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Carta de J. R. R. Tolkien a Milton Waldman
Un resumen "autorizado" de la mitología de El Silmarillion y el Señor de los Anillos
 
Introducción (comienzo de la carta)

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(fines de 1951)

Mi estimado Milton:

Me pide un breve esbozo de mi material que esté relacionado con mi mundo imaginario. Es difícil decir algo sin decir demasiado: el intento de decir unas pocas palabras abre una compuerta de entusiasmo, el egoísta y el artista a la vez desean expresar cómo se ha desarrollado el material, cómo es y qué quiere decir (según él lo piensa) o está tratando de representar con todo eso. He de infligirle algo de lo mencionado; pero agregaré un mero resumen de su contenido, que es (quizá) todo lo que necesita o para lo cual tiene tiempo o disponibilidad.

En orden de tiempo, desarrollo y composición, este material empezó conmigo; aunque no creo que esto tenga interés para nadie, salvo para mí. Quiero decir, no recuerdo que haya habido un tiempo en que no estuviera edificándolo. Muchos niños inventan, o empiezan a inventar, lenguas imaginarias. Yo me dediqué a ello desde que empecé a escribir.

Pero nunca dejé de hacerlo y, por supuesto, como filólogo profesional (interesado especialmente en. la estética lingüística), he cambiado de gusto, mejorado en teoría y, quizás, en habilidad. Tras mis historias hay ahora un nexo de lenguas (en general, sólo esbozadas estructuralmente). Pero a esas criaturas que en inglés llamo equívocamente Elves [nota 1] (Elfos) se les asignan dos lenguas emparentadas más completas, cuya historia esta escrita y cuyas formas (que representan dos aspectos diferentes de mi propio gusto lingüístico) están deducidas científicamente de un origen común. Con el material de esas lenguas están hechos casi todos los nombres que figuran en mis leyendas. Esto da cierto carácter (una coherencia, una consistencia de estilo lingüístico y una ilusión de historicidad) a la nomenclatura, o así me lo parece, que falta de modo notorio en otras creaciones comparables. No todos considerarán esto tan importante como yo, pues padezco la maldición de una sensibilidad aguda para tales asuntos.

Pero una pasión mía igualmente fundamental ab initio es la que siento por el mito (¡no por la alegoría!) y, sobre todo, por la leyenda heroica a caballo entre el cuento de hadas y la historia, de la que no hay bastante en el mundo (que me sea accesible) para mi apetito. No me había graduado todavía cuando el pensamiento y la experiencia me revelaron que éstos no eran intereses divergentes -polos opuestos de la ciencia y la novela- sino integralmente relacionados. No soy «erudito» [nota 2] en las cuestiones del mito y los cuentos de hadas, sin embargo, porque en tales casos (en la medida en que me son conocidas) he estado siempre buscando material, cosas de un cierto tono y aire, y no simple conocimiento. Además -y espero no parecer aquí absurdo-, desde mis días tempranos me afligió la pobreza de mi propio amado país: no tenía historias propias (vinculadas con su lengua y su suelo), no de la cualidad que yo buscaba y encontraba (como ingredientes) en leyendas de otras tierras. Las había griegas, célticas, en lenguas romances, germánicas, escandinavas y finlandesas (que me impresionaron profundamente); pero nada inglés, salvo un empobrecido material barato. Por supuesto, se disponía y se dispone de todo el mundo arthuriano; pero, aunque poderoso, está imperfectamente naturalizado, asociado con el suelo de Bretaña, pero no con el inglés; y no reemplaza lo que siento ausente. Por empezar, lo «feérico» es en él demasiado pródigo y fantástico, incoherente y repetitivo. Pero lo que es aún más importante: está implicado en la religión cristiana y explícitamente la contiene.

Por razones que no he de elaborar, eso me parece fatal. El mito y el cuento de hadas, como toda forma de arte, deben reflejar y contener en solución elementos de moral y verdad (o error) religiosa, pero no de manera explícita, no en la forma conocida del mundo primordialmente «real». (Estoy hablando, por supuesto, de nuestra presente situación, no de los antiguos días paganos precristianos. Y no repetiré lo que intenté decir en mi ensayo, que usted ha leído.)

¡No se ría! Pero una vez (mi cresta mucho ha caído desde entonces) tenía intención de crear un cuerpo de leyendas más o menos conectadas, desde las amplias cosmogonías hasta el nivel del cuento de hadas romántico -lo más amplio fundado en lo menor en contacto con la tierra, al tiempo que lo menor obtiene esplendor de los vastos telones de fondo-, que podría dedicar simplemente a Inglaterra, a mi patria. Debía poseer el tono y la cualidad que yo deseaba, algo fresco y claro, impregnado de nuestro «aire» (el clima y el terreno del Noroeste, Bretaña y las partes más altas de Europa, no Italia ni el Egeo, todavía menos el Este); y aunque poseyera (si fuera capaz de lograrla) la sutil belleza evasiva que algunos llaman céltica (aunque rara vez se la encuentra en los verdaderos objetos célticos antiguos), debería ser «elevado», purga~ do de bastedad y adecuado a la mente más adulta de una tierra ahora hace ya mucho inmersa en la poesía. Trazaría en plenitud algunos de los grandes cuentos, y muchos los dejaría esbozados en el plan general. Los ciclos se vincularían en una totalidad majestuosa, y dejaría márgenes para que otras mentes y manos hicieran uso de la pintura, la música y el teatro. Absurdo.

Por supuesto, un propósito tan abrumador no se desarrolló todo de una vez. Los cuentos fueron lo primero. Me surgían en la mente como «dados», y a medida que iban presentándose, los eslabones crecían. Un trabajo absorbente, aunque de continuo interrumpido (especialmente porque, aparte de las necesidades de la vida, la mente se trasladaba al polo opuesto y se centraba en la lingüística); no obstante, tuve siempre la sensación de registrar lo que estuvo siempre «allí», en alguna parte, no de «inventar».

Por cierto, concebía y aun escribía un montón de otras cosas (especialmente para mis hijos). Algunas escapaban de los zarcillos de este vasto tema ramificado, pues no guardaban ninguna relación con él: Hoja de Niggle y Egidio, el granjero, por ejemplo, las únicas dos que fueron publicadas. El Hobbit, que tiene en sí mismo mucha más vida esencial, fue concebido de manera del todo independiente; no sabía, cuando lo empecé, que pertenecía al conjunto fundamental. Pero resultó ser el medio por el que se descubrió el acabamiento de la totalidad, su modo de descenso a la tierra y su inmersión en la «historia». Así como las elevadas Leyendas del comienzo, según se supone, consideran las cosas a través de las mentes élficas, el cuento medio del Hobbit adopta virtualmente el punto de vista humano, y el último cuento los mezcla.

Me disgusta la Alegoría -la alegoría consciente e intencional-; sin embargo, todo intento de explicar el contenido de un mito o de un cuento de hadas, debe recurrir al lenguaje alegórico. (Y, por supuesto, cuanta más «vida» tiene un cuento, más susceptible será de interpretaciones alegóricas; al tiempo que cuanto mejor hecha esté una alegoría, más fácilmente será aceptable como historia.) De cualquier modo, todo este material [nota 3] trata sobre todo de la Caída, la Mortalidad y la Máquina. De la Caída, inevitablemente, y ese motivo se da de diversos modos. De la Mortalidad, especialmente en cuanto afecta el arte y el deseo creador (o, como yo diría, subcreador), que no parece tener función biológica ni formar parte de las satisfacciones de la vida biológica corriente, con la cual, en nuestro mundo, está por cierto generalmente en contienda. Este deseo, a la vez, se relaciona con un apasionado amor por el mundo primordial real y, por tanto, pleno del sentido de la mortalidad, aunque insatisfecho de él. Tiene varias oportunidades de «Caída». Puede volverse posesivo, adherirse a las cosas que ha hecho «como propias»; el subcreador desea ser el Señor y Dios de su creación privada. Se rebelará contra las leyes del Creador, especialmente en contra de la mortalidad. Ambas cosas (juntas o separadas) conducirán al deseo de Poder, para conseguir que la voluntad sea más prontamente eficaz, y, de ese modo, a la Máquina (o la Magia). Por esto último entiendo toda utilización de planes y proyectos externos (aparatos) en lugar del desarrollo de las capacidades o talentos inherentes internos, o aun la utilización de estos talentos con el corrupto motivo del dominio: intimidar al mundo real o reprimir otras voluntades. La Máquina es nuestra forma más evidente de hacerlo, aunque más estrechamente relacionada con la Magia de lo que suele reconocerse.

No he empleado la «magia», coherentemente, Y por cierto, la reina de los Elfos, Galadriel, se ve obligada a reconvenir a los Hobbits por el empleo confuso que hacen de la palabra tanto en relación con las invenciones y las operaciones del Enemigo, como con las de los Elfos. Yo no lo he hecho, porque no existe palabra para designar a las últimas (pues todas las historias humanas han sufrido de la misma confusión). Pero los Elfos han de demostrar (en mis cuentos) la diferencia. Su magia es Arte, despojada de muchas de sus limitaciones humanas: más fácil, más rápida, más completa (el producto y la intuición en una correspondencia sin tacha). Y su objetivo es el Arte, no el Poder; la subcreación, no el dominio y la reforma tiránica de la Creación. Los «Elfos» son «inmortales », al menos en lo que a este mundo respecta; y de ahí que se centran preferentemente en los dolores y las cargas de la inmortalidad en el tiempo y el cambio que en la muerte. El Enemigo, en formas sucesivas, se centra siempre «naturalmente» en el mero Dominio, y es también el Señor de la magia y las máquinas; pero he aquí el problema: que este espantoso mal puede surgir, y de hecho surge, de una raíz buena en apariencia, el deseo de beneficiar al mundo y a los demás [nota 4] -velozmente y de acuerdo con los propios planes del benefactor-, que es un motivo recurrente.

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