Esperar con el condenado

Otra disposición del Talmud favorable al acusado —en este caso, al condenado. Tiene su efecto, humano y dramático:

Cuando el acusado ha sido condenado a morir por lapidación, es conducido al lugar de la ejecución, que estará alejado de donde celebra sesión el tribunal, tal como está escrito: «saca del campamento al blasfemo» [*].

A la puerta del tribunal quedaba un hombre con una banderola en la mano; a cierta distancia, desde donde pudiera ver la banderola al ser agitada, se colocaba un hombre a caballo. Así, si alguno de los miembros del tribunal decía haber hallado un argumento favorable al acusado, el hombre que estaba junto a la puerta agitaba la banderola y el jinete corría a detener la ejecución.

Impresiona, imaginar la escena. Y me recuerda una historia que nuestro Lugones relata en su «Romancero del Río Seco«, una ejecución sumaria que transcurre en un pueblo de Córdoba, en tiempos de Rosas (1840). La primera parte del poema se demora en el marco histórico, la segunda parte cuenta los preliminares de la ejecución, y la tercera el incidente en cuestión. Todo se apoya en una disposición judicial que también daba una última esperanza al condenado a muerte:

Que por su artículo tal
La ley con rigor ordena
Que al desertor en campaña
Se aplique la última pena.

Pero que si una mujer
Por marido lo pedía,
En prisión aquel suplicio
Conmutado le sería.

Es que en su misma dureza
Compasiva la ordenanza,
Querrá acordarle al amor
Aquella última esperanza.

No sé si estas y parecidas disposiciones regían efectivamente (no entiendo por qué el texto talmúdico conjuga las acciones en tiempo pasado, si se trata de un precepto a seguir). Y no sé si alguna vez tuvieron ocasión de aplicarse, si alguna vez aquel jinete vio agitar la banderola y llegó al galope para salvar al condenado en el último minuto, cuando los ejecutores estaban juntando las piedras y tomando puntería. Yo apostaría que no.

Pero, si así fuera, ¿habría que concluir que el precepto nunca llegó a cumplir su cometido? No necesariamente. Quizás tenga una utilidad más profunda. Para empezar: dar una última esperanza al condenado; aunque supiéramos (él y nosotros) que es casi nula… ese casi no es poco, si esa última esperanza le sirve para ayudar a pasar ese último trago (contención, dirían nuestros psicólogos con su jerga… desesperante). A lo mejor lo ayuda a bien morir. Y a lo mejor también sirve a los otros: al público, a los jueces – a los verdugos incluso.

Es bueno que nos lo recuerden: que el criminal que acabamos de condenar (en conciencia, con justicia) y que estamos a punto de ejecutar, acaso todavía pueda salvarse … sea por nuevas razones, evidencias que se nos habían escapado – o por un lazo matrimonial que lo devuelva al seno de la tribu. Tener bien a la vista esta posibilidad y hasta desearla, desear que se agite la banderola… aquel precepto, más allá de su inoperancia aparente, puede funcionar como un rito que nos obliga a comulgar (con el condenado y con todos) en esa esperanza, y a recordarnos la precariedad de nuestra justicia y el valor de la vida que estamos por truncar. Y, junto con aquel gesto tan humano de concederle un par de humildes «últimos deseos», nos puede ayudar a separar de la justicia el odio y el fariseísmo que suelen acompañarla.

Que todo esto pueda tener alguna utilidad para nosotros, que hemos archivado la pena de muerte y con ella sus ritos (con buenos motivos, probablemente) es otra cuestión.

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