De cerca y de lejos

Se preguntaba Mafalda si la virtud del patriotismo —el amor por la patria— no sería al fin de cuentas pura y simple comodidad: «¿Nosotros amamos a nuestro país porque nacimos aquí? ¿Los suecos aman a Suecia porque nacieron en Suecia?…» Una de sus tantas reflexiones superficialmente profundas… cinismo de baja calidad (cerebro y corazón), con que uno se detenga a pensarlo durante cinco segundos. Una idiotez, para decirlo rápido. Pero tal vez convenga pensarlo algo más de cinco segundos.

¿Es en verdad más cómodo amar el país propio?

Es claro que no. No es más cómodo, ni menos meritorio, amar lo que a uno le ha tocado. Al contrario, nuestro entorno, nuestro prójimo, es lo más díficil de amar; imaginar otra cosa es un infantilismo -incluso para la edad de Mafalda. Decía Iván Karamazov:

Yo no he comprendido jamás cómo se puede amar al prójimo. A mi juicio es precisamente al prójimo a quien no se puede amar. A lo sumo, sólo se le puede amar a distancia […] Apenas ve uno su rostro, el amor se desvanece.

Pero vamos, se me dirá… es un hecho palpable que la gente en general ama con preferencia lo próximo a lo lejano, lo propio a lo ajeno; desde su país hasta sus hijos. Si fuera tan dificíl, no debería ser así. Y tampoco es raro que estos amores vengan viciados de egoísmo e ignorancia («mi país / mi hijo es el mejor…») al punto de dar frutos de odio. Algo de razón debe llevar aquel cinismo desmitificador.

Algo. Pero son razones a delimitar y subordinar a las otras, las más altas.

A lo primero: el hecho de la universalidad indica que el amor a lo cercano es natural, es decir, pertenece a nuestra naturaleza humana, forma parte de nuestra constitución y nuestra vocación. Pero que un acto humano sea natural (y por lo mismo, común) de ninguna manera implica que sea cómodo (cualquiera que ha traído hijos al mundo debe saberlo) y que esté exento de trabajo y de mérito. La virtud no tiene que ir a contrapelo de la naturaleza -ni de la naturalidad. («Demos gracias al Señor, nuestro Dios.» «Es justo y necesario», respondemos en la misa; la acción de gracias es también es un deber, grave, arduo, y dichosamente natural: «Dignum et iustum est»).

Además, esa universalidad es problemática: el amor a lo cercano, cuando se da, suele venir mezclado con egoísmo e ignorancia, como nota la segunda objeción. Provincianismos, en todas su formas… Es fácil decir que esto no forma parte de aquel amor natural al cual estamos llamados, que tenemos que amar lo cercano pero no así; pero si no se trata de una cuestión de grado, ¿de qué se trata? Por lo pronto, se me ocurren dos notas.

1. Hay que amar más lo que tenemos cerca, sí. Pero cultivar este amor debe contribuir a amar más lo que tenemos lejos (no es un «juego de suma cero»). Para fomentar el aprecio de lo propio no sirve fomentar el menosprecio de lo ajeno — no es sólo que esté mal, es que no funciona. Por el contrario, sólo cuando aprendemos a bien amar a nuestra patria podemos comprender el patriotismo del sueco, y aprender a ver a Suecia como una cosa digna de amor: como la patria de algún otro. Y viceversa: ver a Suecia amable según los ojos del sueco patriota, debería contribuir a amar la patria propia (y debe estar claro, a esta altura, que no se trata sólo de países: también tribus, familias, partidos, religiones…; de hecho, esto un hincha de fútbol suele entenderlo).

2. El criterio de «lo real» vs «lo imaginario». La primacía del amor a lo cercano debe tener que ver con esto: lo más cercano es lo más real. Lo lejano se presta a las adulteraciones de nuestra imaginación: eso es precisamente lo cómodo. Lo cercano tiene la aspereza, la rugosidad de lo real. Es leitmotiv de Simone Weil:

  • La imaginación se ocupa continuamente de cerrar todas las hendiduras por donde pasaría la gracia.

  • Aceptar que los hombres sean distintos a las criaturas de nuestra imaginación es imitar el renunciamiento de Dios.

  • Tratar de amar sin imaginar. Amar la apariencia desnuda y sin interpretación. Lo que entonces se ama es verdaderamente Dios.

  • El único órgano de contacto con la existencia es la aceptación, el amor. Por eso, belleza y realidad son idénticas.
  • Y si por acá pasa el fundamento de la primacía, también puede pasar un criterio. Toda forma de patriotismo, en sentido amplio, estaría justificada (y más: obligada) en tanto nos conecta con lo real. Por aquí puede verse el pecado de ciertos patriotismos exasperados, basados mayormente en una ilusión —y por qué a veces pueden necesitar cierta desmitificación o escepticismo, una toma de distancia y hasta un ejercicio explícito del amor a lo lejano, para regresar después a la patria propia con la mirada más limpia. Y también el pecado simétrico de ciertos cosmopolitas amplios de miras, de aquellos que se jactan frívolamente de ser amantes de lo exótico: amores fáciles, amores imaginarios.

    (es continuación – y continuará)
    PS: que esta nota trate del amor a la patria, es (además de dudoso) casual; nuestros actuales gobernantes han decidido despedir a las antiguas festividades patrias para reubicarlas como sirvientas de la industria turística, y yo soy un ciudadano muy dócil -y no muy patriota: era vagamente conciente de que se viene un fin de semana largo, y no de que hoy era 17 de agosto.

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