Existir, existe cualquiera

— ¿Por qué no te cae bien fulano? Es buen chico…
— Sehm…. buenos chicos somos todos.
Eso le contesté una vez (yo era joven; y algo menos caritativo que ahora, espero) a mi madre; no importa a cuento de qué o de quién.
Supongo que puede intuirse en qué medida -modesta- esa chuscada -modesta- expresa una verdad. Más o menos, en el sentido en que decíamos ayer que, al fin y al cabo, no es tan fundamental eso de que Dios existe: existir… existe cualquiera.

Quiero decir que, a mi ver, hay una especie de manoseo irreverente, una cierta falta de delicadeza que a su vez denota una falta de vida interior -de fe, si quieren- en buena parte de las afirmaciones de los creyentes, cuando nos toca exponer nuestra fe ante los incrédulos. Decimos, muy sueltos de cuerpo, «Dios existe»; y ahí nos quedamos, satisfechos y desafiantes; si a mano viene, argüiremos y rejuntaremos razones y sinrazones para defender esa certeza; si no, lo mismo da.
Pero el espíritu -y el conjunto de razones y sinrazones- del que afirma esto no se ve que difiera, esencialmente, del que defiende la existencia de cualquier cosa, o la verdad de cualquier opinión (la existencia de los extraterrestres, la maldad de Stalin, la superioridad de Linux, la nulidad artística de George Lucas o las buenas ondas energizantes que emite un sahumerio de sándalo). Y el pobre Dios queda reducido a un objeto -ni trascendente ni inmanente-, entre otros objetos … y de existencia hipotética. Y así planteadas las cosas, el escéptico inteligente tiene buenas razones para descreer: demasiados objetos y demasiadas opiniones forja la imaginación humana, para su comodidad… Humano, demasiado humano, dirá; con más razón de la que uno quisiera.

Que hay algo de peligroso y de falso en «afirmar demasiado», cuando de Dios se trata, no seré el primero en decirlo. En realidad -y no sólo en el plano de la existencia- todos los místicos cristianos han insistido en la «teología negativa»: si lo ves, no es Dios. El mismo Santo Tomás, el mismo capo de los teólogos, que demostraba la existencia de Dios por cinco caminos con una calma que a veces resulta exasperante, también era un místico; y así, no tiene empacho en afirmar que lo más alto que podemos conocer de Dios es que no lo podemos conocer. Es decir, que toda afirmación que hacemos sobre El es parcialmente falsa, analógica; propiamente hablando, sólo podemos decir cómo Dios no es.

¿Demasiado místico? No sé, no creo, miren. El nuevo Catecismo [43] dice algo muy parecido, citando justamente al mismo Tomás:
Dios transciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios «inefable, incomprensible, invisible, inalcanzable» (Anáfora de la Liturgia de San Juan Crisóstomo) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios.

Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante, expresarlo en su infinita simplicidad. Es preciso recordar, en efecto, que «entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la diferencia entre ellos no sea mayor todavía» (Cc. Letrán IV: DS 806), y que «nosotros no podemos captar de Dios lo que él es, sino solamente lo que no es y cómo los otros seres se sitúan con relación a él» (S. Tomás de Aquino, Suma contra gentiles. 1,30).
Pero claro… son de esos párrafos que la mayoría de los católicos tendemos a leer sin mucha atención, como expresiones devotas y algo bombásticas, sin mucho contenido que nos pueda costar -y servir- digerir.

Y vayan por ahora un par de citas más; después seguiremos, me temo.
… Hay en todo tiempo, y hoy más que nunca, un papel purificador del ateísmo. Se debe, en efecto, distinguir en el conocimiento la representación y la intención (o mira). En un espíritu relativo y finito, la representación de lo absoluto no puede ser más que relativa; la representación de lo infinito, finita. Todo conocimiento de Dios se realiza por medio de representaciones inadecuadas. Por eso hay una parte inalienable de antropomorfismo en toda creencia. Si Dios ha creado el hombre a su imagen, el hombre se lo ha pagado bien, decía Voltaire. No hay en esto nada que deba sorprender o escandalizar: el hombre no puede conocer nada sin representárselo, y su representación toma necesariamente forma humana. Pero no hay que confundir la representación de un objeto con el objeto mismo : la representación es para el hombre un medio de alcanzarlo o de encararlo. Lo esencial no es la representación, sino lo que el espíritu aspira a través de ella. Por eso el juicio negativo tiene en todo conocimiento un papel metodológico esencial: le obliga a no replegarse sobre sí y a superarse siempre […] el ateísmo es lo que desempeña el papel del juicio negativo en el conocimiento de Dios. […]
Quizás en un tiempo en que Dios se muestra un poco demasiado, por ejemplo, en el cine, en el teatro o en la novela, sería conveniente hacer recobrar a los creyentes cierto pudor en la mostración o la demostración de Dios : es preciso ante todo guardarse de atribuir al ser supremo nuestras maneras de sentir, de pensar y de existir.
«Ateo -escribe Giraudoux en el Combat aves l’Ange -, ¡en absoluto!… La existencia es un terrible decaimiento… Aplicar a Dios esta noción de existencia es un acto tan impío y tan falso como imaginarse Dios a nuestra imagen.»
Lo cual resulta curioso de relacionar con una fórmula de Simone Weil en La gravedad y la gracia : «Estoy completamente segura de que no hay Dios, en el sentido de que estoy completamente segura de que nada real se asemeja a lo que yo puedo concebir cuando pronuncio ese nombre.» Y en la página siguiente se encuentra este sugestivo pensamiento: «Entre dos hombres que no tengan la experiencia de Dios, el que le niega es quizás el que más cerca de El está.»
Antes de combatir el ateísmo, todo creyente debe, pues, intentar utilizarlo para su propio uso. Por eso no cabría exagerar la importancia de la dialéctica negativa que ataca los elementos groseros de la idea de Dios. De una manera más general, hay que recuperar la tradición de la teología y de la filosofía negativas y conservar de Kierkegaard, al menos, su idea de que hay una dialéctica de la certidumbre y de la incertidumbre en el seno de la fe en Dios. Digo «en el, seno de» porque la dialéctica de la credulidad y de la incredulidad no podría constituir en modo alguno una especie de escapatoria : se instaura en el interior y en el corazón mismo de la fe, de la que es una, exigencia interna, que puede adquirir más clara conciencia de ella misma al contacto de las críticas externas.
Una apologética fácilista ha insistido quizá demasiado en estos últimos tiempos sobre la «creencia implícita del incrédulo», queriendo hacerle confesar a Dios a su pesar; ha llegado la hora de subrayar más aún la incredulidad del creyente.

No se infiere de esto que la crítica atea sea siempre justificada. Más bien: hay que eliminar de los dos lados las incomprensiones, para situar mejor las oposiciones.

Jean Lacroix
… ¿Deberemos, en consecuencia, renunciar a decir nada de Dios sin tentar a su trascendencia? A primera vista podría parecer que sí. Afirmar «Dios existe» parece, en efecto, cosa muy diferente a afirmar que no es nada de lo que cae dentro del campo de acción de nuestra experiencia, que es el Todo-Distinto. Y, sin embargo, no deja de ser verdad que esto es lo primero que debemos decir de él.
[… ]no deja de ser verdad también que si nosotros no podemos conocer directamente, con una intuición inmediata, la naturaleza divina, hay algo que resulta accesible a nuestra inteligencia a través del mundo creado. Ya hemos hecho esta observación al tratar de la religión cósmica: las realidades visibles son hierofanías de Dios y el alma humana es su imagen creada. Y esto vale para todas las realidades de este mundo. Cada una de ellas nos permite conocer algo de lo que se refiere a Dios. Y así ahora, después de haber dicho que no podemos decir nada de El, podemos decir de El infinidad de cosas.

Volvemos a tropezar con la paradoja que supone siempre el conocimiento de Dios. Al mismo tiempo hay que afirmarlo todo y negarlo todo en El. Y, en realidad, de la fusión de esta teología afirmativa y de esta teología negativa resulta el verdadero conocimiento de Dios.

Ningún autor ha explicado mejor esto que el Pseudo-Dionisio:
«Amaestrados de esa forma -escribe-, los teólogos celebran en Dios al mismo tiempo el no tener ningún nombre y el tenerlos todos. No tener ningún nombre, cuando refieren que la misma Trearquía, en una de las visiones místicas en que se ha manifestado simbólicamente, engolosinó a aquel que le preguntaba: «¿Cuál es tu nombre?», y para apartarlo de todo conocimiento que pudiera expresarse con un nombre, le habló así: «¿Por qué me preguntas mi nombre? Es admirable.» Y tener muchos nombres, cuando a continuación nos la presentan diciendo de sí misma: Yo soy el que es, o la Vida, la Luz, la Verdad. A continuación afirman que ese principio divino pertenece a las inteligencias, a las almas y a los cuerpos, que es, conjuntamente idéntico al seno del idéntico, en el universo, en torno al universo, más allá del universo, Subexistencial, Sol, Estrella, Fuego, Agua, Espíritu, Rocío, Nube, Roca Absoluta, Piedra, en una palabra, todo lo que es y nada de lo que es»

Se comprende muy bien el pensamiento de aquel viejo cristiano que decía a Orígenes: «Siempre es peligroso hablar de Dios.» Porque cada vez que digo alguna cosa de El debo negarla inmediatamente. Es que hay, efectivamente, un gran peligro en representarse a Dios a imagen del hombre.

Esta representación antropomórfica de Dios origina ciertas dificultades en muchos espíritus; se niegan, con razón, a hacer esa representación de Dios porque les parece que eso es rebajarle hasta )as realidades humanas. Pero si yo no digo nada de Dios traiciono mi misión de teólogo. Y, naturalmente, para hablar no tengo más remedio que emplear un lenguaje basado en las experiencias humanas, hablar de su amor o de su hermosura, aun dándome cuenta de la facilidad con que estas expresiones pueden dar lugar a equívocos. Esta es la trágica condición del teólogo que se ve obligado a hablar de una cosa que queda por encima de las palabras. Y ahí está también la dificultad del uso de la analogía…

Jean Danielou

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