Derroteros católicos – 2

En esta y en otras escaramuzas, una de las quejas preferidas del lado católico ha sido la de intolerancia. Ustedes —dicen—, ustedes se las dan de progresistas amplios tolerantes… pero esa amplitud de miras no corre cuando se trata de… nosotros: los católicos, los conserva, los fachos o como prefieran.

Algo bastante de eso hay1. Una vez más, las ínfulas del progresismo argentino, dando cátedra de virtud y sensibilidad social, dieron náuseas. En alguna medida, sí, la queja es justificada. Pero la medida no me alcanza. A mí esa queja —o esa línea de ataque, si prefieren— no me gusta. En verdad, no se trata de eso, de exigir tolerancia y reclamar derechos. Resulta más cómodo quejarse de eso, sí, son las municiones que encontramos más a mano en el momento de disputar; pero no es lo que nos duele y lo que importa. Esa falta de sinceridad es tal vez la cara más triste de estas disputas; no nos hacemos entender del otro, y nosotros mismos nos enredamos en argumentos inauténticos.

Claro que es válido señalar al adversario (a los progresistas, pongamos) sus incoherencias y sus pecados de principios. Pero en ese caso el reproche debe separarse del debate en cuestión (el reproche no puede ser nuestro argumento); y, sobre todo, debe tener alguna remota posibilidad de dar en el blanco. Para lo cual se requiere (además de inspeccionar, y en lo posible limpiar, pajas y vigas en ojos propios) tener enfrente, siquiera en la intencionalidad, a un adversario dispuesto a escucharte con algún mínimo respeto. Si aquel no está dispuesto, entonces quizás resulte más útil preguntarnos en qué medida tenemos la culpa de que no lo esté. Y si creemos que lo está, pues entonces dirigirse a él: con el tono, el esfuerzo intelectual y afectivo, acaso las concesiones que hagan falta; pero hablar a él – no a nosotros. Me molesta esa queja contra los pecados del adversario que en realidad está destinada los oídos propios, a generar adhesiones del palo de uno y buscar sintonías sentimentales; sentimientos de esos que aglutinan: tristeza, asco, miedo y odio.2

Es verdad que hay necesidad de gente que sepa expresar las frustaciones, los anhelos y los sentimientos de ciertos grupos (sobre todos la de aquellos que no tienen muchos escritores y periodistas de su lado…); es más, es seguramente un deber grave, el de prestar una voz a los que no encuentran sus medios de expresión (y del lado opositor, facilitar que surjan esas voces, y prestar atención a las más dignas y no a las más esperpénticas). Sin eso, la tensión se vuelve irrespirable. Pero dudo que sea el caso de la mayoría de los expresiones católicas que he leído —más bien me recuerdan a los comentaristas políticos (sean gorilas o K…) de La Nación. Eso no trae luz, ni auténtico consuelo; eso no ayuda a nadie.

De modo que acá estoy, pegándole a los progresistas por el modo en que (nos) pegan a los católicos por un lado; y pegándole a los católicos por cómo pegan (pegamos) a los progresistas. Incurriendo, seguramente en los pecados de ambos lados, y no cayendo bien a ninguno. Excelente. Y lo peor es que todavía —casi— no empecé.


1. Ilustrativo lo de Heguido, un mormón en Ushuaia. A un post suyo razonando su posición contraria al matrimonio homosexual, le comentan: «Qué asco. La homofobia es una enfermedad». Y por otro lado, casi al mismo tiempo, otro le pone como requisito para empezar una discusión negar terminantemente que la homosexualidad sea una enfermedad -«si ponés en duda eso, ni siquiera podemos empezar a dialogar». Y tiene su coherencia. A los intolerantes, cero tolerancia; los que dicen (o siquiera no descartan) que la homosexualidad es una enfermedad… son enfermos.

2. Como también me molestan los pequeños chantajes afectivos, las quejas que pretenden infundir remordimientos a un adversario que presumiblemente nos estima, con la exhibición de nuestras heridas («al pegarle a los católicos me causaste dolor a mí ¡ay, a mí!»). Falta de virilidad (no sé si puedo decir «mariconada» en este contexto… ups!), casi tan fea como la falta de cordialidad de los otros, los energúmenos que no tienen ni quieren tener adversarios estimables.

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