Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles
-como es este mundo en que pasamos nuestra breve vida- y de las cosas invisibles -
como son los espiritus puros, que llamamos también ángeles- y también Creador, en
cada hombre, del alma espiritual e inmortal.
Creemos que este Dios único es tan absolutamente uno en su santísima esencia como en
todas sus demás perfecciones: en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su
providencia, en su voluntad y caridad. Él es el que es, como él mismo reveló a
Moisés, él es Amor, como nos enseñó el apóstol Juan: de tal manera que estos dos
nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de aquel que
quiso manifestarse a si mismo a nosotros y que, «habitando la luz inaccesible», está
en si mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas e inteligencias creadas. Sólo
Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de si mismo, revelándose a si
mismo como Padre, Hijo y Espiritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por la
gracia a participar, aquí, en la tierra, en la oscuridad de la fe, y después de la
muerte, en la luz sempiterna. Los vínculos mutuos que constituyen a las tres personas
desde toda la eternidad, cada una de las cuales es el único y mismo Ser divino, son
la vida íntima y dichosa del Dios santisimo, la cual supera infinitamente todo
aquello que nosotros podemos entender de modo humano. Sin embargo, damos gracias a
la divina bondad de que tantísimos creyentes puedan testificar con nosotros ante los
hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan el misterio de la Santísima Trinidad.
Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el
Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu
Santo, persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de
ellos. Así, en las tres personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre
sí, la vida y la felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se consuman
con excelencia suma y gloria propia de la esencia increada; y siempre «hay que
venerar la unidad en la trinidad y la trinidad en la unidad».
Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. El es el Verbo eterno, nacido
del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to Patri;
por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espiritu Santo,
de Maria la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad,
menor que el Padre según la humanidad, completamente uno, no por confusión (que no
puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona.
Él mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el reino
de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que
nos amáramos los unos a los otros como él nos amó. Nos enseñó el camino de las
bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar los
dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de
corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato;
Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la
cruz, trayéndonos la salvación con la sangre de la redención. Fue sepultado, y
resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la
participación de la vida divina, que es la gracia. Subió al cielo, de donde ha de
venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada
uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios
irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán
destinados al fuego que nunca cesará. Y su reino no tendrá fin.
Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificador que, con el Padre y el Hijo, es
juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado por
Cristo después de su resurrección y ascensión al Padre; ilumina, vivifica, protege y
rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la gracia. Su
acción, que penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de responder a aquel
precepto de Cristo: «Sed perfectos como también es perfecto vuestro Padre celeste».
Creemos que la Bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del
Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo y que ella, por su singular
elección, en atención a los méritos de su Hijo redimida de modo más sublime, fue
preservada inmune de toda mancha de culpa original y que supera ampliamente en don
de gracia eximia a todas las demás criaturas.
Ligada por un vínculo estrecho e indisoluble al misterio de la encarnación y de la
redención, la Beatísima Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida
terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, y hecha semejante a su
Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la suerte de todos los
justos; creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia,
continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de
Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de
las almas de los hombres redimidos.
Creemos que todos pecaron en Adán, lo que significa que la culpa original cometida
por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en
el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el
que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya
que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento
del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera
destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas
fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres;
por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo
el concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la
naturaleza humana, «por propagación, no por imitación», y que «se halla como propio
en cada uno».
Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del
pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros,
de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: «Donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia».
Confesamos creyendo un solo bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para el
perdón de los pecados. Que el bautismo hay que conferirlo también a los niños, que
todavía no han podido cometer por sí mismos ningún pecado, de modo que, privados de
la gracia sobrenatural en el nacimiento nazcan de nuevo, «del agua y del Espíritu
Santo», a la vida divina en Cristo Jesús.
Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, edificada por Jesucristo
sobre la piedra, que es Pedro. Ella es el Cuerpo místico de Cristo, sociedad visible,
equipada de órganos jerárquicos, y, a la vez, comunidad espiritual; Iglesia
terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia enriquecida por
bienes celestes, germen y comienzo del reino de Dios, por el que la obra y los
sufrimientos de la redención se continúan a través de la historia humana, y que con
todas las fuerzas anhela la consumación perfecta, que ha de ser conseguida después
del fin de los tiempos en la gloria celeste. Durante el transcurso de los tiempos
el Señor Jesús forma a su Iglesia por medio de los sacramentos, que manan de su
plenitud. Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros participen del misterio
de la muerte y la resurrección de Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que
la vivifica y la mueve. Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores,
porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros,
ciertamente, si se alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella,
contraen pecados y manchas del alma que impiden que la santidad de ella se difunda
radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder
de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo.
Heredera de las divinas promesas e hija de Abrahán según el Espíritu, por medio de
aquel Israel, cuyos libros sagrados conserva con amor y cuyos patriarcas y profetas
venera con piedad; edificada sobre el fundamento de los apóstoles, cuya palabra
siempre viva y cuyos propios poderes de pastores transmite fielmente a través de los
siglos en el Sucesor de Pedro y en los obispos que guardan comunión con él; gozando
finalmente de la perpetua asistencia del Espiritu Santo, compete a la Iglesia la
misión de conservar, enseñar, explicar y difundir aquella verdad que, bosquejada
hasta cierto punto por los profetas, Dios reveló a los hombres plenamente por el
Señor Jesús.
Nosotros creemos todas aquella cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o
transmitida y son propuestas por la Iglesia, o con juicio solemne, o con magisterio
ordinario y universal, para ser creídas como divinamente reveladas. Nosotros
creemos en aquella infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando habla ex
cathedra y que reside también en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce con el
mismo el supremo magisterio.
Nosotros creemos que la Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una
por la fe, y el culto, y el vinculo de la comunión jerárquica. La abundantisima
variedad de ritos litúrgicos en el seno de esta Iglesia o la diferencia legitima de
patrimonio teológico y espiritual y de disciplina peculiares no sólo no dañan a la
unidad de la misma, sino que más bien la manifiestan.
Nosotros también, reconociendo por una parte que fuera de la estructura de la Iglesia
de Cristo se encuentran muchos elementos de santificación y verdad, que como dones
propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica, y creyendo, por otra
parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos de Cristo
el deseo de esta unidad, esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la
plena comunión de la única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño con un solo
Pastor.
Nosotros creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es
el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia se nos
hace presente. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y
aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, sin
embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por
cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, ellos
también, en un número ciertamente que sólo Dios conoce, pueden conseguir la salvación
eterna.
Nosotros creemos que la misa que es celebrada por el sacerdote representando la
persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y
que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es
realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en
nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el
Señor en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban
a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por
el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente
en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de
aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que
antes, es verdadera, real y sustancial. En este sacramento, Cristo no puede hacerse
presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia del pan en su
cuerpo y la conversión de toda la sustancia del vino en su sangre, permaneciendo
solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros
sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la Santa Iglesia conveniente y
propiamente transustanciación. Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna
inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe católica, debe poner a
salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro
espiritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo
que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente
presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino,
como el mismo Señor quiso, para dársenos en alimento y unirnos en la unidad de su
Cuerpo mistico. La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en
los cielos, no se multiplica, pero por el sacramento se hace presente en los varios
lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucaristico. La misma
existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo
Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros
templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavisima, a
honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado
que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros
sin haber dejado los cielos.
Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus
comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo, cuya figura pasa, y también que sus
crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la
humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se
conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se
ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada
vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la
santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo
amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero
bien temporal de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos
que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente, los estimula también, a cada uno
según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia
ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los
hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más
infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia Esposa de Cristo, sigue
de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores
y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar
presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de
Cristo, y de congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás
debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este
mundo o se resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.
Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la
gracia de Cristo -tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del
purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se
separan del cuerpo, como el Buen Ladrón- constituyen el Pueblo de Dios después de la
muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas
almas se unirán con sus cuerpos.
Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y Maria se congregan en el
paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna,
ven a Dios, como Él es y participan también, ciertamente en grado y modo diverso,
juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce
Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna
solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza.
Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que
peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que
gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y
creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor
misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras
oraciones, como nos aseguró Jesús: Pedid y recibiréis. Profesando esta fe y
apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del
siglo venidero.
Bendito sea Dios, santo, santo, santo. Amén.
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