Claude Lévi-Strauss y Christian Chabanis
Diálogo sobre la fe y el ateísmo
Este es uno de los diálogos que Christian Chabanis (escritor y ensayista católico francés) entabló con varios personajes franceses, todos ellos ateos, y que editó en un libro titulado «¿Existe Dios? No» (Dieu existe-t-il? Non ; 1972). En todos los casos, se planteaba como pregunta inicial «la cuestión de la fe», en la perspectiva y las circunstancias personales del entrevistado.
[CLS] —Es una cuestión que no me planteo, que nunca me planteé, por muy lejos que me remonte en mis recuerdos de infancia. Para mí no existió nunca el problema.
[ChCh] —Y cuando se encontró con esos problemas en los demás, dicho encuentro ¿no le condujo a ninguna interrogación personal?
—Los he encontrado muy temprano, y en condiciones muy particulares. A principios de la guerra del 1914-18, yo tenía menos de seis años; me crié en casa de mi abuelo, por entonces gran rabino de Versalles. Sin embargo, mis padres eran absolutamente no creyentes, y por consiguiente los problemas de la fe se me plantearon, desde su origen, como consideraciones que convenía tener con respecto a un viejo señor, muy venerable, porque era mi abuelo y, a la vez porque tenía responsabilidades eclesiásticas en la comunidad judía. Llevé a cabo con buena voluntad cierto número de gestos que se me pedían por cortesía, como el de recibir una educación religiosa en el Liceo de Versalles y hasta el de hacer mi iniciación, que equivale a la primera comunión para los católicos. Pero siempre con ese convencimiento de que se trataba de gestos convencionales que había que cumplir por cortesía hacia mi abuelo y por respeto hacia su función, sin que en momento alguno, se planteara la cuestión de otorgarle un contenido espiritual cualquiera.
—¿Ni desde un punto de vista intelectual, ni desde un punto de vista sentimental?
—Desde ningún punto de vista.
—Y a esos problemas que no le interrogaban, usted nunca los interrogó. ¿Usted mismo no encontró algunas preguntas en esas convenciones?
—No. Tal vez, y lo digo sin vanidad alguna, a causa de una falta de imaginación intelectual. Se trata simplemente de problemas que nunca existieron.
—¿Cree haberlos reemplazado? Dada la importancia que los problemas religiosos tienen en ciertas existencias, ¿piensa usted que algo en la suya pueda comparársele? Su sensibilidad, por ejemplo; ¿encontró otro alimento? ¿Existe algo que tenga un valor absoluto?
—Probablemente para mí, pero no para un creyente. Si digo que el arte, el saber, el amor a la naturaleza, ocupan un lugar considerable en mi vida, no pienso que un creyente pueda considerarlo como respuesta satisfactoria y capaz de compensar o reemplazar lo que él mismo vierte en su fe.
—Creo que al final, cualquier cosa puede reemplazar a cualquier otra, pero con mayor o menor éxito. Mientras mayor es el objeto, y menor lo que lo reemplaza, más grande es el riesgo de desgastarse en vano. Por ejemplo, un amor humano. Algunos vierten en el amor humano lo que el creyente en su fe: todo su ser.
—No sé lo que usted entiende por amor humano. ¿El amor a una o a varias personas o el amor a la humanidad en general? Para mí no sería en todo caso nada de eso.
—Más bien el conocimiento sería el valor central, cuando no el absoluto.
—Seguramente. Desde la niñez experimenté una gran sed de conocimiento en dominios extremadamente variados; una curiosidad muy inquieta, hizo que haya tenido durante mi infancia y por largo tiempo (y que tal vez conserve para siempre) verdaderas pasiones por ciertas formas de arte, ciertos temas científicos.
—¿Acepta usted considerar a esta pasión por el saber como una forma de fe, un modo de inversión tal y como corresponde a una fe?
—En cierto sentido, sí. Pero entonces convendría precisarlo. Me preguntó el otro día lo que a los ojos de un investigador científico puede explicar la existencia de la religión, su universalidad, su antigüedad, el lugar que ocupa en el espíritu de los hombres. A lo cual contestaré que todo esto me parece perfectamente explicable y natural en el sentido de que tenemos mecanismos intelectuales y cerebrales imperfectos con relación a tarea que deben cumplir. Por consiguiente, en nuestros esfuerzos de conocimiento no alcanzamos jamás a realizar síntesis totales. El sentimiento religioso, y todo el conjunto de ideas que se agrupan en torno a la noción de una divinidad, me parece representar esta especie de hogar virtual en donde se llevaría a cabo la última síntesis, aquella que nos hace falta, pero que nunca conseguiremos llevar a cabo.

Para volver más precisamente a su pregunta, diré que para el artista o el investigador científico, la necesidad de una síntesis última, entregada directamente por tradición a todo creyente sin formación intelectual particular, la reemplazamos por una actividad constante de síntesis que no abarca la totalidad de los problemas, ni los problemas supremos, sino día tras día se aplica a problemas de detalle. Dicha actividad sintética parcelaria que puede ofrecernos lo equivalente o dispensarnos, si usted quiere, la obtención de la síntesis total de una vez.

—Pero, esta necesidad interior de alcanzar una síntesis total ¿no plantea una cuestión más fundamental al hombre, cualquiera sea el uso de que de ella se hace? Que se procure una síntesis o se la busque, está en todo caso presente en él en la forma de una necesidad fundamental. Tal vez sea menos importante saber primero cómo debe responder, que saber por qué necesita una respuesta.
—Usted plantea varios problemas en uno solo. Para conocer la validez de su pregunta sería preciso primero que pudiésemos plantear esta voluntad de superación a título de verdad absoluta y categórica. No sabemos; en todo caso, yo no sé nada. Las cosas nos aparecen así, lo cual no quiere decir que sean así. No hay nada de lo que no desconfío tanto como de los testimonios que la conciencia se procura a sí misma. Tengo la sensación de que busca constantemente hacer trampas, engañarse. Por lo tanto, no admito como verdad evidente esa necesidad que usted plantea como un absoluto. Yo no la planteo absolutamente como una certeza. Es una impresión que tenemos, y que puede ser totalmente ilusoria.
—Dicha apariencia al menos reclama para sí la universalidad en el tiempo y en el espacio. La dificultad del hombre en aceptar su condición como un fin, es universal. Ya se proyecte en un porvenir, en un pasado, en un ser, siente la necesidad absoluta de otra cosa que le impida considerar lo que tiene y lo que es como un término.
—¿No cree usted que, a partir del momento en que están vivos, existe una tensión idéntica en todos los seres? ¿Lo que sentimos como una tensión para superarnos, es algo fundamentalmente diferente de la tensión que debe existir en un capullo de flor para que se abra, en la flor abierta para que fructifique? No siento la necesidad de ordenar los testimonios que me procura mi conciencia en una categoría diferente de los que yo observo, desde fuera, en otros seres y en otros reinos.
—Pero la tensión del capullo tiende hacia la flor y la flor es la satisfacción de esta tensión. Cada tensión tiene su objeto. Cierto deseo del hombre -el deseo físico- tiene igualmente su remedio, su respuesta clara e inmediata. ¿Por qué esta exigencia que lo lleva a considerar como insuficiente toda respuesta a su necesidad, a buscar una respuesta fuera de lo que llamamos el campo de lo posible? Hay una diferencia radical entre el reino de lo viviente y el del espíritu: lo viviente no desea más que lo posible.
—Le contestaré que estamos sentados sobre algo, o adosados a algo que no vemos porque le damos la espalda. Tan sólo percibimos las dos extremidades que sobrepasan a derecha e izquierda: por un lado, la materia, el mundo; por el otro, el espíritu. Porque tan sólo vemos las dos extremidades, los dos últimos eslabones de la cadena, nos aparecen como dos tipos de realidades irreductibles. Si fuésemos capaces de ver lo que no vemos, lo que nunca veremos, se percibiría la síntesis. No digo: percibiríamos. Pienso que constitucionalmente somos incapaces de hacerlo, a causa de la estructura misma de nuestro cerebro y de sus posibilidades. Mas para el entendimiento divino, si me permite utilizar esta expresión, es probablemente lo mismo.
—Nada impide que esta visión imposible sea posible para otros ojos. ¿No excluye usted esa posibilidad?
—No me molesta la palabra Dios ni la noción de Dios. La corriente de pensamiento a la que pertenezco, considera que todos los fenómenos sociales son el resultado de una especie de combinación, de elección, efectuada entre varias posibilidades. Cada tipo de sociedad representa alguna combinación de posibilidades diferentes de aquellas retenidas por la sociedad vecina. Me ocurre a menudo en mis cursos tener que concebir la totalidad de posibilidades tal y como podrían existir en un entendimiento divino. Si se puede llamar a Dios a esta parte de lo desconocido (de lejos la más grande y que permanecerá así probablemente para siempre) con relación a la cual vendría a unificarse una masa de evidencias que nos parecen contradictorias: eso no me molesta en absoluto. Es cuestión, diría yo, de un vocabulario filosófico. A partir del momento en que se definen los términos, no existe exclusividad alguna para lanzarse contra tal o cual de ellos. Otra cosa es concebir a ese Dios a imagen del hombre, o el hombre a imagen de Dios, por consiguente tratar de fundamentar con ello, con dicha realidad, nexos de tipo personal tales como la creencia en la inmortalidad del alma.
—Se me ocurren dos preguntas. El Dios de los científicos, de los filósofos, presentado únicamente como conclusión, allí donde el hombre no consigue llegar a una conclusión, el Dios abstracto, suplefaltas, evidentemente es insuficiente. Pascal lo recusa. No sabría ser Dios, ya que es el producto de nuestras reflexiones y la teología negativa ha analizado ampliamente este camino. Si Dios es Dios, no correspondería a lo que nosotros llamamos Dios, sino únicamente a alguien que se llamaría a sí mismo Dios, que se nombraría a sí mismo. No ya nuestras proyecciones sobre lo desconocido, sino lo desconocido que se nombra a sí mismo.
—No necesariamente abstracto, además. Se puede concebirlo de forma harto concreta, aunque escape a nuestras posibilidades de conocimiento.
—Para mí como creyente, Dios no es Aquél que suprime la contradicción, en el problema del mal, por ejemplo. No es la respuesta. Está más allá de todos mis interrogantes. Es Aquél en quien estos interrogantes no se plantean. Y esto sigue siendo para mí el mayor de los misterios: que Él haya querido planteárselos sin embargo en Jesucristo, lo mismo que los planteamos nosotros. Dios no es una resolución formulable de contrarios, sino el más allá de toda solución, como de todo problema.
—Sí, salvo que usted separa, aísla un problema humano de otros problemas. Aquí reside sin duda nuestro desacuerdo fundamental.
—Creo en un punto de vista que ya no sería el del hombre y que, aún en el universo humano, algo pueda dar fe. ¿No piensa usted que se pueda concebir ese punto de vista?
—Al contrario; el único punto de vista legítimo no es el punto de vista del hombre, sino seguramente un punto de vista que el hombre nunca será capaz de alcanzar.
—Por eso mi segunda pregunta: la del Dios personal y de su intervención en la historia. ¿Le parece absurda la idea?
—Digamos que se me escapa por completo.
—¿Es inconcebible, no la idea, sino el hecho?
—No es inconcebible objetivamente. Para el que como yo es especialista en las religiones de los pueblos sin escritura, esas ideas han sido concebidas y son muy frecuentes. Para mí, no representan nada.
—La idea es concebible pero inaceptable.
—Sería necesario que no me la presenten como una idea gratuita; que yo pueda tener una manifestación, digamos que me hable. Ahora bien, nada me habla.
—Cristo, por ejemplo, presentándose como dependiendo de esta dimensión que no nos es ajena, ¿no le parece a usted significativo?
—Yo no lo percibo así. No pongo en duda que en cierta época del final del mundo antiguo, hayan tenido lugar grandes trastornos en las estructuras sociales y en el movimiento de las ideas. No me molesta en absoluto admitir que dichos trastornos hayan tenido como intérpretes a cierto número de individuos, y que entre ellos, haya existido uno que corresponda de una manera más o menos aproximada a la imagen que la tradición nos ha legado de Cristo. Todo ello es perfectamente posible. Es cosa de especialistas, de filólogos, y de historiadores del mundo antiguo.
—Usted no plantea otro interrogante, a propósito de Cristo, sino en este único plano. Cree que nuestra mirada sobre él, es más importante que su mirada sobre nosotros y lo deja indiferente la idea de un testigo que sabría eventualmente mucho más que los especialistas y su especialidad, de alguien que tendría la clave de otra dimensión ...
—En todo caso, no tengo ningún medio personal de verificarlo y de plantearme ese problema.
—El ateísmo ¿es pues para usted, no tanto una oposición a una fe religiosa precisa, sino una afirmación positiva que se despliega independientemente del pensamiento religioso?
—No. Yo no diría eso. Si quiere que yo haga del ateísmo una actitud positiva con respecto al pensamiento religioso, me lleva usted a prestarle mayor realidad al pensamiento religioso de lo que estoy dispuesto a hacer. No diré, en absoluto, que el ateísmo es una actitud positiva, sino sencillamente la ausencia de ciertos problemas, de ciertas cuestiones, de ciertos interrogantes.
—Pero también la presencia positiva de otros interrogantes ...
—No. Siempre tengo la sensación, al discutir con creyentes, como lo hago con usted, que la diferencia fundamental entre ellos y yo proviene de que se plantean problemas que yo no me planteo.
—¿Cree que esos problemas no se plantean por sí mismos si uno no se los plantea? ¿Tal vez se plantea los mismos problemas en otra forma, o bien los resuelve sin planteárselos? Usted hablaba hace poco del sentimiento de la naturaleza, del conocimiento .
—Todo esto puede existir para el creyente. Le hace falta algo más. Necesita integrarlo en un nivel superior al del punto de vista lógico, si puedo expresarme así...
—Pero, la actitud científica, que descarta las preocupaciones metafísicas, ¿no implica acaso opción alguna de orden metafísico? ¿Descartarlas no es ya una opción? Debido a una generalización abusiva, ¿no extiende acaso en todos los planos de la vida humana una abstracción que sólo justifican los trabajos científicos? ¿Acaso no traduce, al menos en términos de ética, lo que sólo era al principio método de trabajo?
—No creo que sea posible construir una ética o una metafísica sobre el conocimiento científico. Se trataría de reintegrar subrepticia o abiertamente lo que trató de desechar. Se puede ser un investigador científico, un excelente sabio, y al mismo tiempo ser creyente. Pero de hecho, la actividad científica procura a la mayoría satisfacciones suficientes para que no necesiten plantearse otras cuestiones. Y ello no depende de una moral o de una metafísica resultante de ella.
—La actitud ética, ¿le parece situarse fuera del problema del conocimiento?
—En realidad, no sé muy bien lo que es una actitud ética. Sé lo que son las reglas morales: para un sociólogo, o un etnólogo, se presentan como impuestas y transmitidas por un grupo social; sus miembros se amoldan a ellas porque nacieron en esa sociedad y no en tal otra. Pero no sé muy bien lo que es la ética en sí, completamente pura.
—El conocimiento, pero aplicado a la idea del bien y del mal, por lo tanto oscuro como el de lo verdadero y lo falso, lo bello y su contrario. ¿Cree usted que pueda prescindirse enteramente de éste en provecho del conocimiento científico? ¿Se puede fundamentar la conducta únicamente sobre un tipo de conocimiento?
—Me parece cierto que se la pueda fundamentar en el conocimiento, ya que hay sabios que lo hacen.
—¿No es una necesidad?
—No, y no me parece evidente que de esa práctica del conocimiento se pueda sacar una moral universalmente aplicable.
—La ciencia no invalida ni confirma la problemática religiosa. ¿Su interrogante particular aún tiene valor con relación al interrogante científico?
—Claro que sí. Hasta diríamos que sentimos constantemente en la práctica de nuestro saber, las posiciones que nos vemos obligados a adoptar, ya que son las únicas científicamente productivas en el estado actual de nuestros conocimientos; pero están lejos de ser satisfactorias desde el punto de vista filosófico o metafísico. Para darle un ejemplo sacado de la etnología: tenemos un interés supremo en distinguir radicalmente dos órdenes, el de la naturaleza y el de la cultura, ya que todas las tentativas que hemos llevado a cabo para unir en forma causal o en forma mecánica los fenómenos culturales a los fenómenos naturales, son malas soluciones que no permiten el progreso de la etnología. Lo cual, sin embargo, no nos impide saber que la cultura es parte de la naturaleza. Idealmente, en el entendimiento divino, si usted quiere, esas dos realidades, que nos vemos obligados a tratar como realidades distintas e irreductibles, deben encontrarse.

Lo mismo le decía hace un rato acerca de la oposición de la vida y del pensamiento. El biólogo, para estudiar los problemas de la vida, tiene que tomarlos como si fueran de una naturaleza totalmente irreductible a los problemas que plantea el pensamiento. Pero filosóficamente, aunque rindo homenaje a lo que hacen los biólogos, y sigo con apasionado interés los progresos que llevan a cabo gracias a ese postulado fundamental, no puedo dejar de pensar que debido a la invalidez congénita de nuestros medios de conocimiento, las cosas nos parecen tan distintas. Probablemente no son sino una sola realidad. Sin embargo, me negaría a hacer lo que tradicionalmente se hacía: poner en primer lugar las pretensiones filosóficas y dejar en segundo lugar las pretensiones científicas. Al contrario, las pretensiones científicas, a mi parecer, tienen prioridad, y la metafísica, de la cual podemos prescindir totalmente, debe aislarse en un papel más modesto de íntimo ensueño alejada completamente de las condiciones reales en las que debe trabajar el sabio.

—Emplea usted el término modestia. ¡Es el que actualmente emplean con más naturalidad los sabios, a propósito de la ciencia! La prioridad de ésta es en sí una afirmación metafísica, a la que a veces llevan a renunciar las insuficiencias científicas. Y la prioridad de la ciencia en ciertas horas ¿pone sin embargo en duda la primacía de la metafísica? La ciencia no llena bastante el universo humano para que se pueda relegar la metafísica al dominio del ensueño.
—No es suficiente, nunca lo será, y diré que esa es casi la condición de su progreso. Si dispusiéramos de respuestas científicas plenamente satisfactorias que suprimieran todos los problemas, la ciencia se detendría. Dicho margen de insatisfacción hace que se planteen constantemente nuevos problemas que la ciencia trata de resolver, que consigue resolver pero, naturalmente, para suscitar la aparición de otros problemas. Y así sin interrupción alguna, indefinidamente.
—A las incertidumbres metafísicas, es fácil oponer las incertidumbres científicas. Según usted, ¿un ateísmo que se justificara entonces sobre bases científicas no podría defenderse?
—No, creo que no. Me parecería absurdo en efecto, porque implicaría que la ciencia es capaz de contestar a todas las preguntas. Evidentemente, no lo es, ni lo será jamás.
—Lo cual libera al creyente de una intimidación de orden científico bastante corriente.
—Lo cual no impide que sólo el modo científico ha de contestar a las preguntas verdaderamente interesantes.
—¿Usted acepta estas dos aperturas: la que condiciona el progreso indefinido de la ciencia y que depende de la relatividad de sus respuestas; la que posibilita, naturalmente fuera de su campo, el interrogante metafísico?
—Sí. A condición de que la segunda permanezca siempre subordinada. No es muy útil tener demasiados metafísicos. Lo que es muy útil es que tengamos muchos sabios, que los sabios hagan mucha ciencia y muy poca metafísica, en vez de lo contrario.
—Sobre todo sería útil tener tantos buenos metafísicos como buenos científicos. La crisis contemporánea es una crisis metafísica que los científicos están mal preparados para enfrentar.
—Teniendo en cuenta la fantástica ampliación de conocimientos que ha aportado la ciencia en un siglo y medio, y que se acelera cada día, creo que no hay reflexión filosófica posible sino a partir del estado actual de la ciencia.
—¿Y de su debilidad?
—Sí. Pero yo no concibo que puedan existir metafísicos profesionales. Toda reflexión filosófica en la hora presente parece ser una reflexión a partir del estado actual de la investigación científica.
—Es una reflexión a partir de lo real. En la medida en que la ciencia abarca una parte de lo real, es reflexión a partir de la ciencia. En la medida en que la ciencia no abarca la realidad entera, es reflexión fuera de ella. Los grandes metafísicos siempre tuvieron en cuenta la física, sin someterse, por suerte, ya que deshace en un día lo que ha hecho el día anterior.
—Era el caso de Descartes. No estoy convencido de que sea el caso de todos los filósofos. Algunos de ellos, al contrario, tienen esa especie de deseo casi maniático, a pesar de los progresos de la investigación científica, de delimitar un mundo cerrado, reservado, en el cual la filosofía puede continuar como dueña. Eso me parece superado para siempre.
—No pretendo defender a los filósofos que ignoran la dimensión científica más que a los sabios que ignoran la dimensión metafísica.
—No creo que el hombre de ciencia pueda jamás privarse de dar algunos pasos más allá del punto a donde su ciencia lo ha llevado. Einstein no pudo dejar de afirmar, y tuvo razón: ¿pero a qué imagen del mundo me conduce lo que he hecho?
—Este interrogante central, que es metafísico, es de hecho subyacente a toda ciencia, aunque no la formule. La forma de aprehender el mundo, de limitarlo, de limitarse un campo en el mundo, es una actitud metafísica.
—Sí, no lo discuto.
—Tanto es así que lo comprendo cuando usted dice que el metafísico profesional no puede ignorar esta forma de metafísica que constituye la ciencia.
—Yo no diría que no puede ignorarla, sino que la metafísica, y de manera general, la filosofía, ya no puede existir como una disciplina autónoma.
—Por cierto. La tradición filosófica más profunda es la de no existir sino en estrecha relación con el mundo y con todos los sectores del conocimiento. Sócrates sigue siendo el típico filósofo occidental: ahora bien, interroga al músico sobre la música, al artesano sobre artesanía, al hombre sobre el hombre, y no hace otra cosa sino dar a luz lo que cada uno ya lleva en sí inconscientemente. Nada agrega, pone de manifiesto.
—Naturalmente. Sólo que las proporciones no eran del todo las mismas. La contribución del saber científico era relativamente pequeña con respecto a lo que podía aportar la especulación filosófica. Hemos visto invertirse dichas proporciones. Ahora la preocupación metafísica subsiste, pero su margen funcional, si cabe decirlo así, disminuye. No desaparecerá jamás.
—Por lo tanto, ¿la importancia cualitativa, cuando no cuantitativa, de la cuestión metafísica, no ha disminuido?
—Eso depende de lo que usted llame cuestión metafísica; no es cierto que se plantee siempre la misma cuestión.
—La cuestión del porqué de la existencia, por ejemplo, de su sentido.
—Si me pregunta cuál es el sentido de la existencia, le contestaré que estrictamente no tiene ninguno.
—Lo cual es ya una opción metafísica.
—Pero fundada sobre consideraciones muy simples, de las cuales la primera es que el hombre no siempre existió sobre la superficie de la tierra, y que aunque los primeros homínidos hayan aparecido hace cuatro o cinco millones de años, no es mucho en un mundo cuya existencia se calcula, como mínimo en miles de millones de años, suponiendo que hubo un principio. Es posible suponer que no existirá siempre. Ahora bien todos los problemas que nos planteamos hoy, no existirán más, ya que no habrá conciencia que los plantee.
—El hecho de que el mundo y el hombre hayan empezado, o que puedan desaparecer, no hace que la pregunta acerca del sentido de esos comienzos y de ese fin sea menos importante.
—Esta cuestión de sentido, no puede plantearse sino respecto al acontecimiento insignificante que habrá sido el paso del hombre por el universo.
—Decir que dicho paso es insignificante es ya afirmar un sentido, otorgar una significación con respectoa la cual se lo juzga sin significación. Es pensar, al mismo tiempo, que para ser más. significante debería responder a ciertas exigencias. Y aun sí la cuestión del sentido de esta existencia está limitado por el tiempo que dure la vida humana, no se ve desvalorizada.
—Por cierto, si cree usted que el hombre tiene una existencia categórica aunque sea por un tiempo limitado. Pero si lo que llamamos hombre, lo que llamamos yo, no es sino un fantasma ilusorio de algo que ocurre en algún momento, en algún lugar, que ya no sucederá mañana, ello no tiene más importancia que el resto.
—Hay un condicional al cual yo puedo oponer otro condicional: que estemos siempre por debajo del sentido de las cosas, a causa de la debilidad de nuestro entendimiento, pero que sean fundadas las intuiciones eternas de algunos seres que, a través de una apariencia, han descubierto algo más, y todo cambiaría. Que seamos incapaces de descubrir la verdad infinita porque no somos infinitos, ¿es suficiente para descartar lo infinito? ¿No está permitido interrogarse más allá?
—Todo está permitido, naturalmente.
—Y el hecho mismo de que todavía se pueda agregar una pregunta, muestra de por sí que existe en nuestra conciencia un lugar para ella, que la respuesta no es suficiente.
—Yo diría: en la suya y no en la mía.

(La precisión nos lleva a Claude Lévy-Strauss y a mí a sonreir.)

—¡Y eso que no me doy importancia para representar a quien sea, salvo a mí mismo!
—Lo comprendo bien: hablamos muy libremente.
—El hecho de que el hombre pueda tomar esta distancia, contemplar su historia como si no fuese sino el testigo, concebir la idea de una duración, el lugar más allá de esta duración, por medio de la conciencia. ¿No hay una situación fundamental que lo ubicaría, no solamente en la conciencia, sino realmente por encima de la duración?
—Yo creo que sólo Dios puede contestar a su pregunta. El hombre al ser juez y parte, no puede decidir absolutamente si dice lo que cree decir.
—En eso consiste la revelación: Dios mismo da la respuesta. Todo el poder del hombre consiste en plantear, lo más profundamente posible, la cuestión humana. Por eso Platón presenta el problema mediante la alegoría de la caverna: tan sólo alguien que viniese del mundo de la luz podría asegurarle que este mundo es real.
—Sí. Y hay más. En la caverna unos hombres contemplan las sombras. Pero la verdadera cuestión estriba en saber si esos hombres no son también sombras.
—Sin embargo, el hecho de plantearla implica algo en la sombra que la distingue la sombra. Una sombra absoluta no puede tener idea de la luz; no puede decidir que es una sombra, ya que no tiene más punto de referencia que ella misma. Para conocer a la sombra es necesario conocer la luz. ¿De dónde viene ese saber que hay en nuestras tinieblas y nos permite juzgarlas como tales? La fe afirma que viene de otra parte: el hombre cree, no más en su palabra, sino en la Palabra. Esta mentalidad, ¿le parece a usted que depende de una etapa particular de la humanidad, en la cual el espíritu fue incapaz de responder a las preguntas que planteaba la existencia y el universo salvo a través de un Dios? ¿Y piensa usted que debe desaparecer en un progreso constante del ateísmo? Usted está mejor situado que cualquiera para juzgar ese tipo de evolución.
—No. No estoy mejor situado que cualquiera dado que, como etnólogo me niego precisamente a considerar que todos esos pueblos llamados primitivos que estudio, ilustran una etapa del desarrollo de la humanidad. En mi perspectiva, representan cierto número de formas posibles, el resultado de elecciones que fueron hechas por el hombre aquí y allá, para tipos diferentes. No se trata, a mi modo de ver, de colocarlo en una serie evolutiva.

Respecto a su pregunta, seré sumamente reservado. Me parece perfectamente posible que pueda producirse un movimiento contrario en ese conjunto de elecciones particulares que constituyen una fe religiosa, después de su tendencia a desaparecer en nuestra civilización, a pasar a segundo plano en el transcurso de estos últimos decenios o siglos. Eso me parece perfectamente posible.

Yo mismo tuve una experiencia que fue, desde mi punto de vista, muy significativa. Habiéndome sentido siempre completamente fuera de cualquier fe o de cualquier comunidad religiosa, tuve el sentimiento, cuando fui por vez primera en mi vida a un país budista, que no me molestaría en absoluto, que podría de un día para otro ser budista sin experimentar contradicción alguna con relación a mi pasado intelectual.

—Porque es una religión sin Dios.
—Claro. Pero, en una palabra, el hecho que las evoluciones de ese tipo puedan producirse, no es nada que pueda chocar a mi espíritu. Es perfectamente posible.
—El ejemplo que usted propone también ilustra, a mi parecer, de qué manera la actitud científica comprende una dimensión metafísica. Cultiva implícitamente cierto número de disposiciones que podrían ser consideradas como religiosas, fuera de toda religión dogmática: La actitud científica responde a cierto número de preguntas que no están planteadas.
—Lo creo, sobre todo para el hombre de ciencia.
—A preguntas que según se considera no se plantean. El acercamiento a actitudes propiamente religiosas, como las de los budistas, atestigua que el dominio científico contiene en sí una espiritualidad, un compromiso espiritual que tal vez no vislumbre. Hallarse espontáneamente de acuerdo con alguién que ha seguido un camino tan diferente, encontrarse a la misma altura, de alguna manera, ¿no atestigua que hay, tanto en un camino como en otro una dimensión espiritual, más o menos explícita?
—Aceptaré de buena gana su interpretación.
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