El hombre moderno – 2

«El encargado de mi edificio, impulsado por su tendencia demiúrgica, está siempre abocado a hacer, fabricar, crear…»

«Marcela, la recepcionista, vive habitualmente en lo abstracto, en un estado de volatilización, que ya es ahora su habitat natural…»

«Mis alumnos de la Facultad de Ingeniería son unos hombres sin sustancia, sin contenido, entregados al dinero, al poder, al éxito, al gozo ilimitado y sin restricciones…»

«El chino de cabeza cuadrada del mercado de a la vuelta se siente dueño absoluto de la naturaleza, desvinculado de ella, y así no vacilará en violentarla para llevar a cabo sus proyectos urbanos y edilicios…»

Este efecto de comicidad y absurdo que obtenemos al aplicar las generalizaciones sobre el hombre moderno a hombres concretos… en sí no demuestra nada, y hasta puede usarse como golpe bajo. Es verdad. Pero, en ciertos casos, puede servir para llamar a la sensatez y a la caridad. Creo que es el caso.

Ya sé que esto apenas moverá un pelo a aquellos teorizadores que parodié en la entrada anterior (se muevan al nivel del p. Sáenz o en esferas intelectuales más elevadas — e.g. Wanderer, Tollers and friends). Replicarán con displicencia que ese «hombre moderno» es un tipo ideal; es una abstracción, en cuanto no hay que buscar una concreción plena en tal o cual individuo actual; pero también es una realidad puesto que constituye el fondo de la mayoría de los hombres actuales. No hay que confundir la validez de una generalización con la validez de su aplicación —dirán.

Y por lo que hace a la caridad, dirán lo de siempre: una cosa es odiar el pecado y otra al pecador. Que el hombre moderno, en su tipología, nos parezca deplorable y quizás aborrecible, no nos impide compadecer y amar al prójimo concreto, por más moderno que sea. Y porque lo amamos queremos su salud. Es fácil —dirán.

Sí. Demasiado fácil.

Miremos un momento otras generalizaciones. Afirmamos cosas sobre el hombre medieval; el burgués del siglo XIX; el romano del siglo I; el hombre de izquierda; el hombre autoritario; el hombre de clase media; el hombre tímido; el hombre divorciado; el japonés; el argentino; el nerd; el hippie; el católico; el cinéfilo; el hincha de futbol. Recortamos porciones de la humanidad y los caracterizamos: estos son así, aquellos era asá. Y, dejando aparte el acierto de la descripción, es tarea válida. Hasta cierto punto. ¿Hasta qué punto?

La precaución más evidente es por el lado de la caridad: hay ciertas generalizaciones negativas que incitan al odio, al menosprecio o al encorsetamiento. Por aquí apunta la prevención actual contra los estereotipos —con algo de exageración, y con algo de razón. Porque creer que es tarea sencilla fustigar al tipo abstracto dejando intocado al individuo concreto, confiar en que nuestra condena al pecado genérico no desteñirá sobre el individuo pecador… es peligroso. No hace falta dar ejemplos, creo.

Esta prevención no prohibe las generalizaciones negativas, pero las hace problemáticas; una problemática paralela a la que trae el mandato «no juzgar», y que no puede contradecir la veracidad ni la justicia. Tampoco hay que creer que podemos separar dos momentos: primero analizamos con fría objetividad y dictaminamos implacablemente en privado («verdad»); y un segundo momento, el de la exteriorización, hacemos intervenir consideraciones políticas o pastorales («caridad»). Triste caridad sería, la que asomara recién cuando empezamos a redactar el predicado de la frase («El argentino es…»), en lugar de estar presente desde el primer momento en que nos la vemos con el sujeto.

En segundo lugar: si la caridad es inseparable de la verdad y la justicia, también las malas generalizaciones deben pecar por este lado. No por un error en los resultados, sino por algo más originario, por una intención torcida: generalizaciones interesadas. Esquemas forzados, a veces hasta el delirio, para cargar el mal a la cuenta de los otros, para confirmarnos que estamos del lado de los buenos. De nuevo, no hace poner ejemplos.

Así, lo que dice GKC de confrontar las teorías con el individuo concreto, la comprobación de que nuestras generalizaciones le calzan tan mal, puede funcionar como un sano llamado de atención, a poner los pies sobre la tierra; por el lado de la caridad (¿no estoy faltando al mandato del amor al prójimo?) y por el lado de la sensatez (¿no me estoy fabricando una idealización cómoda sin sustento real?).

Este llamado de atención debe ser útil siempre, pero especialmente con este temita del hombre moderno. Muy especialmente, diría yo… si pensamos el calibre de esta generalización, la enormidad que pretende abarcar y las enormidades prácticas que implican en mi ser cristiano.

Pensar por ejemplo, al hilo de lo anterior y con ejemplares concretos a la vista, si este hombre moderno caerá o no dentro de mi campo de acción, en qué grado será mi prójimo, en qué medida estaré armando con él un esquema irreal para cargar el mal en su cuenta y quedarme yo con la razón —o mejor, con mis pobres razones. Pensar, en suma, cuán grave es mi obligación de ser caritativo y justo en este caso, y cuán caritativo y justo estoy siendo. Y, de yapa, recordar aquello de que «nadie peca solo».

Y bien. Podemos, si prefieren, seguir gastando horas en decidir quién de nosotros tiene la mejor descripción fenomenológica del hombre moderno, quién acierta mejor y a mayor profundidad con las raíces de sus taras, quién arma el esquema más satisfactorio —que cierre y nos deje bien parados a los católicos dendeveras.

Podemos seguir repasando y puliendo nuestras teorías mentalmente mientras viajamos en el subte, apretujados por multitudes de hombres modernos.

Podemos incluso repasarlas durante la misa, rodeados de presuntos católicos que no piensan mucho en estas cosas —también hombres modernos, probablemente. Quizás no llegamos a dar gracias a Dios por no ser nosotros hombres modernos… estamos lo bastante despiertos como para esquivar fariseísmos tan explícitos; no sé si no estamos tan despiertos como para preguntarnos si nosotros mismos seremos hombres modernos o qué.

Mientras tanto, mientras nos paseamos mentalmente por nuestras teorías, nuestros juicios y nuestras respuestas, ha llegado la Navidad. El cura de esta misa no es ni muy muy ni tan tan… nos irrita un poco con alguna liturgia levemente incorrecta, pero bueh, estamos acostumbrados, y ya se sabe, estos seminarios modernos… En la homilía dice lo de siempre: que Dios vino a los hombres, y que Dios viene a los hombres; que para salvar al hombre Dios se hace hombre. Y bueno, no está mal. Le damos un aprobado. Al menos no dijo (¿no?) que Dios se hace hombre moderno… je… ahí sí que nos indignaríamos… pero no… no nos indignamos… porque no lo dijo… no es que estemos muy alegres, tampoco… aunque sea Navidad… sí, uno quisiera alegrarse, pero, como están las cosas… no es fácil, vio… fíjese qué mal está todo (es decir, el mundo moderno) que si logramos pasar la misa de Navidad sin indignarnos, ya nos damos por satisfechos. Como decía uno de estos que saben, es de creer que los primeros cristianos nos envidiarían…

Yo sospecho (nada original lo mío) que el lamento por la corrupción y la decadencia nunca-antes-vista del mundo moderno es muy antiguo. Imagino yo que veinte siglos atrás escribas y fariseos de Jerusalén se juntarían a analizar la situación (momento oscuro de la verdadera religión; y ni un profeta en tantos años!), a deplorar la influencia corruptora del intelectualismo y el esteticismo helénico, y la brutalidad idólatra del poder romano. Ay, quién pudiera barrer con todos estos, los enemigos (no nuestros, sino del Señor). El celo por Su casa, el sufrimiento piadoso, los análisis sobre las causas de los males, los culpables de ayer y los de hoy, las perspectivas razonables, los apocalipsis imaginables…

… esos terroríficos «laberintos de espejos» que él ama construir, se derrumbarían si sonase adentro la risa de un niño.

Castellani, criticando a Borges. No estoy seguro del acierto de su crítica, ni en general ni en este particular. Pero sí que la risa de un niño alcanza para derrumbar muchas de esas impresionantes construcciones de los intelectuales. La risa de un niño, o también el llanto de un bebé.

«El Verbo de Dios puso su morada entre los hombres y se hizo Hijo del hombre, para acostumbrar al hombre a percibir a Dios y para acostumbrar a Dios a poner su morada en el hombre según la voluntad del Padre. Por esto, Dios nos dio como signo de nuestra salvación a Aquel que, nacido de la Virgen, es el Emmanuel» (San Ireneo, siglo II)

También aquí tenemos una idea central muy hermosa de san Ireneo: debemos acostumbrarnos a percibir a Dios. Dios normalmente está lejos de nuestra vida, de nuestras ideas, de nuestro actuar. Se ha acercado a nosotros y debemos acostumbrarnos a estar con Dios. San Ireneo con audacia se atreve a decir que también Dios debe acostumbrarse a estar con nosotros y en nosotros. Y que quizá Dios debería acompañarnos en Navidad; debemos acostumbrarnos a Dios, como Dios se debe acostumbrar a nosotros, a nuestra pobreza y fragilidad. Por eso, la venida del Señor no puede tener otro objetivo que el de enseñarnos a ver y a amar los acontecimientos, el mundo y todo lo que nos rodea, con los ojos mismos de Dios.

B16 (Navidad 2010)

Feliz Navidad para todos los que pasen por acá.


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