Pintoresquismos hagiográficos

En el prefacio de «La pasión de Hallaj» (mártir místico del Islam, siglo X), Louis Massignon admite que se ha negado —con toda intención— a pasar su historia por el tamiz de la crítica…
…a proceder a una toilette adecentadora de las «acta martyrum», a expurgarlas de sus «enormidades», de sus réplicas «demasiado tópicas» a los jueces, de las sesiones de torturas «excesivas», de los carismas manifestamente «inútiles»…
Y es un lugar común: en los últimos (dos, digamos) siglos hemos perdido la ingenuidad, nos hemos vuelto críticos, y no admitimos los elementos legendarios en las hagiografías. O al menos, exigimos una demarcarción: de un lado, lo histórico y lo que es «verdad» (histórica, claro); del otro lado lo legendario, lo que es meramente (o sin adverbios, en el mejor de los casos) pintoresco, ilustrativo, poético, edificante… Hecha la demarcación, escucharemos acaso una y otra historia; pero con distintos oídos; y no pretendas hacerme pasar una cosa por la otra: no tenemos derecho —hoy, siglo XXI— a la ingenuidad de la niñez.
Así son las cosas, así somos —y de intento uso la primera persona del plural—, y no me animaré a renegar ni a aplaudir, ni a proponer remedios (si hicieran falta); ni a predecir, temer o desear futuras evoluciones.
Sí diré que no me parece que estemos tan cómodos como sería esperable en esta razonable y adulta posición; y que esta incomodidad probablemente sea signo de algún malentendido de fondo.
La incomodidad, por ejemplo, parroquial (¿cosa mía? no creo) … cuando el cura debe hacer algún comentario sobre una lectura «legendaria» (del Génesis, sobre todo) y sólo atina a solventar la cuestión con la melancólica fórmula de seminario: «La Biblia no es un libro de historia…«.

Imaginemos que vamos al teatro con un amigo; apenas nos sentamos, comienza a advertirnos que todo lo que va a representarse no «es de verdad», sólo son actores que simulan; y hasta el fin de la representación nos señala con penosa puntillosidad todos los artificios… («Ahí se ubica el apuntador, les dicta a los actores cuando se olvidan la letra; porque ellos en realidad dicen lo que está escrito por otro, sabés…. y esas espadas son de mentira… lo mismo, esa ventana es un decorado, no es una habitación de una casa de verdad, es todo escenografía… mirá, cómo llora, pero no te vas a creer que lo siente de verdad, es pura actuación… ah, y eso no es sangre de verdad, y no te vas a creer que está muerto, eh?…») Y bien, si comparamos a nuestro amigo con un hipotético espectador infantil que ignorara esos artificios y creyera en la verdad de lo representado, podríamos decir que, ciertamente, nuestro amigo es menos ingenuo. Pero también habría que decir que toda su crítica le impidió (como también a los desafortunados acompañantes) ver la obra.

Acaso paralelo al temor al rídiculo, el temor a ser ingenuo, a pasar un papelón frente a la crítica, sea más paralizante y más perjudicial que la vieja e infantil ingenuidad. Acaso nos estemos perdiendo algo importante, acaso seamos más ingenuos que los ingenuos de antes.

Y no se trata solamente de historias de santos.

… Pero lo que yo he podido comprender es que en tales casos es vano aplicar las reglas de la prudencia normalizadora de la crítica hagiográfica, preconizada por el padre Delehaye (en cuyas manos tales reglas ya han mostrado su ineficacia, en los casos de Pokrov y La Salette). Proceder a una toilette adecentadora de las «acta martyrum», expurgarlas de sus «enormidades», de sus réplicas «demasiado tópicas» a los jueces, de las sesiones de torturas «excesivas», de los carismas manifestados «inútilmente», todo eso es negarse a comprender que la verdadera santidad es forzosamente desmesurada, excéntrica, anormal y chocante, es prohibir al alma en busca de Dios evadirse de la prisión de las «cortesías habituales», las «convenciones aceptadas» y los «hábitos respetables», haciendo un agujero en el muro. Agujero seguramente insólito y desconcertante. Pero ¿es razonable tratar una afirmación existencial de inadmisible porque no tenga precedente y presente un hecho fuera de lo común?
Hemos renunciado a la representación «lógica» de la historia por la preexistencia (Platón) o la evolución (Hegel) de las ideas; y hemos propuesto para ello una representación «paralógica», por la preexistencia de arquetipos (Jung), o la evolución de funciones y situaciones; yendo hasta los ciclos de reencarnación de las personas (teorías imamita, drusa, nusayrí). Pero la unificación final, liberadora, del alma una, personalizada por la adoración del Dios Uno, se opera durante una sola vida (Suhrawardi Halabi). ¿Existe mediación, atracción ejercida sobre la conciencia por ciertos temas oníricos arquetípicos premonitorios? Y estos temas, ¿son «ilusiones», debidas a la «tensión» artificial de nuestra fantasía fabuladora (G. Dumas), o «a la introducción del elemento subjetivo en la realidad» (Delahaye)? ¿No son con frecuencia, sobre todo en los semitas, modalidades anagógicas de la gracia que actúan sobre los fantasmas de la imaginación infrarracional para prepararnos a una concepción pura del verbo mental? En ellos, la virtud no es un equilibrio griego, un «mesón» mediocre entre dos excesos, sino una «conducta supremamente noble» (makarim al-aklaq), una tensión heroica, como una flecha, sin contrapeso ni contrapendiente? (Eckhart).

Es innegable que las vidas de los místicos contienen imágenes extrañas, refieren apariciones singulares: estructuras mentales incognoscibles, tan inevitables como ininventables, que no se explican de manera inmediata. Son, sin embargo, a menudo, realidades de un cierto orden, en «devenir», finalidades potenciales que se objetivarán, indefinidamente «abiertas» en el sentido de la búsqueda y la esperanza más teologal. Mediante el proceso de «reconocimiento» dramático (anagnorisis), nuestra retrospección alimenta nuestra espera, nuestro sueño nos abre el sentido de una serie de acontecimientos, a medida que nuestra oración enlaza con su fuente, que es la gracia. Se comprende lo inútil que sería «normalizar» esas secuencias enteramente ersonales y esas series independientes, a la manera de las «funcioes aleatorias» y las probabilidades en cadena de las estadísticas. Yo veo en ellas más bien toda una musicalidad de signos premonitorios le elección, que disocian al alma privilegiada de los «otros», entregándola como rehén a su incomprensión y a su resentimiento.

Renuncio por tanto a expurgar los «acta sincera» que relacionan el suplicio de Hallaj con los principios de su futura leyenda; pues ésta preexiste, latente como la chispa en el sílex. Renuncio a disociar sus milagros de sus frases, a pesar de su desfase (P. Kraus). Me niego a separar sus oraciones y discursos de su presentación en asonante; pues ésta devela no una estilización sobreimpuesta o un trazado de contornos, sino la escansión entrecortada, el ritmo inspirado del vidente semítico. Renuncio finalmente a desarticular mi traducción al francés de las máximas y poemas de Hallaj minimizando la estructura orientada de su frase, tomando cada una de sus palabras en el sentido literal, sin su «amortajamiento germinativo» (tadmin), sin su sublimación anagógica y quebradora. Añado incluso a los hechos históricos las meditaciones posteriores que éstos sugirieron. Él dijo y repitió sus frases, para sus verdaderos oyentes, como signos premonitorios, recapituladores y proféticos; su valor inspirador y realizador debe ser respetado; su orquestación es inseparable de la melodía evocada. Que estas afirmaciones choquen a probabilistas y estadísticos, nadie lo duda; su método, ante los casos singulares, es la eliminación, pues no ha sido preparado para la detección. Ahora bien, sucede que, de manera escandalosa, Hallaj es un espiritual, un caso excepcional, un gharib (en sí mismo «una especie», como un arcángel que lucha en las alturas); su destino fue tan extraño que no lo «reconoció» sino in extremis; en el momento en que la gracia le clavaba en lo alto de su voto. ¿Pero qué alma de buena voluntad no estaría dispuesta para llegar allí? ¿Y no es eso lo que, en efecto, sucede, si se acepta que la finalidad que supone la plena realización de su vida la encierra en el origen divino de su virtualidades, para siempre, por una especie de curvatura espiritual del tiempo?
Es al término de la ascensión, desde lo alto de la cima conquistada, desde donde se puede abarcar todo el itinerario recorrido y elucidar los ambiguos contornos de los primeros tanteos…

Louis Massignon
La pasión de Hallaj (Martir místico del Islam)

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