La mediocridad

Igual que el mal (mal de pena y mal de culpa, como decíamos ayer) es piedra de escándalo, también puede serlo la mediocridad; que, al fin de cuentas, también debe ser una especie de mal. Sobre todo, para los hombres medianamente sofisticados, cultos, oblicuos.
La mediocridad —de sensibilidad, de pensamiento y de acto— causa horror. A veces, al percibirla en el prójimo (sobre todo en manada), nos tienta la idea de que aun la maldad es preferible; o —si de estética se trata— la fealdad, si ésta al menos tiene alguna energía, algún fuego que pueda calentarnos. Pero la mediocridad… La mediocridad es algo de todo eso: fealdad, y maldad, y estupidez; pero, además, insignificancia. El espíritu sopla donde quiere, sí.; pero ahí … ahí cuesta creer que pueda.

El disgusto y el escándalo puede operar en varios niveles, como varios son los sentidos de la palabra. Un caso bastante frecuente, pareciera, es el del hombre que, sin ser católico (o apenas siéndolo) y simpatizando con el catolicismo en cuanto religión (y hasta en cuanto cultura… mientras sea pasada) se siente repelido por la mediocridad de sus fieles. El espéctaculo de una misa de domingo típica, por poner un ejemplo algo trivial pero patente, puede ser barrera suficiente; eso es terriblemente mediocre, la verdad no puede estar ahí, y -en todo caso- yo no puedo estar ahí. Y aun el converso que logró superar esa barrera, puede seguir tentado por el mismo escándalo, sobre todo en los comienzos. Maritain ha dejado su testimonio, pre y post conversión.

Pero la cuestión, para variar, tiene sus complicaciones. Y no es difícil presentir que si, en un sentido la mediocridad es algo maldito, también ese odio a la mediocridad (ese escándalo) puede serlo.
Aunque no recuerdo haber leído mucho —explícito— al respecto.
Podríamos traer primero a León Bloy, con su notorios y violentos ataques al mediocre —el «burgués»—, sobre todo en el mismo seno del catolicismo. «Todo es perdonable, excusable, soportable, menos la mediocridad. Eso no; imposible….», reprochaba en una carta a un amigo. Y creía que «la perfecta mediocridad de nuestros católicos modernos, es tal vez el signo más horrible» y que…
[…] todas las metáforas o combinaciones de similitudes capaces de asquear, son de una insuficiencia más que irrisoria cuando se piensa, por ejemplo, en la literatura católica… Una sociedad donde se llega a creer que lo bello es una cosa obscena y que el padre Bailly es un escritor, es evidentemente una sociedad hecha por Satanás, con una atención angélica y una experiencia pavorosa.

[…] Nuestros católicos, siempre contentos de ellos mismos, creyéndose firmes columnas porque no son exacta y materialmente asesinos, son a tal punto ciegos instrumentos del Príncipe de este mundo, que es imposible hacerles comprender que su mediocridad es la que atrae el rayo, y que les será exigida una espantosa rendición de cuentas de esa «indiferencia absoluta», de esa «animalidad pura y simple» […]
Para él, la santidad y la verdad exigirían de suyo una especie de esplendor:
[…] Es indispensable que la Verdad esté en la Gloria. El esplendor en el estilo no es un lujo, es una necesidad.

Un jesuita me afirma que hay santos en su Orden, santos contemporáneos, aunque ocultos. Réplica: ¿Es posible esconder un incendio?
Pero este Bloy, el mismo que tronaba contra la devotería barroca-sulpiciana y defendía a Baudelaire, Lautremont y Verlaine, es el mismo Bloy que asistía todas las mañanas a misa (y si las misas de hoy son el algún sentido mediocres, creo que las de entonces lo eran más o menos igual), que tenía una vida cristiana de lo más normal y humilde, muy lejos de cualquier veleidad intelectual – elitista – sectaria – iniciática; y es el mismo que aconsejaba esto a un amigo que no era aún católico y que le había pedido consejos sobre lecturas religiosas:
¿Busca usted otras lecturas? Precipítese sobre las Vidas de los Santos. Hártese, embriáguese con ellas. Devore sobre todo aquello que le parezca más imbécil. Ya verá!
Y este párrafo del diario parece resumir los dos lados de la cuestión:
Lectura de la Vida de San Antonio de Padua, por el Padre de Chérancé. ¡Realmente hay que amar mucho a los santos para tragar libros tan mediocres! «Me parece, le he dicho a Juana, que las autoridades eclesiásticas y los superiores de las órdenes deberían implorar de rodillas a los verdaderos artistas que escriban y divulguen en el mundo la vida de los santos…»

Reflexionando, sin embargo, esta queja no es digna de mí, del autor de Le fou y Berlanga de excomulgados[*]. Pues he aquí el misterio: Jesús ha vencido al mundo solamente «en la esperanza». El es el Pobre. Las magnificencias del arte no le convienen.
La menguada literatura de los libros de devoción, con la que hay que contentarse hasta la llegada del Vagabundo, es, en consecuencia, una especie de idioma miserable, ignominioso, divinamente apropiado a su condición… ¿Qué digo? es un idioma reservado, oculto, accesible solamente a unos pocos, insufrible para el mundo soberbio, que sólo puede ser purificado en el fuego del Consolador.
Ese idioma, agrega Juana, es la pobreza perfecta. En cuanto se sale de él, se cae necesariamente en los abismos sombríos o luminosos del Paráclito, y entonces se le pertenece como una presa.
Explicación seguramente insuficiente, aunque sugestiva.
Pero creo que lo más fuerte que puedo traer sobre esto es de Bernanos, del «Diario de un cura rural». En la novela, acaba de suicidarse el Dr. Maxence Delbende un médico rural outsider, huraño e inteligente, no católico, amigo del cura de Torcy; y éste conversa con el protagonista-relator:
… Maxence (era la primera vez que lo oía llamar así a su viejo amigo) era un hombre justo. Dios juzga a los justos. No son sólo los idiotas o los simples canallas los que me preocupan, qué te has creído… ¿De qué servirían los santos? Ellos son los que pagan, son fuertes …
[…] Acuérdate de lo que voy a decirte. Todo el mal le vino porque odiaba a los mediocres. «Odias a los mediocres», le decía yo. Y él no intentaba defenderse; era un hombre justo, ya te lo he dicho.
Hay que estar en guardia, ves. La mediocridad es un lazo del demonio. La mediocridad es demasiado complicada para nosotros, es asunto de Dios. Mientras tanto, el mediocre debería encontrar un refugio a nuestra sombra, bajo nuestras alas. Un abrigo, un poco de calor; ¡necesitan tanto calor, pobres diablos!
«Si buscas realmente a nuestro Señor, lo hallarás», solía repetirle yo. Y el me respondía: «Busco a Dios donde tengo más posibilidades de encontrarlo, entre sus pobres ». Por supuesto, sus pobres eran unos tipos singulares, rebeldes y originales. Un día le pregunté «¿Y si Jesucristo te aguardara justamente bajo las apariencias de uno de esos burgueses que desprecias? ¿Acaso El no ha asumido -salvo el pecado- todas nuestras miserias y las ha santificado? »…
Y sigue… (más adelante el mismo cura se burla un poco de Claudel por pintar la santidad con tonos sublimes; los santos no son sublimes, dice) pero por ahora basta. Me quedo con esa observación, algo paradójica, de que la mediocridad es demasiado complicada para nosotros; y que, como decía Maritain, nuestro rechazo, nuestro celo contra la mediocridad suele ser un celo fatuo. Tal vez, encima, un signo de mediocridad personal.
Y como una especie de talismán contra esas trampas, como para saber cómo plantarse ante la mediocridad aledaña y propia, se me ocurre ahora sugerir(me) a una santa moderna; una que fuera considerada mediocre por algunas monjas mediocres, y que fuera muy estimada por el mismo Bernanos: Santa Teresita de Lisieux. No me pidan que les explique por qué.


[* Es en esos artículos donde Bloy, cargando las tintas a su estilo, tilda al arte de «parásito de la antigua serpiente » y niega la posibilidad de un Arte cristiano. ]

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