Traducciones

Había enlazado aquel texto de Chesterton en inglés, porque no estaba en español en línea. A partir de ahora sí estará; porque Enrique ha tenido la amabilidad de pasarme su traducción, versos incluidos. Se agradece.

A primera vista, y sin ser yo especialista, me parece mejor versión que la otra que tengo (en papel) de editorial Acantilado. En esa, por ejemplo, traducen «… Pero si hay algo que les gustase a los primeros medievales…» Yo soy un ingeniero, no sé si eso es buen español, pero no me suena nada bien. Y he visto, en otros ensayos del mismo libro, y entre muchos otros mocos, «apparent» traducido como «aparente«, y «auto-deception» como «auto-decepción«… Hmmmm….

Y aunque sea cierto que (como decía Borges, a propósito de Dostoyevsky, creo) los escritores grandes tienen el poder de sobrevivir a las malas traducciones… también es cierto que, cuanto mayor es el escritor, mayor es el pecado del mal traductor.

A continuación, el ensayito de Chesterton.
GALLO QUE NO CANTA
G. K. Chesterton
[Daily News, 16 de mayo de 1908]

En mi última mañana en la costa de Holanda, cuando sabía que en unas horas estaría en Inglaterra, me fijé en uno de los relieves góticos que abundan en Flandes. No sé si era muy antiguo, aunque desde luego estaba deteriorado e indescifrable y ciertamente era del estilo y de la tradición de la Alta Edad Media. Parecía representar hombres doblándose (por no decir retorciéndose) sobre determinados oficios elementales. Unos parecían ser marineros cazando cabos; otros, creo, estaban segando; otros estaban vertiendo enérgicamente algo de un sitio a otro. Esto es totalmente característico de las pinturas y los relieves de principios del siglo XIII, quizá la época más puramente vigorosa de toda la historia. Los grandes griegos prefirieron representar a sus dioses y a sus héroes sin hacer nada. Siendo su compostura espléndida y filosófica, siempre hay un matiz que recuerda al amo de muchos esclavos. Pero si algo les gustaba a los medievales era representar a la gente haciendo algo: dedicados a la caza o a la cetrería o remando en un barco o pisando la uva o haciendo zapatos o cocinando en una cacerola. Quicquid agunt homines votum timor ira voluptas. (Cito de memoria.) La Edad Media está llena de ese espíritu en todos sus monumentos y manuscritos. Chaucer lo conserva en su jovial insistencia en el tipo de oficio y labor de cada personaje. Era la primera y la más joven resurrección de Europa. El tiempo en el que el orden social se estaba fortaleciendo pero sin haberse vuelto todavía opresivo, el tiempo en el que la fe religiosa era fuerte pero aún no se había exasperado. Por este motivo, el efecto de los relieves griegos es totalmente diferente al de los góticos. Las figuras en los mármoles del Partenón, aunque a menudo alzan sus corceles un instante en el aire, parecen congeladas para siempre en ese instante perfecto. Pero un relieve medieval parece en realidad una especie de batiburrillo o rebullicio en piedra. A veces uno no puede evitar la sensación de que los grupos se están moviendo y mezclando, y toda la fachada de la grandiosa catedral tiene el zumbido de una colmena colosal.

Pero estas figuras en particular presentaban una peculiaridad sobre la cual yo no podía estar muy seguro. Las cabezas que se conservaban eran muy curiosas, y me parecía que tenían la boca abierta. No sabía si significaba algo o era un accidente propio de un arte primerizo; pero, mientras reflexionaba, caí en la cuenta de que el canto estaba relacionado con muchas de las tareas ahí representadas, de que existían canciones para segadores cuando siegan y canciones para marineros cuando cazan cabos. Todavía estaba pensando en este problema, cuando, recorriendo el muelle de Ostende, escuché a unos marineros articulando un grito medido a la vez que trabajaban. Recordé que los marineros todavía cantan a coro mientras trabajan y cantan, incluso, distintas canciones según qué faena estén realizando. Un poco después, terminada mi travesía marítima, la contemplación de los hombres trabajando en los campos ingleses, me recordó de nuevo que todavía hay canciones de siega y canciones para otras muchas labores del campo. Y de repente me pregunté por qué es (si es que es así) absolutamente inaudito que algún oficio o negocio moderno tenga una poesía ritual. ¿Cómo llegó la gente a cantar poemas toscos mientras recogía ciertos frutos o cazaba ciertos cabos, y por qué nadie hace lo propio mientras produce las cosas de hoy? ¿Por qué un periódico moderno nunca es editado por gente que cante a coro? ¿Por qué los tenderos cantan tan poco, si es que lo hacen alguna vez?
Si los segadores cantan mientras siegan, ¿por qué no deberían los auditores cantar mientras auditan y los banqueros mientras banquean? Si hay canciones para cada una de las cosas que hay que hacer en un barco, ¿por qué no hay canciones para cada una de las cosas que hay que hacer en un banco? Mientras el tren de Dover atravesaba los huertos de Kent, yo intenté escribir unas canciones apropiadas para los señores que se dedican al comercio. Así, los oficinistas de los bancos, en el trabajo de sumar las columnas, podrían comenzar con un atronador coro en alabanza de la suma simple:
¡Ánimo a todos! ¡Fuera pereza!, hay muchos cálculos
que realizar. Los astros gritan: —“Dos más dos, son cuatro”.
Y aunque reinos y credos caigan, y aunque arruinados
lloremos, y aunque rugan los sofistas… ¡son cuatro!
También, por supuesto, se necesitaría otra canción para tiempos de crisis financiera y coraje, una canción con unos versos más fieros y pavorosos, como un galope de caballos en la noche:
    ¡Alerta!
El director perdió el timón,
el secretario bebe ron
y la campana a la tripulación
reclama en la cubierta
para bregar…
    ¡Alerta!
De nuestro banco (o entidad financiera)
defenderemos los pendones
hasta que la leyenda refiera
que disparó sus cien cañones
por caja…,
    antes de que se hundiera…
Al entrar en la nube de Londres, me encontré con un amigo que, precisamente, trabaja en un banco, y sometí a su consideración el uso por parte de sus colegas de estas mis sugerencias líricas. No se mostró muy ilusionado con el asunto. No era —me aseguró— que despreciase los versos ni que lamentase en ningún sentido su tosquedad. No; era más bien un algo indefinible en el ambiente en que vivimos que hace espiritualmente muy difícil que en los bancos se cante. Y creo que mi amigo debe de tener razón, aunque el asunto es muy misterioso.
Además, creo que debe haber algún error en las previsiones de los socialistas, porque ellos le echan la culpa de todas nuestras aflicciones no a un tono moral, sino al caos de la empresa privada. Pues bien, los bancos son privados; pero el Servicio de Correos es público: en consecuencia, debería esperarse que, conforme a su naturaleza, Correos acogiera con entusiasmo la idea colectivista de un coro. Imagínense mi sorpresa cuando la señora que atiende la oficina de Correos de mi barrio, al animarla yo a cantar, rechazó la idea de una manera mucho más fría que el oficinista bancario. Es más, ella parecía estar considerablemente más depresiva que él. Por si alguien pudiera suponer que esto era efecto directo de los versos, considero justo decir que el “Himno del Servicio de Correos” rezaba así:
Caen cartas sobre Londres como cae una nevada;
y, como el raudo rayo, se entrega el telegrama.
Son noticias que anuncian la boda de una dama
o que una dulce anciana ha sido asesinada.
[CORO con ritmo enérgico y alegre]
O que una dulce anciana ha sido asesinada.
Y cuanto más pensaba sobre el asunto, más tristemente seguro estaba de que las cosas más típicamente modernas no pueden ser hechas cantando a coro. Uno no podría ser un financiero importante y cantar, porque la esencia de un financiero importante es estarse callado. Ni siquiera se puede en la mayoría de los círculos modernos ser un hombre público y cantar, porque la esencia de un hombre público es hacer casi todo en privado. Nadie se imagina un coro de prestamistas. Todo el mundo conoce la historia de aquel cuerpo de voluntarios formado por abogados que, cuando el coronel en el campo de batalla ordenó: “¡Carguen!”, dijeron al unísono: “Son seis chelines con ocho peniques”. Los hombres pueden cantar mientras cargan militarmente, pero no si cargan en sentido crematístico. Y al final de mis reflexiones, no he llegado más que al mismo sentimiento subconsciente de mi amigo, el oficinista bancario: hay algo espiritualmente sofocante en nuestra vida, no exclusivamente en nuestras leyes, sino en toda nuestra vida. Los oficinistas bancarios carecen de canciones no porque sean pobres, sino porque están tristes. Los marineros son mucho más pobres. Volviendo a casa, pasé por un pequeño edificio de latón perteneciente a alguna agrupación religiosa, que estaba siendo sacudida por un griterío del mismo modo que vibra una trompeta con su propia música. Al menos allí estaban cantando; y yo tuve por un instante una idea que ya había tenido antes: que sólo encontramos lo natural en lo sobrenatural. La naturaleza humana se siente perseguida, y se ha acogido a sagrado.

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