todas las cosas hermosas se vuelven oscuras, ¿entonces qué? ¿Acaso no es por la Sombra de nuestros corazones? ¿O dirías que no es esa la razón sino que tal fue siempre nuestra naturaleza, antes incluso de la herida?

—Eso diría, en verdad -respondió Finrod. -La Sombra puede haber oscurecido vuestra inquietud, aportando un cansancio más rápido y convirtiéndolo pronto en desdén, pero la inquietud siempre estuvo ahí, creo. Y si así es, ¿no puedes ahora captar la contradicción de la que hablaba? Si es que vuestro Saber tiene el conocimiento, como el nuestro, según el cual los Mirroänwi están hechos de la unión de cuerpo y mente, de hröa y fëa, o como decimos en imágenes, de la Casa y el Morador. ¿Pues qué es la muerte de la que te lamentas sino la separación de estos dos? Y ¿qué es la inmortalidad que habéis perdido sino que los dos resten unidos para siempre? ¿Pero qué debemos pensar entonces de esta unión en el Hombre: de un Morador que no es más que un invitado aquí en Arda y que no está en su hogar, con una Casa que está construida con la materia de Arda y debe por lo tanto (se supone) permanecer aquí? Uno no esperaría para esta Casa una vida más larga que la de Arda, de quien forma parte. Pero aseguráis que la Casa también era inmortal, ¿no es así? Yo más bien creería que un fëa así, por su propia naturaleza, abandonaría en su momento la casa de su periplo aquí, incluso si este periplo era antes más largo de lo que ahora se permite. Entonces la "muerte" os habría (como dije) sonado muy distinta: como una liberación, o un retorno, o, mejor, una vuelta al hogar. Pero esto no es lo que vosotros creeis, parece.

—No, en eso no creo -dijo Andreth. - Pues eso sería cansancio del cuerpo, y es éste un pensamiento de la Oscuridad, antinatural en cualquiera de los Encarnados cuya vida incorrupta es una unión de mútuo amor. Porque el cuerpo no es una posada para mantener caliente al viajero durante una noche, antes de que prosiga su camino, para luego recibir a otro. Es una casa construida para un solo morador, y no sólo casa, sino también ropaje; y no está claro para mí que debamos en este caso hablar sólo de ropajes adecuados al portador y no de un portador que es apropiado para las ropas. Sostengo, entonces, que no se puede pensar que la separación de ambos sea acorde a la verdadera naturaleza de los Hombres. Pues si fuera "natural" para el cuerpo ser abandonado y morir, y "natural" para el fëa continuar viviendo, entonces habría sin duda una contradicción en el Hombre, y sus partes no estarían unidas por amor. Su cuerpo sería, en el mejor de los casos, un impedimento, o una cadena. Una imposición, realmente, no un don. Pero hay uno que impone, y que fabrica cadenas, y si tal fuera nuestra naturaleza en los comienzos, entonces de él procederíamos; pero de ello tú dices que no se debe hablar. ¡Ay! Lejos en la oscuridad los hombres lo afirman pese a todo, aunque no los Atani que vos conocéis, no ahora. Afirmo que en esto nosotros somos como vosotros, verdaderos Encarnados, y que no vivimos nuestro ser auténtico en plenitud excepto por la unión de paz y amor entre la Casa y el Morador. Por lo tanto, la muerte que los divide es un desastre para ambos.

—Más aun asombras mis pensamientos, Andreth -dijo Finrod. -Pues si tu reclamación es cierta, entonces ¡mira! un fëa que no es aquí sino un viajero está indisolublemente casado con un hröa de Arda; separarlos es una dañina herida, y aun así cada uno ha de completar su naturaleza sin tiranía por parte del otro. Entonces con seguridad se puede inferir lo siguiente: cuando el fëa parte debe llevar consigo al hröa. ¿Y que puede significar esto sino que el fëa tiene el poder de elevar al hröa como eterno esposo y compañero, hacia una existencia eterna más allá de Éa y más allá del Tiempo? Así Arda, o parte de ella, sería curada no sólo de la mancha de Melkor sino liberada incluso de los límites que se le establecieron en la "Visión de Eru" de la que los Valar hablan. Por lo tanto digo que si podemos creer esto, poderosos en verdad fueron hechos los Hombres bajo Eru en su inicio; y terrible sobre todas las calamidades fue el cambio de su estado. ¿Es entonces una visión de lo que Arda sería si estuviera completa-de cosas vivientes e incluso de las mismas tierras y mares de Arda hechas eternas e indestructibles, para siempre hermosas y nuevas- con lo que los fëar de los Hombres comparan lo que ven aquí? ¿O existe en algún sitio un mundo del cual todo lo que vemos, todas las cosas que los Hombres y Elfos conocemos, no son más que recuerdos o imágenes?

—Si es así, está en la mente de Eru, estimo yo -dijo Andreth. -A tales preguntas, ¿cómo podemos hallar respuestas, aquí en las nieblas de Arda Maculada? Sería distinto si no hubiéramos sido cambiados; pero siendo como somos, incluso los Sabios entre nosotros han dedicado poco pensamiento a Arda en sí misma, o a las otras cosas que aquí residen. Hemos pensado sobre todo en nosotros: de cómo nuestros hröar y fëar deberían haber morado juntos en eterna felicidad, y en la oscuridad impenetrable que ahora nos espera.

—Entonces no sólo los Altos Elfos se olvidan de su linaje -dijo Finrod.
-Pero esto me resulta extraño, y como hizo tu corazón cuando hablé de vuestro malestar, así ahora el mío salta como oyendo buenas nuevas. Ésta, pues, propongo, fue la razón de ser de los Hombres, no los seguidores, sino los herederos y culminadores de todo: curar la Mácula de Arda, ya prevista antes de su creación, y hacer aún más, como agentes de la magnificencia de Eru: agrandar la Música y superar la Visión del Mundo.
Porque Arda Curada no será Arda Inmaculada, sino una tercera cosa, mayor y aun así, la misma. He conversado con los Valar que estuvieron presentes en la Música antes de que la existencia del Mundo empezara. Y ahora me pregunto: ¿escucharon ellos el final de la Música? ¿No había algo en los acordes finales de Eru o más allá que, sobrecogidos, no percibieron?
O, de nuevo, puesto que Eru es libre por siempre, quizá no hizo Música ni mostró Visión más allá de un cierto punto. Más allá de ese punto no podemos ver o conocer, hasta que por nuestros caminos lleguemos allí, Valar o Eldar u Hombres.
Como un maestro en la narración de cuentos puede mantener oculto el momento cumbre hasta que llegue su tiempo. Puede ser adivinado, por supuesto, hasta cierto punto, por aquellos que han escuchado con toda su mente y corazón; pero eso es lo que el narrador desea. La sorpresa y maravilla de su arte no disminuye así, pues de esta forma nosotros compartimos, como si lo fuéramos, su autoría. ¡No así si a todos nosotros se nos dijera en el prefacio, antes de que nos adentráramos!

—¿Cuál dirías entonces que es el momento cumbre que Eru ha reservado? - preguntó Andreth.

—¡Ah, sabia señora! -dijo Finrod. -Soy un Elda y de nuevo pensaba en mi propia gente. Aunque, no, en todos los Hijos de Eru. Estaba pensando que por los Segundos Hijos podríamos haber sido librados de la muerte. Porque mientras hablábamos de la muerte como una separación de lo unido, mi corazón pensó una muerte que no es eso, sino el final conjunto de ambos. Pues eso es lo que yace ante nosotros, hasta donde nuestra razón puede ver: la culminación de Arda y su final, y por lo tanto también el nuestro, hijos de Arda; el final donde todas las largas vidas de los Elfos estarán por completo en el pasado.
Y entonces, de repente, observé como en una visión Arda Rehecha; y allí los Eldar completos, pero no acabados podían permanecer en el presente para siempre, y allí caminar, quizá, con los Hijos de los Hombres, sus liberadores, y cantarles tales canciones que, incluso en la Felicidad más allá de toda felicidad, los verdes valles resonarían y las cimas eternas de las montañas palpitarían como arpas.

Entonces Andreth miró a Finrod por debajo de las cejas:

—¿Y qué es lo que, cuando no estuvierais cantando, nos diríais? -preguntó.

Finrod rió.

—Sólo puedo adivinarlo- dijo. -Fíjate, sabia señora, pienso que os contaremos historias del pasado y de la Arda que Fue, de los peligros y las grandes hazañas y de la creación de los Silmarils. ¡Entonces éramos nosotros los señoriales! Pero vosotros... vosotros estaréis en vuestro hogar, mirando todas las cosas intensamente, como vuestras. Entonces seréis los señores. "Los ojos de los Elfos siempre piensan en algo más", diréis. Pero entonces sabréis de qué nos acordamos: de los días cuando por vez primera nos encontramos y nuestras manos se tocaron en la oscuridad. Más allá del Fin del Mundo no cambiaremos, porque en la memoria está nuestro gran talento, como se verá con más claridad a medida que pasen las Edades de Arda: una pesada carga, me temo, pero en los Días de los que ahora hablamos será una gran riqueza.

Y entonces hizo una pausa porque vio que Andreth sollozaba en silencio.

—¡Ay, señor! -dijo.- ¿Qué debemos hacer, entonces? Porque hablamos como si estas cosas fueran ya seguras. Pero los Hombres han sido disminuidos y se han llevado su poder. No buscamos ninguna Arda Rehecha: la oscuridad se extiende ante nosotros, frente a la que nos alzamos en vano. Si por nuestra ayuda tuvieran que construirse vuestras mansiones eternas, no se prepararían ahora.

—¿No tienes entonces esperanza? -dijo Finrod.

— ¿Qué es la esperanza? -dijo ella. -¿La espera de un bien que, aunque incierto, tiene su fundamento en lo conocido? Entonces no tengo ninguna.

— Eso es algo que los Hombres llaman "esperanza", -dijo Finrod. -Amdir la llamamos nosotros, "alzar la vista". Pero hay otra que se fundamenta más hondo. Estel, la llamamos, esto es, "confianza". No es derrotada por las fuerzas del mundo, porque no viene de la experiencia, sino de nuestra naturaleza y nuestro primer ser. Si somos realmente los Eruhin, los Hijos del Uno, entonces seguro que Él no permitirá que se Le prive de lo Suyo, ni por ningún Enemigo ni por nosotros mismos. Estos son los cimientos finales de Estel, que mantenemos incluso cuando contemplamos el Fin: que todos Sus designios son para la felicidad de Sus Hijos. Dices que no tienes amdir. ¿Tampoco posees Estel?

—Quizá...-dijo ella. -Pero...¡no! ¿No te das cuenta que es parte de nuestra herida el que nos falte la Estel y que sus cimientos se tambaleen? ¿Somos los Hijos del Uno? ¿No hemos sido finalmente expulsados? ¿O siempre lo estuvimos? ¿Acaso no es el Innombrable el Señor del Mundo?

— ¡No lo preguntes siquiera! -dijo Finrod.

— No puede dejar de ser dicho- respondió Andreth, -si entiendes la desesperación en la que caminamos. O en la que caminan la mayoría de los Hombres. Entre los Atani, como nos llamáis, o los Buscadores, como decimos nosotros, entre aquellos que dejaron las tierras de desesperación y a los Hombres de la oscuridad y viajaron hacia el oeste con vanas esperanzas; entre ellos se cree que la cura puede hallarse o que hay algún medio de escapar. ¿Mas es eso Estel? ¿No es más bien Amdir, pero sin razón alguna, una mera huída en un sueño al despertar del cual saben que no hay escapatoria de la oscuridad y la muerte?

—Mera huida en un sueño, dices -respondió Finrod. -En los sueños se revelan muchos deseos, y el deseo puede ser la última chispa de Estel. Pero tu no quieres decir sueño, Andreth. Confundes sueño y vigilia con esperanza y creencia, por hacer la una más dudosa y la otra más segura. ¿Duermen cuando hablan de huída y curación?

—Dormidos o despiertos, no dicen nada con claridad -respondió Andreth. - ¿Cómo o cuándo ha de llegar esa curación? ¿Qué tipo de existencia recibirán los que vean esos tiempos? ¿Y qué será de nosotros, que antes nos habremos hundido en las tinieblas sin sanar? A tales preguntas, sólo los de la "Vieja Esperanza" (como se denominan a sí mismos) atisban alguna respuesta.

— ¿Los de la Vieja Esperanza? -dijo Finrod. -¿Quiénes son?

— Unos pocos, -dijo ella; -pero su número ha aumentado desde que llegamos a esta tierra y ven que el Innombrable puede (o eso creen) ser desafiado. Aunque eso no es una razón. Desafiarle no deshará su obra de antaño. Y si aquí fracasa el valor de los Eldar, entonces su desesperación será mayor. Porque no era en el poder de los Hombres ni en el de ningún pueblo de Arda en lo que la vieja esperanza se fundamentaba.

— ¿Cuál era entonces esta esperanza, si lo sabes? -preguntó Finrod.

— Ellos dicen ... -respondió Andreth, - ellos dicen que el propio Uno entrará en Arda y sanará a los Hombres y toda la Mácula de principio a fin. Esto, dicen, o imaginan, es un rumor que se ha transmitido durante años innumerables, incluso desde los días de nuestra herida.

— ¿Dicen, imaginan...? -dijo Finrod. - ¿No eres entonces una de ellos?

— ¿Cómo podría serlo, señor? Toda sabiduría está en su contra. ¿Quién es el Uno, a quien vos llamáis Eru? Si dejamos de lado a los Hombres que sirven al Innombrable, como hacen muchos en la Tierra Media, aún muchos Hombres perciben el mundo como una guerra entre la Luz y una Oscuridad equipotente. Tú dirás: no, eso es Manwë contra Melkor; Eru está sobre ellos. ¿Es estonces Eru el mayor de los Valar, un gran dios entre dioses, como muchos Hombres dicen, incluso entre los Atani: un rey que vive lejos de su reino y deja aquí príncipes menores para que hagan lo que quieran? De nuevo tú dirás: no, Eru es Uno, solo y sin igual, y Él hizo Ëa y está por encima de ella; y los Valar son más grandes que nosotros pero, pese a todo, no están más cerca de Su majestad. ¿No es así?

—Sí -dijo Finrod. -Eso afirmamos, y los Valar, que conocemos, dicen lo mismo, todos excepto uno. Pero cuál, piensas, es más capaz de mentir: ¿aquellos que se hacen humildes o el que se ensalza?

—No dudo -dijo Andreth. -Y por esa razón lo afirmado por la Esperanza sobrepasa mi entendimiento. ¿Cómo puede Eru entrar en una cosa que Él ha hecho y sobre la cuál Él es mayor más allá de toda medida? ¿Puede el cantante entrar en su cuento o el pintor en sus imágenes?

— Él ya está dentro, así como fuera -dijo Finrod - pero en verdad ese "dentro" y "fuera" no son del mismo modo.

—Cierto -dijo Andreth. -Así puede Eru estar presente en Ëa, que procede de Él. Pero hablan de Eru Mismo entrando en Arda, y eso es algo totalmente distinto. ¿Cómo podría Él, el más grande, hacerlo? ¿No destruiría eso Arda e incluso toda Ëa?

—No me preguntes a mí -dijo Finrod. -Estas cosas están más allá del alcance de la sabiduría de los Eldar, o de los Valar quizá. Pero me temo que las palabras nos pueden confundir y que cuando dices más grande piensas en las dimensiones de Arda, en las cuales el contenido no puede ser mayor que el continente. Porque tales palabras no pueden usarse con lo Inconmensurable. Si Eru lo deseara, no dudo de que encontraría un modo de hacerlo, aunque no puedo ver cómo. Pues, según creo yo, si Él en Sí Mismo hubiera de entrar, debería aún permanecer como Él es: sin Autor. Y, sin embargo, Andreth, hablando con humildad, no puedo concebir de qué otra forma podría lograrse la curación.
Porque Eru seguramente no permitirá que Melkor cambie el mundo a su voluntad y que triunfe al fin. Y no hay poder concebible mayor que el de Melkor, salvo el de Eru. Por lo tanto Eru, si no ha de ceder su obra a Melkor, que alcanzaría el dominio, debe venir para conquistarle. Más: incluso si Melkor (o el Morgoth en que se ha convertido) pudiera de alguna forma ser arrojado o expulsado de Arda, aún su Sombra permanecería, y el mal que ha traído y cultivado como una semilla crecería y se multiplicaría. Y si algún remedio a esto ha de ser encontrado antes de que todo termine, cualquier luz nueva que se oponga a la sombra, o una medicina para las heridas, entonces, creo yo, debe venir de fuera.

— Entonces, señor, -dijo Andreth, y alzó la mirada con asombro- ¿crees en esta Esperanza?

—No me preguntes todavía -respondió. -Porque todavía no es para mí sino extrañas nuevas que me llegan de lejos. Jamás se habló de una esperanza así a los Quendi. Sólo a vosotros se envió. Y sin embargo, a través de vosotros podemos oírla y elevar los corazones-. Hizo una pausa y después, mirando gravemente a Andreth, dijo: -Sí, Sabia, quizá fue ordenado que nosotros los Quendi y vosotros, los Atani, antes de que el mundo envejeciera, nos encontráramos y compartíeramos noticias, y así nosotros aprenderíamos la Esperanza de vosotros. Fue ordenado, en verdad, que vos y yo, Andreth, nos sentáramos aquí y hablásemos juntos, a través del abismo que separa a nuestras estirpes, de forma que aunque la Sombra crece en Norte nosotros no estemos completamente asustados.

— ¡A través del abismo que divide nuestras estirpes! -dijo Andreth. -¿No hay más puente que las meras palabras? -y de nuevo sollozó.

—Puede que lo haya. Para algunos. No lo sé -dijo. -El abismo es quizá entre nuestros destinos, más bien, puesto que por lo demás somos parientes cercanos, más cercanos que cualquier otra criatura en el mundo. Pero es peligroso cruzar un abismo impuesto por el destino, y si alguien lo hiciera, no encontraría felicidad al otro lado, sino pesares. Eso me temo.
Mas ¿porqué decís "meras palabras"? ¿No cruzan acaso las palabras los abismos entre una vida y otra? Entre vos y yo sin duda ha pasado algo más que sonido vacío. ¿No nos hemos acercado? Pero esto es, creo, de poco consuelo para vos.

—¡No he pedido consuelo! -dijo Andreth. -¿Para qué lo necesito?

—Por el destino de los Hombres, que os ha tocado como mujer -dijo Finrod. -¿Creéis acaso que no lo sé? ¿No es él mi querido hermano, al que amo? Aegnor: Aikanár, Llama Afilada, rápido y dispuesto. No están lejos los años en los que os escontrasteis por primer vez, y vuestras manos se tocaron en esta oscuridad. Entonces vos erais una doncella, valiente y decidida, en la mañana sobre las altas colinas de Dorthonion.

—¡Decidlo! -dijo Andreth. -Decid: qué sois ahora sino una sabia solitaria, y la edad que a él no lo tocará ha pintado ya el gris del invierno en vuestros cabellos. ¡Pero esto no me lo digais vos, porque ya lo hizo él una vez!

—¡Ay! -dijo Finrod. -Esa es la amargura, amada adaneth, mujer de los Hombres, ¿no?, presente en todas vuestras palabras. Si pudiera daros algún consuelo, lo veríais como un gesto condescendiente desde mi lado del destino que nos separa. Pero ¿qué puedo decir, excepto recordaros la Esperanza que vos misma habéis revelado?

— No dije que fuera jamás mi esperanza -respondió Andreth. -Y aunque lo fuera, aun así gritaría: ¿por qué este dolor, aquí y ahora? ¿Por qué hemos de amaros y por qué habéis de amarnos (si lo hacéis) y aun así mantener el abismo entre nosotros?

— Porque así se nos hizo, parientes cercanos -dijo Finrod. -Pero no nos hicimos a nosotros mismos y por lo tanto, nosotros, los Eldar, no pusimos ahí el abismo. No, adaneth, no somos señoriales en esto, sino dignos de lástima. Esa palabra os disgustará. Pero la lástima es de dos tipos: una es de similitud reconocida, y está cercana al amor. La otra es la percepción de una fortuna distinta, y está cercana al orgullo. Yo hablo de la primera.

— ¡No me habléis de ninguna! -dijo Andreth. -Ninguna deseo. Era joven y miré en su llama, y ahora soy vieja y estoy perdida. Él era joven y su llama se extendía hacia mí, pero se dio la vuelta y se alejó, y es joven todavía. ¿Tienen piedad las velas de los topos?

— O los topos de las velas, cuando sopla el viento y las apaga -dijo Finrod.
-Adaneth, yo os digo que Aikanár la Llama Afilada os amaba. Por amor a vos nunca tomará la mano de ninguna novia de su propia raza, sino que vivirá solo hasta el final, recordando la mañana en las colinas de Dorthonion. ¡Pero demasiado pronto su llama se irá en el viento del Norte! Visión se ha dado a los Eldar sobre muchas cosas que no están lejos, aunque pocas felices, y os digo que vos viviréis largo tiempo de acuerdo a vuestra raza, y él se irá antes que vos y no deseará volver.

Entonces Andreth se levantó y estiró sus manos hacia el fuego.

—¿Entonces por qué se fue? ¿Por qué me abandonó, cuando aún me quedaban unos pocos años buenos?

—Ay -dijo Finrod. -Temo que la verdad no os satisfará. Los Eldar tienen una estirpe y vosotros otra y cada uno juzga a los demás según él mismo... hasta que aprenden, como hacen unos pocos. Éste es tiempo de guerra, Andreth, y en estos días los Eldar no se casan ni engendran niños, sino que se preparan para la muerte... o la huida. Aegnor no confía (ni yo tampoco) en que este asedio a Angband dure mucho. Y entonces, ¿qué será de esta tierra? Si su corazón mandara, habría deseado tomaros y huir lejos, al este o al sur, abandonando a su gente y a la vuestra. El amor y la lealtad le contuvieron. ¿Qué decís de las vuestras? Vos misma habéis dicho que no se puede escapar huyendo dentro de los límites del mundo.

—Por un año, un día de la llama, lo habría dado todo: pueblo, juventud y la esperanza misma: adaneth soy -dijo Andreth.

—Él lo sabía-dijo Finrod. -Y se retiró y no aferró lo que estaba a su alcance: elda es. Pues tales tratos se pagan con una angustia que no se puede adivinar, y de ignoracia, más que de coraje, juzgan los Eldar que están hechos. No, adaneth, si algún matrimonio ha de haber entre nuestra estirpe y la vuestra, entonces ha de ser por algún alto propósito del Destino. Breve será y duro al final. Sí, el hado menos cruel que le podría acontecer es que la muerte pronto lo finalizara.

—Pero el final siempre es cruel... para los Hombres -dijo Andreth. -Yo no le habría molestado, cuando acabara mi corta juventud. No habría cojeado como una bruja tras sus pies brillantes, cuando ya no fuera capaz de correr junto a él.

—Quizá no -dijo Finrod. -Así lo crees ahora. ¿Pero has pensado en él? Él no habría corrido delante de vos. Habría permanecido a vuestro lado para sosteneros. Entonces, cada hora, habríais experimentado pena, una pena sin escapatoria. Él no soportaría veros tan dolida. Andreth adaneth, la vida y el amor de los Eldar reside en gran medida en la memoria, y nosotros, si no vosotros, preferimos tener recuerdos hermosos aunque incompletos que recuerdos con un final desgraciado.
Ahora él siempre os recordará bajo el sol de la mañana, y aquel último crepúsculo, junto a las aguas de Aeluin en las que vio vuestro rostro reflejado con una estrella atrapada en vuestro cabello... siempre, hasta que el viento del Norte traiga la noche a su llama. Sí, y después, lo recordará sentado en la Casa de Mandos en los Salones de Espera hasta el final de Arda.

— ¿Y yo qué recordaré? -dijo ella. -¿Y cuando me vaya a qué salas llegaré? ¿A una oscuridad en las que incluso la memoria de la llama aguda se apagará? Incluso el recuerdo del rechazo. Eso al menos.

Finrod suspiró y se levantó.

—Los Eldar no tienen palabras para curar esos pensamientos, adaneth -dijo. -¿Pero desearías que Hombres y Elfos nunca se hubieran conocido? ¿Es que la luz de la llama, que de otra forma no habríais conocido, no tiene valor, incluso ahora? ¿Crees haber sido ofendida? Desecha al menos ese pensamiento, que proviene de la Oscuridad, y así nuestra conversación no habrá sido totalmente en vano. ¡Adios!

La oscuridad caía en la habitación. Él tomo su mano a la luz del fuego.

— ¿Dónde vas? -dijo ella.

— Lejos al Norte -dijo él. -A las espadas y al asedio y a los muros de defensa; que al menos por un tiempo en Beleriand los ríos fluyan claros, broten las hojas y los pájaros construyan sus nidos, antes de que llegue la Noche.

— ¿Estará él allí, alto y resplandeciente, y el viento en su cabello? Háblale. Dile que no sea imprudente. ¡Que no busque el peligro sin necesidad!

— Se lo diré -dijo Finrod. -Pero lo mismo podría deciros a vos que no sollocéis. Es un guerrero, Andreth, y un espíritu de ira. En cada golpe que asesta ve al Enemigo que hace mucho os hizo este daño. Pero no estáis hechos para Arda. Donde vayas, puedes encontrar luz. Espéranos allí: a mi hermano y a mí.

FIN de la ATHRABETH FINROD AH ANDRETH (traducida para la STE por Pablo Ginés a partir del Volumen X de la Historia de la Tierra Media: "Morgoth's Ring")