Querer es saber

Cuenta Jerome K. Jerome el caso de un hombre de buen corazón que sólo quería hacer el bien.

Era un joven muy compasivo para con las mujeres desafortunadas en el amor; y así, cuando conocía a una solterona (o en perspectivas de serlo), por fea, vulgar, marchita o sin gracia que fuera, él se dedicaba a cortejarla; con delicadeza y ambigüedad, a la distancia y platónicamente. Miradas rendidas y regalitos con dedicatorias pseudo-anónimas, cosas así. El objetivo era poner algo de alegría en sus vidas, que tuvieran al menos* la agradable experiencia de sentirse amadas.

Parece que el pueblo abundaba en tales mujeres, por lo que llegó a encontrarse atareadísimo. Pero la cosa no terminó bien. Y no porque las mujeres dejaran de captar sus alusiones: al contrario. En lugar de limitarse a sospechar un amor callado, ellas tuvieron la certeza. Y a medida que pasaba el tiempo y el joven no hacía progresos, empezaron a impacientarse. Primero intentaron remediar su aparente timidez, tomando ellas la iniciativa; luego empezaron las confidencias y consultas entre amigas… muchas de las cuales descubrieron que no eran las únicas cortejadas. Siguieron las complicaciones imaginables, la escalada de rumores y de indignación femenina, las acusaciones de excéntrico, libertino, sádico…

Al final, se supo la verdad. Y entonces las reacciones de las mujeres se vieron netamente divididas. De un lado, las lindas, las populares, las casadas, lo encontraron muy noble y conmovedor. Del otro, las que habían recibido de su parte alguna palabra galante o una mirada cariñosa, querían estrangularlo.

El tipo tuvo que mudarse de pueblo, pero la fama le siguió: ninguna mujer quiso en adelante ser vista hablando con él. Se decía que una mirada apreciativa suya bastaba para que la chica más linda se fuese corriendo a llorar junto a su madre…

Y es que —concluye Jerome— en este mundo no basta querer hacer el bien; es precisa cierta maña para practicarlo.

Es claro.

Pero… momento ¿Es claro?

¿No basta? ¿No basta para qué? Podría argumentarse:

—Querer hacer el bien no basta, acaso, para lograr hacerlo; pero en el plano de la virtud y el mérito, la buena intención es lo que cuenta. Y entonces, «querer hacer» el bien, sí que basta. Basta para «ser bueno», al menos; que es lo que importa. ¿O vamos a hacer de la bondad una cuestion de habilidad, como tocar el violín o genenciar una empresa? ¿Acaso mediremos la virtud por los criterios del éxito?

Podemos conceder la objeción, y quedarnos con que Jerome simplemente hacía notar que, en este mundo caído, la buena intención no basta para lograr el buen fin. Pero, escarbando un poquito más, quizás pensándolo mejor, también podemos contraobjetarla.

Y hasta podemos irnos al otro extremo: poner que el único bien que cuenta (incluso en la contabilidad divina) es el bien logrado. Que la torpeza malogradora de las buenas intenciones es en cierta manera culpable; prueba de que la bondad que suponíamos fundamento era una ilusión, y la acción generosa una impertinencia.

Volviendo al relato de Jerome ¿estamos seguros de que el tipo tiene el corazón en su lugar? ¿no merece nada de los palos que le tocaron? El deber fundamental —el mandamiento— no es en primer lugar hacer el bien (ni compadecerse), sino amar. Cabe sospechar que en la diligencia del muchacho de corazón tierno hay menos amor al prójimo de lo que él imagina (y quizás más amor propio del que imagina; amor a la propia virtud, para empezar) y que si hubiera sabido amar habría sabido hacer el bien. Que su torpeza, más que mera falta de habilidad mundanal, es falta de delicadeza, que a su vez denota falta de caridad auténtica. El amor (se le olvidó decir a San Pablo) sabe cuándo y cómo hacer el bien, el amor es diligente pero no atolondrado, el amor se da maña, el amor no mete la pata.

No hace falta decir, pero digámoslo, que esta contraobjeción está formulada en términos algo brutales y desmesurados; y que, mal encarada, puede resultar triste y desesperanzadora; sobre todo para los que nos vemos congénitamente torpes. Pero creo que algo de verdadero y edificante (y por lo tanto, alegre) puede encontrarse por esos rumbos.

  (*) «…being a Christian, his power for good was limited» dice el relato original. Sólo quiere decir que al no ser mormón no podía casarse con todas. Pero fuera de ese contexto (y aun dentro), la frasecita tiene varias lecturas interesantes, empezando por la irónica.

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