El atento examen de las crónicas del barrio de Flores permite adivinar un cierto placer en la derrota y una vergüenza secreta en el triunfo.
Los Hombres Sensibles han producido numerosas apologías del fracaso. Sus enemigos sostuvieron siempre que tales expresiones no eran más que un pálido intento por demostrar que sus melancólicos destinos eran el efecto deseado de conductas acertadas.
Como quiera que sea, es un hecho que los muchachos del Ángel Gris acompañaban menos a los victoriosos que a los perdedores.
Tal vez hay en el éxito una salud grosera que debió repugnar a aquellas almas elegantes.
Ya mismo hay que decir que existieron personajes extremos, capaces de llevar estos curiosos criterios hasta los distritos de la locura. Así, ciertos sujetos obtusos no se contentaron con soportar el fracaso: lo buscaron apasionadamente.
Pero si encontrar lo que se busca es un éxito, buscar el fracaso conduce irremediablemente a la paradoja: si uno no alcanza el fracaso, padecerá el éxito; si uno lo alcanza, habrá obtenido lo buscado y eso también es el éxito.
Como nadie, Almafuerte sintió que la frustración es la meta final de todo destino y sospechó que para compadecer cabalmente era necesario abismarse en la desgracia y aun en la infamia. También él despreció al virtuoso y al triunfador:
Al honesto, al armónico y al fuerte...
¡Porque pensé que les tocó la suerte,
como a cualquier tahúr afortunado!
Puede concebirse un pesimismo todavía más hondo: el universo es tal vez un fracaso. Vivimos entre los restos melancólicos de un propósito maravilloso que salió mal. Resisto aquí la tentación de extenderme en una alegoría.
La murga o sociedad filosófica "Los Fracasados de Flores" auspiciaba las caídas, las derrotas y la ruina. Nunca alcanzaron a establecerse en un local y nadie acudía a las reuniones, quizá porque así estaba previsto.
Adivinamos aquí un fracaso deseado, un renunciamiento. Sin embargo los murgueros más ortodoxos propugnaban otra clase de frustración, la peor de todas: el fracaso de quien paga todos los precios del éxito, de quien vendería su alma por triunfar, pero no encuentra quien se la compre.
Otra polémica interesante es la que se refiere a la publicidad de la derrota.
Un grupo juzgaba imprescindible pregonarla: así como mantener una hazaña en secreto es signo de nobleza, conviene difundir nuestras vergüenzas a los cuatro vientos.
Otros postulaban el fracaso silencioso. Humildemente alcanzo a adivinar una tercera e ínfima categoría: el fracaso inconsciente. Alguien pierde y no sabe que pierde o -peor aun- cree que gana. De los centenares de destinos y empresas malogradas del barrio del Ángel Gris, hemos elegido algunos para ilustrar esta monografía.
Tal vez integró la antigua orquesta de Anselmo Graciani o acaso tuvo su propio conjunto de guitarras. Testimonios no muy confiables lo han juzgado apenas inferior a Gardel, pero más alto. No quedan discos suyos y en verdad jamás grabó. Muchos barrios se disputan su nacimiento: Flores, Caballito, Caseros, Villa Luro.
Los Refutadores de leyendas afirman que nunca existió o que se trataba realmente de varios cantores reducidos a uno por la pereza de la memoria popular.
Los empresarios de espectáculos y las emisoras de radio no alcanzaron a apreciar su talento. AI parecer, tampoco cantaba en festivales ni en clubes. Para decirlo brutalmente, no se sabe dónde cantaba este hombre, si es que cantaba. Su repertorio y su estilo no se recuerdan ya. Su propio nombre se ha perdido y ya quedamos pocos, muy pocos, que recordamos su olvido.
El viejo proyecto de Héctor Scarpa -ya mencionado otras veces en estas notas- consistía en establecer un día, una hora exacta, un instante preciso en que todos los habitantes del mundo silbaran a las estrellas para indicar su disconformidad con el universo.
En este sueño consumió su vida. Realizó giras, imprimió folletos, entrevistó a dirigentes políticos, solventó campañas publicitarias y -dentro de sus cortas posibilidades- recorrió el mundo.
Algunos ensayos parciales no estuvieron mal. Pero al llegar el gran día, apenas si se escucharon algunos chiflidos de sus amigos y familiares. Muchos testigos aseguran que desde el norte llegó el eco de algunos aplausos.
Ya en plena decadencia, Scarpa recorría las calles solitarias abucheando amaneceres o burlándose de la Cruz del Sur, que lo exasperaba con su sangre de pato.
Lucio Cantini -según se sabe- era un pintor de respetable talento. Es cierto que vendía pocos de sus cuadros, pero éste es un destino bastante frecuente en su profesión.
Tenía el artista un especial entusiasmo por las pinturas murales. Conocía todas las técnicas y había ideado métodos de trabajo ciertamente novedosos.
Sucede -desde luego- que casi nadie encarga murales y en veinte años de actividad, Cantini había concretado solamente tres obras de ese género, dos de las cuales correspondían a paredes de su modesta pieza. Pero una tarde de verano, Héctor Saponare, propietario de la pizzería San Carlos, le encargó que pintara totalmente una extensa pared del local que aparecía demasiado triste y vacía.
El artista aceptó sin discutir precios. Adivinó que aquel muro vacante era la posibilidad de su consagración.
Dos años tardó en preparar la pared, para preservarla de la humedad de los baños del fondo y del calor del horno en los tramos del frente. Intentó infinidad de bocetos, que el pizzero fue rechazando uno por uno.
El Pensamiento Puro, hostilizado por las fuerzas de la pasión y el desenfreno.
Los últimos instantes del caos esperando el acto creador, donde las cosas no son todavía, pero presentan ya la fuerza de su posibilidad.
Protágoras de Abdera, Parménides y Zenón de Elea, Empédocles de Agrigento, Thales de Mileto, Pirrón de Elis y Sócrates de Atenas discutiendo en el Hades con Diógenes Laercio, biógrafo de todos ellos.
El íntegro equipo de Boca en 1954 derrotando a las huestes infernales, entre las que se adivinaban jugadores de River e Independiente.
Finalmente Saponare -sin mucho entusiasmo y después de exigir algunas correcciones- aprobó el diseño definitivo.
Se trataba de "Las Cinco Edades del Criollo", pintura de tradición gauchesca, que seguía en cierto modo la inspiración de Hesíodo.
En el fondo, cerca de los excusados, la Raza de Oro. Allí se veían despreocupados paisanos comiendo frutos silvestres, bebiendo leche de oveja y perpetuamente jóvenes.
Más adelante, la Raza de Plata, con criollos pendencieros e ignorantes, sometidos a sus madres.
Luego la Raza de Bronce, comedores de carne que se complacían en la guerra.
Casi en el frente, la cuarta raza, también de bronce, pero más noble y generosa.
Finalmente la raza actual, de hierro: paisanos crueles e injustos que sin embargo -y tal vez para complacer al propietario- comen pizza y beben moscato con actitud satisfecha.
Cantini formó un equipo de ilustradores, dibujantes, coloristas, ayudantes y aprendices. En su apogeo, el trabajo ocupó a setenta y cinco personas. A pesar de las protestas del pizzero, protegió la pared con altos biombos, para que los parroquianos no pudieran vislumbrar las miserias de una obra inconclusa.
Cuatro años pasó el artista colgado de los andamios, retocando figuras y dando personalmente casi todas las pinceladas.
Se dice que, contrariando los bocetos, aparecían en ciertos templetes inscripciones forasteras como "Pida Flan con Crema" o "Saque vale en la caja"; líneas menos propias de Hesíodo que del pizzero Saponare.
Cuando el portentoso mural estaba a punto de terminarse, el comerciante informó a Cantini que había vendido la pizzería. El nuevo propietario tenía pensado revestirlas paredes de fórmica y prohibió a Cantini y sus colaboradores el ingreso al local. Hoy la gigantesca alegoría yace bajo paneles relucientes y espejos horrorosos.
Pero en un ángulo, casi pegada al techo, una pequeña mano emerge del innoble revestimiento, como pidiendo socorro.
Lucio Cantini se retiró para siempre del arte. Cada tanto aparece por la pizzería, pide una porción de anchoa y un moscato y sueña con el día improbable en que los paisanos se sacudan para siempre las infames prisiones sintéticas que les imponen los mercaderes.
Francisco fue siempre crack. Manejaba la pelota como nadie, era rápido y remataba con las dos piernas. Los vecinos de la calle Granaderos se asomaban para verlo hacer maravillas en el empedrado. Jugó en muchos equipos infantiles y después en algunos cuadros de barrio bastante fuertes.
Su sueño era jugar en primera. Conocer la fama, bañarse en ovaciones. También codiciaba la fortuna: casas, autos, dinero, seguridad para su familia.
Una tarde, cierto dirigente de un club grande lo vio en un picado.
Realizó algunos entrenamientos con los profesionales y anduvo bastante bien. Al final lo probaron en un amistoso de verano contra el Ferencvaros de Hungría.
La cancha estaba llena. Faltaba un minuto e iban cero a cero. Tomó la pelota, sereno en su acción. Eludió a dos hombres y enfrentó al arquero. Pensó en el futuro, en el contrato, en su nombre repetido por las muchedumbres, en los viajes, en la gloria.
Le salió un tiro miserable, mordido, pifiado y la pelota pasó a tres metros del arco.
Jugó un par de encuentros en reserva y después se consiguió un trabajo bastante bueno en el ferrocarril.
No ha existido en la historia del teatro un fracaso tan pertinaz como el de la compañía del director Enrique Argenti con "La Duquesa de Padua", de Oscar Wilde.
Gracias a un golpe de suerte en la quiniela, Argenti cubrió los papeles con buenos actores, ensayó bastante e hizo una puesta decorosa en el teatro Fénix de la calle Rivadavia. Los fondos le alcanzaron también para publicidad y difusión.
El día del estreno no fue nadie, La obra se representó igualmente ante los carameleros y se dice que Argenti compuso dignamente el personaje de Simone Gesso, duque de Padua, que se había reservado.
Tampoco asistió nadie a la segunda función, ni a la tercera, ni a la cuarta.
El dato es impresionante. Aun en las peores temporadas, alguien se presenta: un amigo, un familiar, un vecino. Pero pasaron las semanas y los meses y no se vendió una sola entrada.
Inútil fue regalar invitaciones en los colegios y en los comercios. Los críticos y periodistas tampoco acudieron nunca.
Pero Argenti tenía plata y tesón. La obra siguió en cartel. Al cumplir un año de funciones ininterrumpidas, el hecho se anunció con afiches y altavoces. La sala siguió desierta.
Es cierto que en el segundo año la disciplina de la compañía se aflojó algo. Algunos actores faltaban y nadie los reemplazaba, cosa que deslucía las representaciones. Los derrotistas y cínicos que nunca faltan añadían párrafos chuscos al texto de Wilde, con el ínfimo pretexto de que estaban solos.
Al cumplir 1.000 representaciones, Argenti se cansó o se fundió y La Duquesa de Padua bajó de cartel.
La historia tiene, pese a todo, un final feliz.
Después de tres años de obra sin público, Enrique Argenti concibió la idea del público sin obra, nulo espectáculo con el que llenó salas teatrales en todo el país. La gente iba, pero los actores no, y ante el escenario desierto, el público se emocionaba, lloraba o reía y aplaudía, imaginando a capricho situaciones geniales. Pero esto ya pertenece al mundo de los éxitos.
La murga Los Fracasados de Flores se ha roto en mil pedazos, como quiere la primera acepción del diccionario.
Queda aún entre nosotros la sombra de la idea según la cual el fracaso ennoblece. En todo caso, mirando a ciertas personas que triunfan, cualquiera siente un poco de ganas de fracasar, siquiera para no parecerse a esa morralla.
Nos queda también la sublime piedad que nos inspiran los fracasados.
Mis lágrimas más sinceras han sido convocadas por viejos violinistas, vendedores de poesías y recitadores que reciben la burla de los pajarones.
Una última reflexión de alguien que ha jugado mucho.
Quizá en la carpeta celeste, el que gana pierde y el que pierde, gana.
Buenas tardes.