El momento de la plegaria

Cierta vez, ya no recuerdo con qué motivo, fui enviado solo a la aldea de Souilly. Recuerdo la vista de muchas vías de ferrocarril y un hospital bastante amplio; y delante del hospital, dibujada con piedras rojas sobre un fondo de piedras blancas y todo encerrado en un círculo que formaba un disco inmenso, una ancha cruz roja, visible sin duda desde gran altura.
Allí viví, bajo un cielo gris, algunos de los minutos que dejaron en mí las huellas más profundas. Me parece que toda la tristeza del mundo se reunía en aquel lugar. Lo que yo había sentido el año anterior en el hospital Ritz, no era casi nada comparado con la experimenté en ese momento que me hizo ver la futilidad de las cosas terrenas. Ya no había posibilidad de ser feliz. Sólo el odio y la desesperación dominaban.
Algo se heló en mí, y durante un tiempo que no pude apreciar me fue imposible moverme. Permanecí como fascinado por esa especie de revelación interior, y un espasmo se apoderó de mí. ¿Cómo decirlo de otro modo? Una especie de terror pánico a la tierra, a todo el reino de este mundo, a la humanidad. Tuve la impresión de que acababa de ser separado de mí mismo, de toda confianza en el porvenir, de toda alegría; y el pensamiento de que todo estaba perdido se instaló en mí como un enemigo ocupa una plaza que acaba de rendirse.

Aún hoy me pregunto qué sentido podría tener una experiencia tan singular. ¿De dónde me venía esa tristeza? No de Dios, ciertamente, porque Dios no da tristeza a aquellos a quienes se aproxima; pero es indiscutible que ella me apartó de muchas cosas, y como reacción me empujó dentro de mí mismo, como único sitio al abrigo de una amenaza prodigiosa, la amenaza de todo lo que nos rodea, la hostilidad de los hombres, la muerte que acecha.

Eché mano a mi rosario en el fondo del bolsillo, pero no era cuestión de orar; no me sentía capaz. Es extraño comprobar cómo la plegaria, a veces, parece fallarnos en el preciso momento en que más la necesitamos.

De unos escritos autobiográficos de Julien Green que estuve leyendo; tenía él entonces diecisiente años, y era voluntario en la Primera Guerra Mundial.

Yo nunca he tenido una experiencia (psíquica/anímica/mística o lo que sea) por el estilo. Y sin embargo no la siento remota, creo poder intuirla.

A lo último, a eso de que la oración parezca fallar en semejante momento, la primer respuesta que a mí se me presenta es que, en efecto, ese no es el momento de la oración. Quiero decir, que es ilusorio imaginar la plegaria como antídoto de esa noche oscura, sobre todo en el plano sensible: precisamente, la imposibilidad de orar es parte del asunto. El momento de la plegaria, en lo que tiene de comunicación amorosa y de alimento, es -en general- otro; y el alimento de aquel otro momento es el que nos sostendrá en este.
Pero la verdad es que esta respuesta, aun supuesto que pudiera formularse y fundamentarse mejor, parece caerse a pedazos apenas se considera el episodio de la oración en el huerto de Getsemaní. Y hasta puede pensarse que toda aquella agonía de Cristo —aquella tremenda tristeza— sea el tipo ejemplar, puro, de lo que relata Julien Green. A esta luz, uno va a pensarlo dos veces antes de dar respuestas fáciles al que se lamenta porque su oración parece fallar cuando más la necesita.

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