Santidad naif

Mal que les pese a tantos, salir de la ingenuidad para caer en el cinismo, no es ganancia. Por ejemplo (*):

Uno puede hacerse distintas imágenes de la santidad. No nos paremos en la imagen que suelen tener algunos de afuera, como un título honorífico que concede la Iglesia, una especie de premio a los miembros más prominentes -gente «muy religiosa», con una virtud tan almibarada (y tan atractiva) como sus mismas estampitas.
Por encima de las pobres ideas laicas, y por debajo de altas místicas y teologías, quedémosnos con la simple santidad, como ese algo ( cualidad ? hábito ? … estado?) que uno normalmente desea para sí mismo (y para los otros; pero, en primer lugar, para sí mismo). No hace falta ser católico, ni siquiera creyente, creo, para entender esto, y aun desearlo (el mismo Dolina… ). Pero es claro que el caso del cristiano es o debería ser el paradigmático.
En particular, y limitándonos a los cristianos que pueden y suelen decirse a sí mismos con sinceridad «yo quiero ser santo» (o al menos con melancolía : «quisiera ser santo»; o peor: «hubiera querido ser santo») me parece que hay una concepción del asunto que es característicamente infantil; y por lo mismo, algo ingenua.
Infantil, digo, en sentido amplio; el que ha vivido poco, digamos.
El adolescente con berretines religiosos que ha empezado a leer vidas de santos; pero también —y sobre todo… creo— el converso reciente.

Según este modo de ver, ser santo —la beatitud, acá abajo— es en primer lugar estar limpio, un estado de serena y continua alegría, cuya fuente es la devoción religiosa (la presencia continua de Dios), apuntalada en la oración y la ascesis, y que se vuelca fuera en bondad y bonhomía (sonrisa suave, incapacidad de odiar y de pecar). Caminar en el aire. Enamoramiento. Ternura. Pureza.

Y parece al alcance de la mano, o poco menos.

Después vienen los años y sus cosas. El mundo, la carne y el diablo se turnan para darte interminables cachetadas, y un día te encontrás repitiendo los versos de Almafuerte:
Mucho barro hay que batir
en la vía del sepulcro.
No hay oficio menos pulcro
que el oficio de vivir.
Y te acordás de aquellas fantasías, de aquellos éxtasis continuos imaginados, y sonreís… y no con la sonrisa del santo, precisamente.
Y no está mal: es verdad que en aquel sueño de santidad había mucho de ingenuidad. Y así como había algo de falso en esas heroicas ascesis (puesto que eran imaginadas sobre un fondo de consuelos sensibles; y así cualquiera se imagina asceta **), también había algo de falso en esa pureza imaginada, el santo que no se despeina y no se ensucia las manos: virtud mayormente negativa (antes que nada: no pecar), ignorante de la complejidad moral de la realidad y de la propia debilidad. Con esa idea, con la preocupación por no mancharse, por evitar ocasiones de pecado a la enésima potencia (ocasiones de ocasiones de pecado…) uno quedaría incapacitado para hacer el bien; y hasta para tener la experiencia de la propia miseria.
Si la santidad es para todos, la santidad no puede ser eso.

Está bien. Y vale para no caer en el desaliento.
Pero: tampoco es cuestión de matar aquellos berretines de santidad; se trata de podarlos (para que crezcan), no de dejarlos secar. Fea cosa sería repudiar nuestra pasada ingenuidad, aun cuando fuera cierto (está por verse) que hemos ganado algo en sentido crítico, en experiencia (o en humildad, incluso, como advertía la misma Teresa). Problemática ganancia sería, si sólo nos sirve para olvidarnos de ser santos.

Por eso, me digo, conviene cada tanto releer alguna de esas vidas de santos, evocar aquellas devociones ingenuas y el punzante sabor (aunque sea imaginado, tiene el sabor de lo real) de la beatitud que ansiamos. Importa no perder eso. Ayuda a mantenerse despierto, a recordar algo que, aun revestido de ropajes infantiles, es profundamente verdadero y esencial. Y aunque no pretenderemos volver a la ingenuidad de la infancia, tampoco olvidaremos que, en algún sentido, nos toca hacernos niños.
Que, al fin y al cabo, y según dicen, no es muy distinto a hacernos santos.


(* Seguramente podría armarse un ejemplo paralelo, sin muchos retoques, con el caso del amor conyugal).

(** Me acuerdo ahora de nuestro Leopoldo Marechal, que en varios lugares de su narrativa se ríe un poco de estas fantasías; y parece un rasgo autobigráfico).

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