Cuando el mal está bien

(Atendamos primero a una objeción, sobre aquello de no mirar demasiado los pecados pasados. La objeción —tirando… a la derecha— dice que no es ese un consejo especialmente urgente hoy, puesto que el hombre moderno (ay) tiende a pensar demasiado poco en sus pecados pasados, si es que piensa algo; y por lo mismo, necesita más bien que le remarquen la gravedad de sus culpas, para que las reconozca y se arrepienta; ahorrémosnos por una vez aquello del médico y los enfermos.
Respondo que, para empezar, hablarle a ese hombre moderno no es asunto mío. En todo caso, diré que, si para alguien hablo, es para quien en algún sentido es mi prójimo; en particular y sobre todo: yo mismo. En segundo lugar, diré una vez más que yo no concibo las cuestiones —lo que está mal en el mundo— en esos términos partidarios, que el enemigo está allá y entonces hay que patear para allá; creo más bien que los males o errores contrarios se alimentan mutuamente, incluso dentro de una misma persona… Y basta con esto por ahora.)


Avanti, pues. Doblamos la apuesta. Si vale el consejo de apartar la vista del pecado pasado, pensaba yo que, en un sentido levemente distinto, también cabe exhortar a mirarlo, sin disgusto ni tristeza. Sin dejar de verlo como pecado —y arrepentimiento supuesto—, verlo como hecho pasado, definitivo, inmutable, ergo querido por Dios, ergo adorable.
Sí, hay demasiados eslabones flojos en esta cadena; mal herrero que es uno, seguro. Veamos.

Es una antigua aporía, la de la Voluntad de Dios (y su presciencia) frente a la libertad y el pecado del hombre. Por un lado, la voluntad de Dios no puede dejar de cumplirse (y no imperfectamente, sino plenamente); por otro, el pecado de Adán, y el mío, se oponen a su voluntad. Y a un pasito de esta aporía tenemos otras (quizás todas), y el caso de Judas, y… etc. ¿Qué dicen los teólogos? No importa mucho ahora. No hace falta ser teólogo para intuir, aunque sea oscuramente (de hecho todos lo intuimos, sospecho; y acaso no haya diferencia esencial) que no hay contradicción, que la dificultad surge de una confusión de planos, o de miradas. Esperamos poder mirar bien, algún día… después. Mientras tanto, nos movemos en este mundo y en este tiempo; y tal vez, justamente, los dos sentidos del tiempo nos dan una imagen de esas dos miradas que tanto nos cuesta conciliar.

Digamos: mirando al futuro, tenemos nuestra libertad para actuar; mirando al pasado, tenemos nuestros actos, que tejen una historia que caen dentro de voluntad inmutable de Dios. Nuestra libertad no tiene ya nada que hacer ahí; no mirar el pasado, entonces, con esa tensión del actor libre (en esa dirección, la tensión desembocaría en angustia, vergüenza, asco, y desesperación), tratar de mirar con ojos contemplativos, fríos, gozosos y amantes (adjetivos a bulto, cuya corrección y conciliación queda a cargo del lector).

Si no me equivoco, es más o menos lo que pensaba Simone Weil cuando decía que «el pasado es la mejor imagen de las realidades eternas»; y que «la obediencia es la virtud suprema. Amar la necesidad» (qué necesidad más irresistible que la del pasado!). Pero lo que a mí me suena más fuerte —y por eso nació este post— es esto otro, a propósito de la petición del Padre Nuestro:
Sólo estamos absoluta, infaliblemente seguros de la voluntad de Dios con respecto al pasado. Todos los acontecimientos que han ocurrido, cualesquiera sean, conformes a la voluntad del Padre todopoderoso. Esto está implícito en la noción de omnipotencia. […]
Es algo muy distinto a la resignación. La palabra «aceptación» es aun demasiado débil.
Hay que desear que todo lo que ha sucedido haya sucedido, y no otra cosa. No porque lo que ha sucedido sea bueno a nuestros ojos, sino porque Dios lo ha permitido, y porque la obediencia del curso de los acontecimientos a Dios es, en sí misma, un bien absoluto.
Y, en lo que respecta puntualmente a nuestros pecados pasados, también se me antoja directamente aplicable aquello de «permitir (aceptar?) el mal que no podemos destruir». La lamentación sólo debe apuntar a lo que sirva para mejorar nuestros actos en adelante; pero esto sólo puede dirigirse al futuro, nunca al pasado.
El reproche de Peguy, creo yo (tal vez forzando un poco las cosas) apunta al impulso de mirar los pecados pasados con la mirada equivocada, con la angustia que nace de una libertad impotente.

Si hay algo verdadero que sacar en limpio de esta maraña, creo que debería ser algo útil para todos; modernidades aparte, religiones aparte quizás; no es advertencia exclusiva para escrupulosos (o tal vez mejor dicho: en ese sentido, casi todos somos escrupulosos; casi todos tendemos a rehuir la mirada hacia el pasado, una vergüenza que es una especie de reniego, un rechazo a esa aceptación que dice Simone).

Y dando todavía una vuelta de tuerca más —y contra la objeción aquella, de que esto parece un consejo sólo util para gente de derecha… que son pocos— podríamos ampliar la idea a la contemplación de todo pecado pasado, no necesariamente nuestro; y más: no sólo pasado, también presente y futuro, siempre y cuando esté (como decía Simone) enteramente fuera de la esfera de nuestra influencia, y por lo tanto de nuestra libertad. Hay una manera enfermiza de mirar ese mal, con una angustia, un asco y una desesperación (y hasta una vergüenza) que probablemente también merezca los apóstrofes de Peguy. Una mirada que lo falsea, lo deforma y lo agiganta.

Volverán a decirme que esto sólo vale para las personas creyentes… o de derechas. No lo creo. Al menos si consideramos no sólo el «mal de culpa», sino el «mal de pena». Pecado y sufrimiento. Brutal y provisoriamente, podríamos decir que el de derecha mira demasiado el primero, y el de izquierda el segundo; pero en esencia es lo mismo.
Provisoriamente, digo, porque esto no termina acá.

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