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"Mister Mulliner tiene la palabra" ( Apuntes para un estudio de la comicidad de P. G. Wodehouse ) Por Alejandro Murgia, enero de 2003
Lo cómico en Wodehouse Parte de la comicidad de la obra de Wodehouse radica en las incómodas y disparatadas situaciones en que sus personajes se ven envueltos. Esa comicidad de situaciones es la más fácil de describir (los embrollos suelen fundarse en la timidez, la debilidad de carácter, o el improcedente dominio psicológico de un personaje sobre otro; una fórmula mágica que Wodehouse combina de mil maneras). Pero hay otra fuente de comicidad más sutil: la que emana del estilo literario del dotado escritor. Ilustrar esta comicidad con los pasajes que más nos hicieron reír es un procedimiento tentador, pero no del todo efectivo: al sacar de su contexto un párrafo, se pierde gran parte del clima que hace memorable dicho párrafo. Esto es particularmente cierto en la obra de Wodehouse, cuyo humor no se basa por lo general en chistes, sino en el hallazgo de un tono especial con el cual se conduce la narración de un modo irresistiblemente cómico. Entre Wodehouse y sus lectores se entabla una curiosa complicidad. Probablemente haga falta leer tres o cuatro libros del genial Plum para "sintonizar su misma frecuencia", captar todos sus guiños, y apreciar en su entera magnitud su fresco, vivificante humor. El primer libro nos hará sonreír. El segundo nos arrancará alguna carcajada interior. El tercero nos fascinará desde el primer párrafo. Para ese entonces, la lectura de cualquiera de sus textos será vivida como una felicidad luminosa y alada. Wodehouse apuesta mucho a ese entendimiento, y a esa suma de lecturas del "lector seguidor".
A medida que leía "Mister Mulliner tiene la palabra", fui marcando los párrafos que más gracia me habían hecho, para luego descubrir que una buena parte de ellos contenía símiles (o comparaciones) extraordinariamente expresivos y jocosos; símiles que se insertaban en los retratos de algún personaje o la descripción de su estado de ánimo durante un momento especialmente comprometido de la historia. Así, por ejemplo, el buenazo de Archibald Mulliner, al descubrir el bajo concepto que de él se ha hecho la muchacha a quien ama,
Cuando su pariente Cedric, en otro episodio, pasa junto a una casa,
La descripción de los personajes en dos pinceladas sobrecargadas es una de las especialidades de Wodehouse. Observemos cómo nos pinta a estas dos mujeres:
[...] La hermosura, como se ha dicho con toda justicia, reside sobre todo en los ojos del observador, y se puede establecer en seguida que el tipo particular de lady Wickham no era el ideal de Dudley. Prefería que los ojos de una mujer no fueran una combinación de taladradora y rayos X, y respecto a la barbilla, le agradaba que fuera un poco más suave y que no recordara tanto un buque de guerra entrando en acción.
El resto de los párrafos que subrayé no se basan en símiles sino en comentarios suavemente irónicos del narrador, o en elegantes acotaciones humorísticas cuya filiación con una tradición de humor inglés es reconocible, aunque el sello inconfundible de Wodehouse campea en todas ellas. Por momentos nos resulta imposible clasificar estos párrafos más que como exponentes de puro humor. Para convencer a su interlocultor de que un tal Bashford Braddock era un hombre realmente desagradable y peligroso, Mister Mulliner explica:
Ambrose Mulliner, otro de los sobrinos de Mister Mulliner, vive una situación calamitosa: su sombrero ha sido destrozado, y debe presentarse con él ante la chica por la que su corazón se inclina:
Luego, gradualmente, llega el convencimiento. «Tiene el aspecto de un huevo parece decir la gallina- y tiene el tacto de un huevo. Está hecho como un huevo. ¡Caramba, es un huevo! » Después de lo cual, habiendo resuelto todas sus dudas, el cacareo cambia y las notas suben gradualmente, hasta que prorrumpen en un canto de felicidad maternal; un «coro.. coc... coc.. coc» de tal calibre que pocos han podido oírlo sin que sus ojos se humedecieran de la emoción. Al final, Archibald tenía la costumbre de dar una vuelta por la habitación con las piernas algo dobladas, agitando los brazos contra los costados, y luego, saltando sobre un diván, o sobre una sólida silla, permanecía allí con los brazos formando dos ángulos rectos y cacareando.
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