André Gide confesaba, en una página del cuarto cuaderno de su Diario (Euvres, vol. IV, p. 532), su sorpresa y alegría al descubrir este texto de Baudelaire: «L'ironie considérée comme une forme de la macération» [La ironía considerada como una forma de maceración].
Antes de Baudelaire, el infeliz enamorado y panfletario danés Soren
Kierkegaard había creído en la misma «ironía considerada
como una forma de maceración». Una «forma de maceración», es
decir, una forma de ascesis. Una especie de ascesis laica.
Pero con el mismo fin y con los mismos resultados: la
descomposición del hombre profano, la aniquilación de las
formas superficiales de equilibrio. Eres irónico contigo
mismo, o con tus vecinos, para disolver una cierta
ingenuidad o una vulgaridad espiritual; para exorcizar,
humillándola, una comodidad demasiado humana. Utilizas,
pues, una técnica perfectamente ascética; porque éste es el
objetivo de cualquier ascesis: macerar la carne, disolver
los estados de conciencia alimentados por el bienestar de la
carne.
Las recientes interpretaciones, que quieren ver en
Baudelaire «un martyr sans nom» (Francois Mauriac, Charles
du Bos), se apoyan sobre textos muy parecidos. La
«voluptuosidad» que busca Baudelaire tiene la misma función
que la «ironía»: maceración, humillación, descomposición; en
una palabra, ascesis. El hombre se humilla a través de la
«voluptuosidad», se disuelve, se reduce a sí mismo a un
plasma amorfo en el cual se agitan la desesperanza y la
inanidad. Lejos de colmar el ser, la voluptuosidad
baudelairiana lo empobrece.
El gesto inaugural de la técnica
ascética es este empobrecimiento del ser humano: la
reducción del hombre a lo que le es propio, a lo que no
supera la condición humana; a la inanidad, al gusano, al
polvo. Solamente después de haber macerado al hombre,
poniéndole delante de la insignificancia de su condición, la
ascesis cristiana (como la asiática, por otra parte) le
podrá enseñar el camino de la redención: la realización del
hombre a través de su deshumanización. El punto de partida
de cualquier ascesis es una desvalorización de la vida
profana, una intuición «pesimista» de la existencia humana
como tal.
La misma desvalorización de la vida profana, que tantos «mártires sin nombre» han puesto en práctica (desde Sócrates hasta Kierkegaard), late en el meollo de la ironía baudelairiana.
El último libro de Emil Cioran, Lacrimi si Sfinti [Lágrimas y santos],
es un
trágico ejemplo de lo que puede significar la maceración de
sí mismo a través de la paradoja y la invectiva.
¡Hay tantos
pasajes exasperantes en este libro melancólico, pasajes que
han desorientado hasta a sus más fervientes defensores y que
no pueden ser defendidos bajo ningún concepto! Podemos tomar
nota de ellos y sufrir por el autor, pero nada más. No
tienen ninguna excusa.
Ofrecen la impresión de que Emil
Cioran los ha escrito y publicado solamente para aislarse
cada vez más, para volver más impenetrable su soledad, para
desanimar hasta a sus más íntimos allegados. Un hombre
alcanza la soledad absoluta cuando ya no puede ser
defendido. Concedamos, pues, que Emil Cioran ha alcanzado su
objetivo: ciertas páginas (muy pocas por cierto) de su libro
destruyen cualquier comunión viva con el mundo
exterior, con la gente que le quiere, le comprende o le
«admira».
Alguien hablaba de su irresponsabilidad. Conozco bien a Emil Cioran; y puedo decir que aquí, en algunos pasajes casi infernales de este libro, ha sido más responsable que nunca. Cioran, que no conoce la ironía, explota en cambio hasta la saciedad la invectiva y la paradoja sarcástica. Lacrimi i Sfinti es una continua y penosa «maceración». Todo se disuelve, se descompone, se macera en este libro.
Lo que con una terminología desgastada llamaríamos «exageración», en Cioran recibe la impronta ascética de la voluptuosidad e ironía baudelairiana. Por supuesto que es exasperante, deprimente y escan daloso, pero como cualquier otro acto de máxima desesperación, cuando te das cuenta de que nada resiste a esta corrosión, de que la existencia, como el sueño, es una absurda vacuidad universal.
Pero ¿qué ocurriría si este deprimente y escandaloso
espectáculo tuviera, en la intención del autor, una
finalidad pedagógica y un valor ascético?
El hombre puede
resistir a cualquier forma de descomposición. Un
fenomenólogo como Aurel Kolnai hablaba recientemente de la
«repulsión» como un admirable instrumento de autodefensa del
ser. Todo lo que sufre un proceso de corrosión (la suciedad,
la putrefacción), como todo lo que aparece y crece con una
vitalidad monstruosa (las colonias de larvas, los gusanos,
los ratones, etc.), produce disgusto por su vertiginosidad;
el ser humano teme su reabsorción en una categoría múltiple,
su aniquilación en una masa viva.
Y a pesar de todo (Kolnai
no lo sabía), todas las formas de ascesis utilizan la
repulsión como instrumento de contemplación. La meditación
sobre cadáveres (en la India, encima de ellos), la
meditación en los lugares abandonados o en los cementerios
son prácticas obligatorias. La suciedad del cuerpo, la
agitación febril de los parásitos, los harapos, las
enfermedades repugnantes (la lepra, el lupus, la viruela,
etc.), son técnicas ascéticas fervorosamente recomendadas,
por lo menos como ejercicios introductorios. El neófito
tiene que realizar el asco hasta la médula de su ser:
sentir que todo se descompone en este mundo de ilusiones y
dolor, que todo deviene; es decir, «pulula». Solamente
después de haber alcanzado esta pesimista intuición, el
asceta podrá instalarse en la indiferencia y la quietud,
indiferencia y quietud que le hacen mirar de la misma forma
«un pedazo de tierra o una joya de oro, un trozo de carne en
la carnicería o el suave muslo de una mujer», como rezan los
antiguos tratados hindúes.
Creo que el escándalo que provocan ciertas páginas de Lagrimas y santos cumple una función ascética no solamente para su autor (que logra así aislarse de una manera absoluta), sino también para el lector, que tendrá que pasar por la misma «maceración» real, aun que orientada en otro sentido.