Sábado Santo

… Porque esto es el Sábado Santo: el día en que Dios se oculta, el día de esa inmensa paradoja que expresamos en el credo con las palabras “descendió a los infiernos”, descendió al misterio de la muerte.
El Viernes Santo podíamos contemplar aún al traspasado; el Sábado Santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su hijo. Podemos estar tranquilos; los hombres sensatos, que al principio estaban un poco preocupados por lo que pudiese suceder, al cabo tenían razón.

Sábado Santo, día de la sepultura de Dios.
¿No es éste, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran Sábado Santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a los discípulos se les produce un vacío helado en el corazón y por este motivo se disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza, la apatía y la desesperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir que Aquél a quien creen muerto se halla entre ellos?



Hay en el Evangelio una escena que anticipa de forma admirable el silencio del Sábado Santo y que, al mismo tiempo, parece como un retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en un bote, que está a punto de zozobrar asaltado por la tormenta. El profeta Elías había indicado en una ocasión a los sacerdotes de Baal, que clamaban inútilmente a su dios pidiendo un fuego que consumiese los sacrificios, que probablemente su dios estaba dormido y era conveniente gritar con más fuerza para despertarle. ¿Pero no duerme Dios en realidad? La voz del profeta, ¿no se refiere, en definitiva, a los creyentes del Dios de Israel que navegan con Él en un bote zozobrante?
Dios duerme mientras sus cosas están a punto de hundirse. ¿No se asemejan la Iglesia y la fe a un pequeño bote que naufraga y que lucha inútilmente contra el viento y las olas mientras Dios está ausente? Los discípulos, desesperados, sacuden al Señor y le gritan que despierte; pero Él parece asombrarse y les reprocha su escasa fe. ¿No nos ocurre a nosotros lo mismo? Cuando pase la tormenta reconoceremos cuan absurda era nuestra falta de fe.

Y, sin embargo, Señor, no podemos hacer otra cosa que sacudirte a ti, el Dios silencioso y durmiente, y gritarte: ¡despierta!, ¿no ves que nos hundimos? Despierta, haz que las tinieblas del Sábado Santo no sean eternas, envía un rayo de tu luz pascual a nuestros días, ven con nosotros cuando marchemos desesperanzados hacia Emaús, que nuestro corazón arda en tu cercanía. Tú que ocultamente preparaste los caminos de Israel para hacerte al final hombre como nosotros, no nos abandones en la oscuridad, no dejes que tu palabra se diluya en medio de la charlatanería de nuestra época.



Nadie puede decir lo que significa en el fondo la frase: “Descendió a los infiernos”. Pero cuando nos llegue la hora de nuestra última soledad captaremos algo del gran resplandor de este oscuro misterio. Con la certeza esperanzadora de que en aquel instante de profundo abandono no estaremos solos, podemos imaginar ya algo de lo que esto significa. Y mientras protestamos contra las tinieblas de la muerte de Dios comenzamos a agradecer esa luz que, desde las tinieblas, viene hacia nosotros.


Joseph Ratzinger
De «Tres meditaciones sobre el Sábado Santo»

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