FdA
Simone Weil
Fragmento - De Echar Raíces, recopilación de escritos de 1943
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En cuanto a las aplicaciones técnicas, si la ciencia
griega no produjo muchas no fue por ser incapaz de ello,
sino porque los sabios griegos no las querían.
Aquellas
gentes, visiblemente muy atrasadas respecto de nosotros,
como corresponde a hombres de hace veinticinco siglos,
temían las consecuencias de invenciones técnicas
susceptibles de ser utilizadas por tiranos y
conquistadores. Así, en vez de entregar al público el
mayor número posible de descubrimientos técnicos y de
venderlos al mejor postor, conservaban rigurosamente en
secreto las que conseguían para divertirse; y
verosímilmente seguían siendo pobres.
Arquímedes puso una
vez en práctica su saber técnico para defender a su
patria. Pero lo puso en práctica él mismo, sin revelar a
nadie secreto alguno. El relato de las maravillas que supo
realizar es todavía hoy en gran parte incomprensible. Y
tuvo tanto éxito que los romanos sólo lograron entrar en
Siracusa mediante una semi-traición.
Pues bien: esta ciencia, tan científica o más que la
nuestra, no era nada materialista. Es más: no era un
estudio profano. Los griegos la consideraban como un saber
religioso.
Los romanos mataron a Arquímedes. Poco después mataron a
Grecia como los alemanes habrían matado a Francia de no
ser por Inglaterra. La ciencia griega desapareció por
completo. En la civilización romana no quedó nada de ella.
Si su memoria llegó a la Edad Media fue por el llamado
pensamiento gnóstico, en ambientes iniciáticos. Pero
incluso en este caso parece claro que sólo hubo
conservación, y no continuación creadora, salvo tal vez en
lo que respecta a la alquimia, de la que se sabe muy poco.
Sea como fuere, en el ámbito público la ciencia griega
sólo resucitó a principios del siglo XVI (salvo error de
fecha) en Italia y en Francia. En seguida cobró un
prodigioso impulso e invadió toda la vida de Europa.
Hoy
la casi totalidad de nuestras ideas, de nuestras
costumbres, de nuestras reacciones y de nuestro
comportamiento lleva la marca impresa por su espíritu o
por sus aplicaciones.
Esto es más particularmente cierto en lo que respecta a
los intelectuales, incluso los que no son de los llamados
«científicos», y más
aún de los obreros, que pasan toda su vida en un universo
artificial constituido por las aplicaciones de la ciencia.
Sin embargo, como en algunos cuentos, esta ciencia que
había despertado tras un letargo de casi dos mil años ya
no era la misma. Había cambiado. Era otra distinta,
absolutamente incompatible con todo espíritu religioso.
Por eso la religión sólo es hoy cosa del domingo por la
mañana. El resto de la semana está dominado por el
espíritu científico.
Los no creyentes, que le entregan la semana entera, tienen
un triunfal sentimiento de unidad interior. Pero se
engañan, pues su moral está tan en contradicción con la
ciencia como la religión de los demás. Hitler lo ha
comprendido claramente. Y lo muestra, además, a muchas
gentes, en cualquier parte donde se advierte la presencia
o la amenaza de las SS, e incluso más lejos. Hoy casi
únicamente la adhesión sin reservas a un sistema
totalitario -pardo, rojo o de otro color- puede proporcionar
una ilusión sólida, por decirlo así, de unidad interior.
Por ello constituye una tentación tan fuerte para tantas
almas en zozobra.
Entre los cristianos, la absoluta incompatibilidad entre
el espíritu religioso y el espíritu científico, los cuales
obtienen ambos adhesión, infunde permanentemente en el
alma un malestar sordo e inconfesado. Puede ser casi
inadvertido; se percibe más o menos según los casos, y,
naturalmente, es casi siempre inconfesado. Impide la
cohesión interior. Se opone a que la luz cristiana
impregne todos los pensamientos. Como consecuencia
indirecta de su presencia continua, los cristianos más
fervientes emiten cada hora de su vida juicios y opiniones
en los que aplican sin darse cuenta criterios contrarios
al espíritu del cristianismo. Pero la más funesta
consecuencia de este malestar es que hace imposible que se
ejerza en su plenitud la virtud de la probidad
intelectual.
El fenómeno moderno de la irreligiosidad del pueblo se
explica casi enteramente por la incompatibilidad entre la
ciencia y la religión. Se ha desarrollado cuando se empezó
a instalar al pueblo de las ciudades en un universo
artificial, cristalización de la ciencia. En Rusia la
transformación se ha visto apresurada por una propaganda
que para desarraigar la fe se apoyaba casi enteramente en
el espíritu de la ciencia y de la técnica. Y en todas
partes, una vez que la población de las ciudades se ha
vuelto irreligiosa, la población del campo, influenciable
por su complejo de inferioridad respecto de las ciudades,
la ha seguido, aunque en grado menor.
Como consecuencia del abandono de las iglesias por el
pueblo la religión quedó situada automáticamente "a la derecha";
se convirtió en algo burgués, en cosa de bienpensantes. Pues
una religión instituida está obligada a apoyarse en
quienes acuden a la iglesia. No puede apoyarse en los que
se quedan fuera. Cierto es que desde antes de esta
deserción el servilismo del clero respecto de los
poderes temporales la hizo cometer faltas graves. Pero sin
esta deserción se hubiera podido repararlas. Aunque en
parte la provocaron, esa parte fue menor. Lo que ha
vaciado las iglesias ha sido casi únicamente la ciencia.
Si un sector de la burguesía se ha visto menos dificultado
en su piedad que la clase obrera es en primer lugar porque
tiene un contacto menos permanente y menos carnal con las
aplicaciones de la ciencia. Pero sobre todo porque carece
de fe. Quien no tiene fe no puede perderla.
Con algunas
excepciones, la práctica de la religión ha sido para la
burguesía una cuestión de conveniencia. La concepción
científica del mundo no impide observar las conveniencias.
De modo que el cristianismo, de hecho, y con la excepción
de algunos focos de luz, es una cuestión de conveniencia
relativa a los intereses de quienes explotan al pueblo.
No es de extrañar entonces que desempeñe un papel
muy mediocre, en estos momentos, contra la forma actual del
mal.
Y ello tanto más cuanto que, incluso en los ambientes y en
los corazones en los que la vida religiosa es más sincera
e intensa, con harta frecuencia hay en su centro mismo un
principio de impureza debido a una insuficiencia del
espíritu de verdad. La existencia de la ciencia da mala
conciencia a los cristianos. Pocos de ellos se atreven a
estar convencidos de que, si partieran de cero y
consideraran todos los problemas anulando sus
preferencias, en el espíritu de un examen absolutamente
imparcial, el dogma cristiano se les aparecería total y
manifiestamente como la verdad.
Esta incertidumbre debería debilitar sus vínculos
con la religión; no ocurre así, y es que
la vida religiosa les proporciona algo que necesitan.
Sienten más o menos confusamente que están vinculados a la
religión por una necesidad. Pero la necesidad no es un
vínculo legítimo del hombre a Dios. Como dijo Platón, hay
gran distancia entre la naturaleza de la necesidad y la
naturaleza del bien.
Dios se da al hombre gratuitamente y
por añadidura, pero el hombre no debe desear recibirle.
Debe entregarse totalmente, incondicionalmente, y por el
motivo único de que tras haber errado de ilusión en
ilusión en la búsqueda ininterrumpida del bien, está
seguro de haber discernido la verdad volviéndose hacia
Dios.
Dostoievski profirió la peor de las blasfemias cuando
dijo: «Si Cristo no es la verdad, prefiero estar con Cristo lejos de
la verdad». Cristo dijo: «Yo soy la verdad». También dijo
que era pan, que era bebida; pero dijo: «Yo soy el
verdadero pan, la verdadera bebida»,
es decir, el pan sólo
de la verdad, la bebida sólo de la verdad.
Hay que
desearle primero como verdad, y sólo a continuación como
alimento.
Sin duda estas cosas se han olvidado por completo, pues se
ha considerado cristiano a Bergson; Bergson creía ver en
la energía de los místicos la forma acabada de ese impulso
vital que convirtió en ídolo. Pero en el caso de los
místicos y de los santos lo maravilloso no es que tengan
más vida que los demás, o que tengan una vida más intensa,
sino que en ellos la verdad se haya convertido en vida. En
este mundo la vida, el impulso vital tan caro a Bergson,
no es más que mentira, y sólo la muerte es verdadera. Pues
la vida obliga a creer que se necesita creer para vivir;
tal servidumbre se ha convertido en doctrina bajo el
nombre de pragmatismo, y la filosofía de Bergson es una
forma de pragmatismo.
Pero quienes pese a su carne y a su
sangre han traspasado interiormente un límite equivalente
a la muerte obtienen del más allá otra vida; una vida que
en primer lugar no es vida: que en primer lugar es verdad.
Verdad vuelta vida. Verdadera como la muerte y viva como
la vida. Una vida, como dicen los cuentos de Grimm, blanca
como la nieve y roja como la sangre. La vida que es el
aliento de la verdad, el Espíritu divino.
Ya Pascal cometió el crimen de falta de probidad en la
búsqueda de Dios. Habiendo formado su inteligencia en la
práctica de la ciencia, no se atrevió a esperar que si daba
vía libre a esa inteligencia encontraría una certidumbre
en el dogma cristiano. Y tampoco se atrevió a correr el
riesgo de tener que prescindir del cristianismo. Emprendió
una búsqueda intelectual decidiendo de antemano adónde
debía llevarle. Para evitar cualquier riesgo de ir a parar
a otro lado se sometió a una sugestión consciente y
deseada. Tras de lo cual buscó pruebas.
En el ámbito de
las probabilidades, de los indicios, percibió cosas
muy fuertes. Pero en lo que se refiere a pruebas
propiamente dichas, las que apuntó eran miserables: el
argumento de la apuesta, las profecías, los milagros. Y lo
que es más grave para él es que jamás alcanzó la
certidumbre. Nunca obtuvo la fe, y ello porque trató de
procurársela.
La mayoría de quienes acuden al cristianismo o que,
habiendo nacido en su seno y sin haberlo abandonado nunca,
se unen a un movimiento auténticamente sincero y
ferviente, se ven empujados y mantenidos en ello por una
necesidad del corazón. No podrían prescindir de la
religión. O, al menos, no podrían prescindir de ella sin
experimentar una especie de degradación. Pues para que el
sentimiento religioso proceda del espíritu de verdad hay
que estar totalmente dispuesto a abandonar la propia
religión, aunque se perdiera por ello toda razón de vivir,
en el caso de que fuera algo distinto de la verdad. De
otra manera ni siquiera se puede plantear rigurosamente el
problema.
Dios no puede ser para el corazón humano una razón de
vivir como lo es el tesoro para el avaro.
Harpagon y Grandet
amaban su tesoro; se habrían hecho matar por él; habrían muerto de
desdicha por su causa; habrían realizado por él maravillas de valor
y de energía. Es posible amar a Dios así. Pero no se debe.
O, más bien, sólo a determinada parte del alma le está
permitida esta especie de amor, puesto que no es capaz de
experimentar ninguna otra; pero debe quedar sometida y
abandonada a la parte del alma que vale aún más.
Puede afirmarse sin temor a exagerar que hoy el espíritu
de verdad está casi ausente de la vida religiosa.
Esto se echa de ver, entre otras cosas, por la naturaleza
de los argumentos aportados en favor del cristianismo.
Algunos de ellos son del tipo de la publicidad de las
pastillas Pink. Así ocurre con Bergson y con todo lo que
se inspira en él. La fe aparece en Bergson como una
pastilla Pink de tipo superior, que proporciona un grado
prodigioso de vitalidad.
Lo mismo ocurre con la
argumentación histórica. Consiste en decir: «¡Vean qué
mediocres eran los hombres antes de Cristo! Vino Cristo, y
ya veis que los hombres, pese a sus debilidades, han sido
luego en su conjunto algo bueno».
Esto es absolutamente
contrario a la verdad. Pero, aunque fuera verdadero, en
todo caso es llevar la apologética al nivel de los
anuncios de especialidades farmacéuticas que muestran al
enfermo antes y después. Eso es medir la eficacia de la
Pasión de Cristo -que si no es ficticia es necesariamente
infinita- según una consecuencia histórica, temporal y
humana que, aunque fuera real -lo que no es el caso-,
sería algo necesariamente finito.
El pragmatismo ha invadido y ensuciado la concepción misma
de la fe.
Si el espíritu de verdad está casi ausente de la vida
religiosa resultaría muy extraño que estuviera presente
en la vida profana. Sería la vuelta del revés de una
jerarquía eterna.
Pero no es así.
Los sabios exigen del público que conceda a la ciencia el
respeto religioso que se debe a la verdad y el público les
cree. Pero es un engaño. La ciencia no es un fruto del
Espíritu de verdad, y esto resulta evidente en cuanto se
pone un poco de atención.
Pues el esfuerzo de la investigación científica, tal como
ha sido entendido desde el siglo XVI hasta nuestros días, no puede
tener por móvil el amor a la verdad.
Hay para esto un criterio cuya aplicación es universal y
segura; consiste, para apreciar una cosa cualquiera, en
tratar de discernir la proporción de los bienes contenidos
no en la cosa misma sino en los móviles del esfuerzo que
la ha suscitado. Pues en la cosa misma habrá tanto bien
como haya en el móvil y no más. Así lo garantiza la
palabra de Cristo sobre los árboles y los frutos.
Cierto que únicamente Dios discierne los móviles en el
secreto de los corazones. Pero la concepción que domina
una actividad, que generalmente no es secreta, es
compatible con determinados móviles y no con otros; hay
algunos que quedan necesariamente excluidos por la
naturaleza misma de las cosas.
Se trata pues de un análisis que conduce a apreciar el
producto de una actividad humana particular por el examen
de los móviles compatibles con la concepción que preside
esa actividad.
De este análisis se desprende un método para el
mejoramiento de los hombres -de los pueblos, de los
individuos y de uno mismo para empezar- modificando las
concepciones de modo que entren en juego los móviles más
puros.
La certidumbre de que toda concepción incompatible con
móviles auténticamente puros está a su vez contaminada por
el error es el primero de los artículos de la fe. La fe es
ante todo la certidumbre de que el bien es uno. Lo que
constituye el pecado de politeísmo no es dejar que la
imaginación juegue con Apolo y Diana, sino creer que hay
varios bienes distintos e independientes entre sí, como la
verdad, la belleza y la moralidad.
Al aplicar este método al análisis de la ciencia de los
tres o cuatro últimos siglos obligado es admitir que el
bello nombre de verdad está infinitamente por
encima de ella. Los sabios, en el
esfuerzo que aportan día tras día a lo largo de toda su
vida, no pueden ser empujados por el deseo de poseer la
verdad. Pues obtienen simplemente
conocimientos, y los conocimientos no son por sí mismos
objeto de deseo.
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