Foto antigua

Recordé recién una vieja gracia infantil: la de jactarse de saber responder a la pregunta «¿Cuantas estrellas hay?» (La respuesta, tramposa, se basa en que «cincuenta» suena igual a «sin cuenta»… sobre todo en Argentina).

Bien puede servir de epígrafe a esta historia que relata Bruckberger -un dominico medio raro, del que sólo conozco una «Carta abierta a Jesucristo»:
… le sucedió a un viejo judío al que conocí cuando estaba en Marruecos. Era tan viejo en esa época que seguramente está muerto ahora. La historia que me contaba era para él un recuerdo de infancia, se remonta pues a más de un siglo.
Tenía él cuatro o cinco años y formaba parte de una tribu que vivía bajo una carpa. En el Sahara yo mismo he visto esas inmensas carpas, tan amplias como las lonas de circo, capaces de albergar a las más numerosas familias, donde viven, comen, conversan, toman té de menta con los huéspedes de paso, donde todos se reúnen durante la noche para dormir según las afinidades. Son tan amplias que cada uno tiene allí un mínimo de intimidad. En las noches glaciales, como pueden serlo en el desierto, hasta los jóvenes animales son admitidos, camellos bebés, burritos, corderitos y cabritos.

El niño dormía junto a una vieja mujer que velaba por él y cuidaba de su educación. Una noche de primavera, apremiado por alguna necesidad natural, se deslizó fuera de la carpa y se sintió maravillado. ¿Podía ser que hubiera en el firmamento tantas estrellas, tanto esplendor? Los perfumes tan vivos del Sahara, en la noche de los primeros calores que hacen brotar una multitud de florecillas coloreadas como alfombras de Oriente, le hacían perder la cabeza. En los parques vecinos, los animales resollaban, sensibles ellos también a esas caricias llegadas de todas partes y que se insinuaban en lo profundo de los sueños.
Al niño le pareció que esa noche era la más hermosa desde la creación del mundo porque era la primera cuya belleza experimentaba. Se sentía como dentro de una cuna. Sin embargo, todo aquello era tan inmenso, tan apacible, que la armonía de su corazón le parecía regular el orden del universo, hasta los astros más lejanos.
Por un sentimiento muy violento, supo que todo estaba listo, ¿listo para quién?, ¿listo para qué? ¡Para él sin duda, pero también para Algún Otro!

En ese momento escuchó la voz de la vieja que lo llamaba. A disgusto volvió a la carpa y fue a tenderse en su lugar.
Luego, para defenderse de los reproches, dijo en voz baja: «Sal a ver, sal a ver, la noche es tan bella… ¿No crees que el Mesías podría venir hoy?»
-Y la vieja con un tono cortante respondió: «¡Olvida al Mesías! ¡Aprende a contar!»

El muchachito era un irreductible. Cuando lo conocí, en su extrema vejez, casi no sabía contar y se preocupaba poco por ello. Se había hecho rabino. Era muy pobre y feliz, uno de esos israelitas de quienes habla el Evangelio, «en quien no hay doblez». Seguía esperando al Mesías. Jamás había aceptado el universo limitado de la vieja mujer…

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