Escatología y cosmogonía · El fin del mundo en las religiones orientales
Apocalipsis judeocristianos · Milenarismos cristianos · El milenarismo en los "primitivos"
El "fin del mundo" en el arte moderno
En una fórmula sumaria podría decirse que, para los primitivos, el Fin del Mundo ha tenido lugar ya, aunque deba reproducirse en un futuro más o menos alejado.
En efecto, los mitos de cataclismos cósmicos están extraordinariamente extendidos. Narran cómo el Mundo fue destruido y la humanidad aniquilada, a excepción de una pareja o de algunos supervivientes. Los mitos del Diluvio son los más numerosos y conocidos casi universalmente (aunque son sumamente raros en África). Al lado de los mitos diluvianos, otros relatan la destrucción de la humanidad por cataclismos de proporciones cósmicas: temblores de tierra, incendios, derrumbamiento de montañas, epidemias, etc. Evidentemente, este Fin del Mundo no fue radical: fue más bien el fin de una humanidad, seguido de la aparición de una humanidad nueva. Pero la inmersión total de la Tierra en las Aguas, o su destrucción por el Fuego, seguida por la emergencia de una Tierra virgen, simbolizan la regresión al Caos y la cosmogonía.
En un gran número de mitos, el Diluvio está unido a una falta ritual, que provocó la cólera del Ser Supremo; a veces resulta simplemente el deseo de un Ser divino de poner fin a la humanidad. Pero si se examinan los mitos que anuncian el próximo Diluvio, se comprueba que una de las causas principales reside en los pecados de los hombres y también en la decrepitud del Mundo. El Diluvio ha dado paso a la vez a una recreación del Mundo y a una regeneración de la humanidad. Dicho de otro modo: el Fin del Mundo en el pasado, y el que tendrá lugar en el futuro, representan la proyección gigantesca, a escala macrocósmica y con una intensidad dramática excepcional, del sistema mítico-ritual de la fiesta del Año Nuevo. Pero esta vez no se trata ya de lo que podría llamarse el «fin natural» del Mundo —«natural» porque coincide con el fin del Año y, por tanto, forma parte integrante del ciclo cósmico—, sino de una catástrofe real provocada por los Seres divinos. La simetría entre el Diluvio y la renovación anual del Mundo se ha percibido en algunos casos, muy raros (Mesopotamia, judaísmo, Mandan). Pero, por regla general, los mitos diluvianos son independientes de los escenarios mítico-rituales del Año Nuevo. Lo que se explica con facilidad si se tiene en cuenta que las fiestas periódicas de regeneración reactualizan simbólicamente la cosmogonía, la obra creadora de los dioses, y no la destrucción del viejo mundo: éste desaparecería de un modo «natural» por el simple hecho de que la distancia que le separaba de los «comienzos» había alcanzado el límite extremo.
En comparación con los mitos que narran el Fin del Mundo en el pasado, los mitos que se refieren a un Fin por venir son paradójicamente poco numerosos entre los primitivos. Como lo hace notar F. R. Lehmann, esta rareza se debe quizá al hecho de que los etnólogos no han planteado esta pregunta en sus encuestas. Es a veces difícil precisar si el mito concierne a una catástrofe pasada o por venir. Según el testimonio de E. H. Man, los andamaneses creen que después del Fin del Mundo hará su aparición una nueva humanidad, que gozará de una condición paradisíaca; no habrá ya ni enfermedades, ni vejez, ni muerte. Los muertos resucitarán después de la catástrofe. Pero, según A. Radcliffe Brown, Man habría combinado varias versiones, recogidas de informadores diferentes. En realidad, precisa Radcliffe Brown, se trata de un mito que relata el Fin y la recreación del mundo; pero el mito se refiere al pasado y no al futuro. Pero como, según la observación de Lehmann, la lengua andamanesa no posee tiempo futuro, es difícil decidir si se trata de un acontecimiento pasado o futuro.
Los más raros entre los mitos primitivos del Fin son aquellos que no presentan indicaciones precisas concernientes a la eventual recreación del Mundo. Así, en la creencia de los Kai de Nueva Guinea, el Creador, Mâlengfung, después de haber creado el Cosmos y al hombre, se retiró a las extremidades del Mundo, en el horizonte, y allí se durmió. Cada vez que en su sueño se da una vuelta, la Tierra tiembla. Pero un día se levantará de su lecho y destruirá el Cielo, que se estrellará contra la Tierra y pondrá fin a toda vida. En una de las islas Carolinas, Namolut, se registra la creencia de que el Creador arruinará un día a la humanidad a causa de sus pecados. Pero los dioses continuarán existiendo —y esto implica la posibilidad de una Nueva Creación —. En otra de las islas Carolinas, Aurepik, es el hijo del Creador el responsable de la catástrofe. Cuando se dé cuenta de que el jefe de una isla no se ocupa de sus súbditos, sumergirá la isla por medio de un ciclón. Aquí aún no es seguro que se trate de un fin definitivo: la idea de un castigo de los «pecados» implica generalmente la creación ulterior de una nueva humanidad.
Más difíciles de interpretar son las creencias de los Negritos de la península de Malaca. Estos saben que un día Karei pondrá fin al Mundo porque los humanos no respetan sus preceptos. Por ello, durante la tormenta los Negritos se esfuerzan en prevenir la catástrofe haciendo ofrendas expiatorias de sangre. La catástrofe será universal, sin distinción de pecadores y de no pecadores, y no preludiará, según parece, a una Nueva Creación. Por ello, los Negritos llaman a Karei «malo», y los Ple-Sakai ven en él al adversario que les ha «robado el Paraíso».
Un ejemplo particularmente impresionante es el de los Guaraníes del Mato Grosso. Conocedores de que la Tierra será destruida por el fuego y por el agua, partieron en busca del «país sin pecado», especie de Paraíso terrestre, situado al otro lado del Océano. Estos largos viajes, inspirados por los chamanes y efectuados bajo su dirección, comenzaron en el siglo XIX y han durado hasta 1912. Ciertas tribus creían que la catástrofe sería seguida de una renovación del Mundo y del retorno de los muertos. Otras tribus esperaban y deseaban el fin definitivo del Mundo Nimuendaju escribía en 1912: «No sólo los Guaraní, sino toda la naturaleza está vieja y fatigada de vivir. Más de una vez los medicine-men, cuando encontraban en sueños a Nanderuvuvu, oyeron a la Tierra implorarle: "He devorado demasiados cadáveres; estoy harta y agotada. ¡Padre, haz que esto acabe!" El agua, por su parte, suplica al Creador que le conceda el reposo y aleje de ella toda agitación, igual que los árboles (...) y la naturaleza entera».
Difícilmente se encontrará una expresión más conmovedora de la fatiga cósmica, del deseo de reposo absoluto y de la muerte. Pero se trata del inevitable desencanto que sigue a una larga y vana exaltación mesiánico. Desde hace un siglo, los Guaraní buscaban el Paraíso terrestre, cantando y danzando. Habían revalorizado e integrado el mito del Fin del Mundo en una mitología milenarista.
La mayoría de los mitos americanos del Fin implican, bien una teoría cíclica (como la de los aztecas); bien la creencia de que la catástrofe será seguida de una Nueva Creación; bien, finalmente (en ciertas regiones de América del Norte), la creencia en una regeneración universal efectuada sin cataclismo. (En este proceso de regeneración sólo perecerán los pecadores.) Según las tradiciones aztecas, ha habido ya tres o cuatro destrucciones del Mundo, y la cuarta (o la quinta) se espera para el futuro. Cada uno de estos Mundos está regido por un «Sol», cuya caída o desaparición marca el Fin.
Nos es imposible enumerar aquí todos los demás mitos importantes de las dos pareja que repoblará el Mundo. Así, los Choktaw creen que el Mundo será destruido por el fuego, pero los espíritus retornarán, los huesos se recubrirán de carne y los resucitados habitarán de nuevo sus antiguos territorios. Se encuentra un mito similar entre los esquimales: los hombres resucitarán de sus huesos (creencia específica en las culturas de cazadores). La creencia de que la catástrofe es la consecuencia fatal de la «vejez» y de la decrepitud del Mundo parece bastante extendida. Según los Cherokees, «cuando el Mundo esté viejo y gastado, los hombres morirán, las cuerdas se romperán y la Tierra se hundirá en el Océano» (se imaginan a la Tierra como una gran isla suspendida de la bóveda celeste por cuatro cuerdas). En un mito Maidu, el Creador de la Tierra asegura a la pareja que había creado que «cuando el mundo esté demasiado gastado, lo reharé por completo, y cuando lo haya rehecho, conoceréis un nuevo nacimiento». Uno de los principales mitos cosmogónicos de los Kato, tribu Athapasca, comienza con la creación de un nuevo cielo para reemplazar al viejo, cuyo desmoronamiento parece inminente. Como hace notar Alexander, a propósito de los mitos cosmogónicos de la costa del Pacífico, «muchos de los relatos concernientes a la creación parecen reducirse de hecho a tradiciones relativas a la recreación de la Tierra después de la gran catástrofe; algunos mitos, sin embargo, evocan ya la creación, ya la recreación».
En suma, estos mitos del Fin del Mundo, que implican más o menos claramente la recreación de un Universo nuevo, expresan la misma idea arcaica, y extraordinariamente extendida, de la «degradación» progresiva del Cosmos, que necesita su destrucción y recreación periódicas. De estos mitos de una catástrofe final, que será al mismo tiempo el signo anunciador de la inminente recreación del Mundo, es de donde han salido y se han desarrollado en nuestros días los movimientos proféticos y milenaristas de las sociedades primitivas. Volveremos sobre estos milenarismos primitivos, pues constituyen, con el quiliasmo marxista, las únicas revalorizaciones positivas modernas del mito del Fin del Mundo. Pero, ante todo, tenemos que recordar brevemente cuál era el lugar que ocupaba el mito del Fin del Mundo en las religiones más complejas.
Muy probablemente, la doctrina de la destrucción del mundo (pralaya) era ya conocida en los tiempos védicos (Atharva Veda, X, 8, 39-40). La conflagración universal (ragnarök), seguida de una nueva creación, forma parte de la mitología germánica. Estos hechos parecen indicar que los indoeuropeos no ignoraban el mito del Fin del Mundo. Recientemente, Stig Wikander ha indicado la existencia de un mito germánico sobre la batalla escatológica en todo similar a los relatos paralelos indios e iranios. Pero a partir de los Brâhmanas y, sobre todo, en los Purânas, los indios desarrollaron laboriosamente la doctrina de las cuatro yugas, las cuatro Edades del Mundo. Lo esencial de esta teoría es la creación y destrucción cíclica del Mundo —y la creencia en la «perfección de los comienzos»—. Como los budistas y los jainas comparten las mismas ideas, se puede sacar la conclusión de que la doctrina de la eterna creación y destrucción del Universo es una idea panindia.
Como hemos discutido este problema en "El mito del eterno retorno" no volveremos a tratarlo aquí. Recordemos únicamente que un «ciclo» completo termina por una «disolución», un pralaya, que se repite de una manera más radical (mahâpralaya, la «gran disolución») al fin del milésimo ciclo. Según el Mahâbharata y los Purânas, el horizonte se inflamará, siete o doce soles aparecerán en el firmamento y secarán los mares, quemarán la Tierra. El fuego Samvartaka (el Fuego del incendio cósmico) destruirá el Universo por completo. A continuación, una lluvia diluvial caerá ininterrumpidamente durante doce años, y la Tierra quedará sumergida y la humanidad aniquilada (Visnu Purâna, 24, 25). En el Océano, sentado sobre la serpiente cósmica Çesha, Visnú duerme sumergido en el sueño yoga (Visnu Purâna, VI, 4, 1-11). Y luego todo recomenzará de nuevo ad infinitum.
En cuanto al mito de la «perfección de los comienzos», se le reconoce fácilmente en la pureza, inteligencia, beatitud y longevidad de la vida humana durante el krta yuga, la primera edad. En el curso de los yugas siguientes se asiste a una deterioración progresiva tanto de la inteligencia y de la moral del hombre como de sus dimensiones corporales y de su longevidad. El jainismo expresa la perfección de los comienzos y la decadencia ulterior en términos grotescos. Según Hemacandra, al principio el hombre tenía una estatura de seis millas y su vida duraba cien mil purvas (un purva equiva a 8.400.000 años). Pero al fin del ciclo su estatura alcanza apenas siete codos y su vida no sobrepasa los cien años (Jacobi, en Ere, 1, 202). Los budistas insisten asimismo en el decrecimiento prodigioso de la duración de la existencia humana: ochenta mil años, e incluso más («inconmensurable», según ciertas tradiciones), al principio del ciclo, y diez años al final.
La doctrina india de las edades del Mundo, es decir, la eterna creación, deteriorización, destrucción y recreación del Universo, recuerda en cierta medida la concepción primitiva de la renovación anual del Mundo, pero con diferencias importantes. En la teoría india, el hombre no desempeña ningún papel en la recreación periódica del Mundo; en el fondo, el hombre no desea esa eterna recreación; persigue la evasión del ciclo cósmico. Y aún más: los propios dioses no parecen ser auténticos creadores; son más bien los instrumentos por medio de los cuales se opera el proceso cósmico. Se ve, pues, que para la India no hay, propiamente hablando, un fin radical del Mundo; no hay más que intervalos más o menos largos entre el aniquilamiento de un Universo y la aparición de otro. El «Fin» no tiene sentido más que en lo que concierne a la condición humana; el hombre puede parar el proceso de la transmigración, en el que se encuentra arrastrado ciegamente.
El mito de la perfección de los comienzos está claramente atestiguado en Mesopotamia, entre los israelitas y los griegos. Según las tradiciones babilonias, los ocho o diez reyes antediluvianos reinaron entre diez mil ochocientos y setenta y dos mil años; por el contrario, los reyes de las primeras dinastías posdiluvianas no sobrepasaron los mil doscientos años.
Añadamos que los babilonios conocían asimismo el mito de un Paraíso primordial y habían conservado el recuerdo de una serie de destrucciones y recreaciones (siete, probablemente) sucesivas de la raza humana. Los israelitas compartían ideas similares: la pérdida del Paraíso original, el decrecimiento progresivo de la longitud de la vida, el diluvio que destruyó totalmente la humanidad, a excepción de algunos privilegiados. En Egipto, el mito de la «perfección de los comienzos» no está atestiguado, pero se encuentra la tradición legendaria de la duración fabulosa de la vida de los reyes anteriores a Menes.
En Grecia encontramos dos tradiciones míticas distintas pero solidarias: en primer lugar, la teoría de las edades del Mundo, que comprendía el mito de la perfección de los comienzos, y en segundo lugar, la doctrina cíclica. Hesiodo es el primero que describe la degeneración progresiva de la humanidad en el curso de las cinco edades (Trabajos, 109-201). La primera, la Edad de Oro, bajo el remo de Cronos, era una especie de Paraíso: los hombres vivían largo tiempo, no envejecían jamás y su existencia se asemejaba a la de los dioses. La teoría cíclica hace su aparición con Heráclito (cf. 66 [22 Bywater]), que tendrá una gran influencia sobre la doctrina estoica del Eterno Retorno. Ya en Empédocles se constata la asociación de estos dos temas míticos, las edades del Mundo y el ciclo ininterrumpido de creaciones y destrucciones. No tenemos que discutir las diferentes formas que adoptaron estas teorías en Grecia, sobre todo después de las influencias orientales. Baste recordar que los estoicos tomaron de Heráclito la idea del Fin del Mundo por el fuego (ekpyrosis) y que Platón (Timeo, 22 C) conocía ya, como una alternativa, el Fin por el Diluvió. Estos dos cataclismos señalaban el ritmo en cierto modo al Gran Año (el magnus annus). Según un texto perdido de Aristóteles (Protrept.), las dos catástrofes tenían lugar en los dos solsticios: la conflagratio en el solsticio de verano, el diluvium en el solsticio de invierno.
Se encuentran algunas de estas imágenes apocalípticas del Fin del Mundo en las visiones escatológicas judeocristianas. Pero el judeocristianismo presenta una innovación capital. El Fin del Mundo será único, así como la cosmogonía ha sido única. El Cosmos que reaparecerá después de la catástrofe será el mismo Cosmos creado por Dios al principio del Tiempo, pero purificado, regenerado y restaurado en su gloria primordial. Este Paraíso terrestre ya no se destruirá, ya no tendrá fin. El Tiempo no es ya el Tiempo circular del Eterno Retorno, sino un tiempo lineal e irreversible. Más aún: la escatología representa asimismo el triunfo de una Historia Sagrada. Así, pues, el Fin del Mundo revelará el valor religioso de los actos humanos, y los hombres serán juzgados según sus actos. No se trata ya de una regeneración cósmica que implique asimismo la regeneración de la colectividad (o de la totalidad de la especie humana). Se trata de un Juicio, de una selección: sólo los elegidos vivirán en una eterna beatitud. Los elegidos, los buenos, se salvarán por su fidelidad a una Historia Sagrada: en pugna con los poderes y las tentaciones de este mundo, permanecieron fieles al reino celeste.
Otra diferencia con las religiones cósmicas: para el judeocristianismo, el Fin del Mundo forma parte del misterio mesiánico. Para los judíos, la llegada del Mesías anunciará el Fin del Mundo y la restauración del Paraíso. Para los cristianos, el Fin del Mundo procederá a la segunda venida de Cristo y al Juicio Final. Pero tanto para los unos como para los otros el triunfo de la Historia Sagrada —manifestado por el Fin del Mundo— implica en cierto modo la restauración del Paraíso. Los profetas proclaman que el Cosmos será renovado: habrá un Cielo nuevo y una Tierra nueva. Habrá abundancia de todo, como en el jardín del Edén. Las fieras salvajes vivirán en paz unas con otras «bajo la guía de un joven» (Isaías, XI, 6). Las enfermedades y las dolencias desaparecerán para siempre: el cojo saltará como un ciervo, los oídos de los sordos se abrirán y no habrá ya llantos ni lágrimas (Isaías, XXX, 19; XXXV, 3 ss.). El nuevo Israel se construirá en el monte Sión, porque el Paraíso se encontraba en una montaña (Isaías, XXXV, 10; Ps. XLVIII, 2). Para los cristianos también la renovación total del Cosmos y la restauración del Paraíso son los rasgos característicos del eschaton. Se dice en el Apocalipsis de San Juan (XXI, 1-5): «... puesto que veo un cielo nuevo, una tierra nueva —el primer cielo, en efecto, y la primera tierra han desaparecido— (...). Oí entonces una voz que clamaba desde el trono: No habrá ya más muerte, grito ni pena, pues el antiguo mundo se ha ido. Entonces el que se sienta sobre el trono declaró: He aquí que yo hago el universo nuevo.»
Pero esta Nueva Creación se levantará sobre las ruinas de la primera. El síndrome de la catástrofe final recuerda las descripciones indias de la destrucción del universo. Habrá sequía y hambre, y los días se acortarán. La época que precede inmediatamente al fin será dominada por el Anticristo. Pero Cristo vendrá y purificará al Mundo por medio del fuego. Como dice Efrén el sirio: «El mar rugirá y después se secará, el cielo y la tierra se disolverán, se extenderán por todas partes el humo y las tinieblas. Durante cuarenta días el Señor enviará fuego sobre la tierra para purificarla de la mancilla del vicio y del pecado». El fuego destructor está atestiguado una sola vez en el Nuevo Testamento, en la Segunda Epístola de Pedro (III, 6-14). Pero constituye un elemento importante en los oráculos sibilinos, el estoicismo y la literatura cristiana posterior. Es probablemente de origen iranio.
El reino del Anticristo equivale en cierto modo a un retorno al caos. Por una parte, el Anticristo se presenta bajo la forma de un dragón o de un demonio, y esto recuerda el viejo mito del combate entre Dios y el Dragón. El combate había tenido lugar al principio, antes de la Creación del Mundo, y tendrá lugar de nuevo al fin. Por otra parte, cuando el Anticristo sea considerado como el falso Mesías, su reino representará la total subversión de los valores sociales, morales y religiosos; dicho de otro modo: el retorno al Caos. En el curso de los siglos, el Anticristo se identificó con diferentes personajes históricos desde Nerón hasta el Papa (por Lutero). Interesa subrayar un hecho: ciertas épocas históricas, particularmente trágicas, se consideraron como dominadas por el Anticristo —pero se mantenía siempre la esperanza de que su reino anunciaría al mismo tiempo la inminente venida de Cristo—. Las catástrofes cósmicas, las plagas, el terror histórico, el triunfo aparente del mal, constituían el síndrome apocalíptico que debía preceder al retorno de Cristo y el milenio.
El cristianismo, convertido en religión oficial del Imperio romano, condenó el milenarismo como herético, a pesar de que Padres ilustres lo hubieran profesado en el pasado. Pero la Iglesia había aceptado la Historia, y el eschaton no era ya el acontecimiento inminente que fue durante las persecuciones. El Mundo, este mundo de aquí, con todos sus pecados, sus injusticias y sus crueldades, continuaba. Sólo Dios conocía la hora del Fin del Mundo, y sólo una cosa parecía cierta: este fin no era inminente. Con el triunfo de la Iglesia, el Reino celeste se encontraba ya sobre la Tierra y en un cierto sentido el viejo mundo había sido ya destruido. Se reconoce en el antimilenarismo oficial de la Iglesia la primera manifestación de la doctrina del progreso. La Iglesia había aceptado el Mundo tal como era, tratando de hacer la existencia humana un poco menos desgraciada de lo que era en las grandes crisis históricas. La Iglesia había tomado esta posición contra los profetas, los visionarios, los apocalípticos de toda suerte.
Algunos siglos más tarde, después de la irrupción del Islam en el Mediterráneo, pero sobre todo después del siglo XI, los movimientos milenaristas y escatológicos reaparecieron, dirigidos esta vez contra la Iglesia o contra su jerarquía. Un cierto número de notas comunes se destacan en estos movimientos: sus inspiradores esperan y proclaman la restauración del paraíso sobre la Tierra, después de un período de prueba y de terribles cataclismos. El Fin inminente del Mundo también era esperado por Lutero.
Durante siglos encontramos, en diferentes repeticiones, la misma idea religiosa: este
mundo de aquí —el Mundo de la Historia— es injusto, abominable, demoníaco;
felizmente, está ya descomponiéndose, las catástrofes han comenzado, este viejo mundo
se resquebraja por todos lados; en muy breve plazo, será destruido, las fuerzas de las
tinieblas serán vencidas definitivamente y los «buenos» triunfarán, el Paraíso será
recobrado. Todos los movimientos milenaristas y escatológicos dan prueba de
optimismo. Reaccionan frente al terror de la historia con una fuerza que sólo puede
suscitar la extrema desesperación.
Pero, después de siglos, las grandes confesiones
cristianas no conocen ya la tensión escatológica. La espera del Fin del Mundo y la
inminencia del juicio final no caracterizan ninguna de las grandes Iglesias cristianas. El
milenarismo sobrevive penosamente en algunas sectas cristianas recientes.
La mitología escatológica y milenarista ha hecho su reaparición estos últimos tiempos en Europa en dos movimientos políticos totalitarios. A pesar de estar radicalmente secularizados en apariencia, el nazismo y el comunismo están cargados de elementos escatológicos, anuncian el fin de este mundo y el principio de una era de abundancia y beatitud. Norman Cohn, el autor del libro más reciente sobre el milenarismo, escribe a propósito del nacional-socialismo y del marxismo-leninismo: «Mediante la jerga seudocientífica de que uno y otro se sirven, se encuentra una visión de las cosas que recuerda especialmente las lucubraciones a las que se entregaba la gente en la Edad Media. La lucha final, decisiva, de los elegidos (ya sean "arios" o "proletarios") contra las huestes del demonio (judíos o burgueses); la alegría de dominar el mundo, o la de vivir en la igualdad absoluta, o las dos a la vez, concedida, según un decreto de la Providencia, a los elegidos, que encontrarán así una compensación a todos sus sufrimientos; el cumplimiento de los últimos designios de la historia de un universo al fin desprovisto de mal, he aquí algunas viejas quimeras que todavía hoy nos acarician».
Pero es especialmente fuera del mundo occidental donde el mito del Fin del Mundo conoce, en nuestros días, un desarrollo extraordinario. Se trata de los innumerables movimientos nativistas y milenaristas, de los cuales los más conocidos son los «cargo cults» melanesios, pero que se encuentran también en otras regiones de Oceanía y asimismo en las antiguas colonias europeas de África. Con mucha probabilidad, la mayoría de estos movimientos surgieron después de contactos más o menos prolongados con el cristianismo. Aunque sean casi siempre antiblancos y anticristianos, la mayoría de estos milenarismos aborígenes comportan elementos escatológicos cristianos. En algunos casos, los aborígenes se revelan contra los misioneros precisamente porque estos últimos no se conducen como verdaderos cristianos y no creen, por ejemplo, en la inminente venida de Cristo y en la resurrección de los muertos. En Melanesia, los «cargo cults» han asimilado los mitos y los rituales del Año Nuevo. Como hemos visto ya, las fiestas del Año Nuevo implican la recreación simbólica del Mundo. Los adictos a los «cargo cults» creen también que el Cosmos será destruido y recreado y que la tribu recobrará una especie de Paraíso: los muertos resucitarán y no habrá ni muerte ni enfermedad. Pero, como en la escatología indoirania y judeocristiana, esta Nueva Creación —de hecho, esta recuperación del Paraíso— estará precedida de una serie de catástrofes cósmicas: la Tierra temblará, habrá lluvias de llamas, las montañas se desplomarán y llenarán los valles, los blancos y los aborígenes no afectos al culto serán aniquilados, etc.
La morfología de los milenarismos primitivos es sumamente rica y compleja. Para nuestro propósito nos interesa poner de relieve algunos hechos : 1.°, los movimientos milenaristas pueden considerarse como un desarrollo del escenario míticoritual de la periódica renovación del Mundo; 2.°, la influencia, directa o indirecta, de la escatología cristiana parece estar siempre fuera de duda; 3.°, a pesar de estar atraídos por los valores occidentales y desear apropiarse tanto la religión y la educación de los blancos como sus riquezas y sus armas, los adictos a estos movimientos milenaristas son antioccidentales; 4.°, tales movimientos están siempre promovidos por fuertes personalidades religiosas de tipo profético y organizados o amplificados por políticos o con fines políticos; 5.°, para todos estos movimientos, el milenio está inminente, pero no se instaurará sin cataclismos cósmicos o catástrofes históricas.
Es inútil insistir sobre el carácter político, social y económico de tales movimientos: es evidente. Pero su fuerza, su irradiación, su creatividad no residen únicamente en estos factores socioeconómicos. Se trata de movimientos religiosos. Los afectos a ellos esperan y proclaman el Fin del Mundo para alcanzar una mejor condición económica y social —pero, sobre todo, porque esperan una recreación del Mundo y una restauración de la beatitud humana—. Tienen hambre y sed de los bienes terrestres — pero también de la inmortalidad, de la libertad y de la beatitud paradisíaca—. Para ellos, el Fin del Mundo hará posible la instauración de una existencia humana beatífica, perfecta y sin fin.
Añadamos que, incluso allí donde no se habla de un fin catastrófico, la idea de una regeneración, de una recreación del Mundo, constituye el elemento esencial del movimiento. El profeta o el fundador del culto proclama el inminente «retorno a los orígenes» y, por consiguiente, la recuperación del estado «paradisíaco» inicial. Indudablemente, en muchos casos este estado paradisíaco «original» representa la imagen idealizada de la situación cultural y económica anterior a la llegada de los blancos. No es el único ejemplo de una mitificación del «estado originario», de la «historia antigua» concebida como una Edad de Oro. Pero lo que interesa a nuestro propósito no es la realidad «histórica», que se llega a veces a aislar y a separar de esta imaginería exuberante, sino el hecho de que el Fin del Mundo —el de la colonización— y la espera de un Nuevo Mundo implican un retorno a los orígenes. El personaje mesiánico se identifica con el Héroe cultural o el Antepasado mítico cuyo retorno se esperaba. Su llegada equivale a una reactualización de los Tiempos míticos del origen y, por tanto, a una recreación del Mundo. La independencia política y la libertad cultural proclamadas por los movimientos milenaristas de los pueblos coloniales se conciben como una recuperación de un estado beatífico original. En suma: incluso sin destrucción apocalíptica visible, este mundo, el viejo mundo, se abolirá simbólicamente y el Mundo paradisíaco del origen se instauará en su lugar.
Las sociedades occidentales no tienen nada comparable al optimismo de que da muestras la escatología comunista, de manera similar a los milenarismos primitivos. Por el contrario, existe hoy día el miedo, cada vez más amenazador, de un Fin catastrófico del Mundo producido por las armas termonucleares. En la conciencia de los occidentales, este fin será radical y definitivo; no le seguirá una Nueva Creación del Mundo. No nos es posible emprender aquí un análisis sistemático de las múltiples expresiones del miedo atómico moderno. Pero otros fenómenos culturales occidentales nos parecen significativos para nuestra investigación. Me refiero especialmente a la historia del arte occidental. Desde principios de siglo las artes plásticas, así como la literatura y la música, han conocido transformaciones tan radicales que se ha podido hablar incluso de una «destrucción del lenguaje artístico». Comenzada en la pintura, esta «destrucción del lenguaje» se ha extendido a la poesía, a la novela y, recientemente, con Ionesco, al teatro. En ciertos casos se trata de una verdadera destrucción del Universo artístico establecido. Al contemplar algunas obras recientes, se tiene la impresión de que el artista ha querido hacer tabula rasa de toda la historia de la pintura. Mas que una destrucción, es una regresión al Caos, a una especie de massa confusa primordial. Y, sin embargo, ante tales obras, se adivina que el artista está a la búsqueda de algo que no se ha expresado aún. Le era preciso reducir a la nada las ruinas y los escombros acumulados por las revoluciones plásticas precedentes; le era preciso llegar a una modalidad gremial de la materia para poder recomenzar a cero la historia del arte. En muchos artistas modernos se nota que la «destrucción del lenguaje plástico» no es sino la primera fase de un proceso más complejo y que la recreación de un nuevo Universo debe seguir necesariamente.
En el arte moderno, el nihilismo y el pesimismo de los primeros revolucionarios y demoledores representan actitudes ya pasadas. En nuestros días, ningún gran artista cree en la degeneración y desaparición inminente de su arte. Desde este punto de vista, su actitud se parece a la de los «primitivos»: han contribuido a la destrucción del Mundo —es decir, a la destrucción de su Mundo, de su Universo artístico— con el fin de crear otro. Ahora bien: este fenómeno cultural es sumamente importante, pues son principalmente los artistas los representantes de las verdaderas fuerzas creadoras de una civilización o de una sociedad. Por su creación, los artistas anticipan lo que sucederá — a veces una o dos generaciones más tarde— en los demás sectores de la vida social y cultural.
Es significativo que la destrucción de los lenguajes artísticos haya coincidido con el desarrollo del psicoanálisis. La psicología de las profundidades ha valorizado el interés por los orígenes, interés que tan bien caracteriza al hombre de las sociedades arcaicas. Sería apasionante estudiar de cerca el proceso de revalorización del mito del Fin del Mundo en el arte contemporáneo. Se constataría que los artistas, lejos de ser los neuróticos de los que se nos habla a veces, son, al contrario, mucho más sanos psíquicamente que muchos hombres modernos. Han comprendido que un verdadero recomienzo no puede tener lugar más que después de un fin verdadero. Y son los artistas los primeros de los modernos que se han dedicado a destruir realmente su Mundo para recrear un Universo artístico en el que el hombre pueda a la vez existir, contemplar y soñar.