Variaciones sobre el tema del mandarín

Descubro que el «dilema del mandarín», ya mentado por aquí, aparece en Papá Goriot (mejor traducción sería «El tío Goriot», o «El viejo Goriot»), una novela de Balzac que yo había leído hace tiempo:

—Estoy atormentado por malas ideas.
—¿De qué clase? Las ideas se curan.
—¿Cómo?
—Sucumbiendo a ellas.
—Te ríes sin saber de qué se trata. ¿Has leído a Rousseau?
—Sí.
—¿Te acuerdas de aquel pasaje en el que pregunta a su lector lo que haría, en el caso en que él pudiera enriquecerse, matando en la China a un viejo mandarín, sólo con su voluntad, sin moverse de Paris?
—Sí.
—¿Y bien?
—¡Bah! Yo voy por mi mandarín número treinta y tres.
—No bromees. Vamos, ¿si estuviera probado para ti, que tal cosa es posible y que te bastaría un gesto de la cabeza, lo harías?
—¿El mandarín es viejo? Pero, ¡bah!… Joven o viejo, paralítico o sano, a fe mía… ¡Diablos! pues, no.

Seguramente por este medio lo había conocido, pienso, y por eso lo asociaba a Rousseau. Pero dicen que Balzac se equivoca en ese detalle: Rousseau no planteaba esa pregunta, sino Chautebriand, quien a su vez habría tomado el caso de Diderot o de Adam Smith -o de ambos.

Procedencias aparte, estaba yo pensando algunas variaciones.

Primero, pongamos que en lugar de quitar la vida se trata de dinero. Y multipliquemos los chinos. Se da el caso que mis habilidades de hacker, o mi suerte, me dan la posibilidad de transferir unos pocos centavos de todas las cuentas bancarias de China y pasarlas a la mía, sin que nadie pueda advertirlo. Estaría mal, ya lo sé. Pero… ¿de veras lo sé? ¿Estoy convencido de que está mal? ¿Por qué? ¿Realmente hago mal a alguien? Si el mal causado, al fraccionarse en partes infinitesimales, resulta imperceptible ¿sigue siendo mal? ¿Cómo se comparan la culpa y el daño de robar cincuenta mil pesos a una persona con el de robar cinco centavos a diez mil personas?

De acá uno puede pasar a imaginar que el dinero no va a parar a mis manos sino a los pobres, a lo Robin Hood — pero no quiero ir por ese camino. Lo que aquí me interesa no es tanto el aspecto moral de la cuestión, o el económico —salvo que tomemos esta palabra en un sentido muy amplio… Digamos que se trata menos de casuística que de mística.

Y vaya una segunda variación sobre la anterior. Puesto que, según dicen, el dinero no hace la felicidad… supongamos que en lugar de dinero podemos transferir a nuestras arcas felicidad, contante y sonante. El genio de la lámpara me concede una provisión abundante de alegría, placer y paz: pare de sufrir, de aburrirse y angustiarse. Para darme lo cual sólo deberá extraer pequeñas dosis de felicidad de otros seres humanos, y transferirles unos centavos de sufrimiento. Puede hacerlo a escala mundial. La humanidad (los chinos, si prefieren) experimentarán así un decremento minúsculo y fugaz de su felicidad global (unos instantes de alegría menos, unos segundos de tristeza de más que se irán como vinieron), a cambio de lo cual yo seré inmensamente feliz. ¿Haría mal en aceptar la propuesta? ¿La aceptaría?

Tal vez estoy rezando para que me hagan la propuesta- un poco como el personaje de Baudelaire. Que sería como aceptarla por adelantado.

O quizás, de alguna manera, ya la he aceptado.

Otras variaciones se obtienen poniendo la sabiduría en lugar de la felicidad; o la devoción religiosa… o la probabilidad de salvarse.

También podemos invertir el sentido de las anteriores:

Pedro y Juan, cada cual por su lado, deciden dar todo su dinero a los pobres. Pedro reparte todo entre cinco familias pobres. Juan, en cambio, lo reparte entre un millón de pobres, transfiere unos centavos para cada uno. Pedro y Juan quedan en la miseria. Ambas donaciones son anónimas. Pero la de Juan, además, es imperceptible: nadie se entera, no ya del autor de la donación, sino de la donación misma. ¿Cómo evaluaríamos el bien neto realizado en cada caso, y la virtuosidad del acto?

Y, análogamente: un hombre sacrifica su vida y su felicidad por la de su prójimo. Pero su prójimo es tan extenso, y la felicidad que les da viene en dosis tan graduales que, aunque él queda exprimido como un limón, los beneficiados no llegan a enterarse – del donante y de la donación.

Leon Bloy decía que «es una ley espiritual: cada vez que un hombre goza en su cuerpo o en su alma, hay alguien que paga.»

Tan destinada está la especie humana al dolor que el grito de agonía de un mundo no paga con exceso el permiso que se da a una sola pareja para ser feliz una hora.

Cada ser formado a semejanza del Dios viviente tiene una clientela desconocida, de la cual es al mismo tiempo acreedor y deudor. Cuando ese ser sufre, paga la dicha de muchos otros; pero cuando goza en su carne culpable, otros deben asumir necesariamente su pena.

(La mujer pobre)

Pero ¿cómo, por qué? ¿de dónde ha sacado eso Bloy? Debe ser literatura, nomás («Cuando la música no es bendecida por la Iglesia, es como el agua muy mala, y está poblada por los demonios», dice un personaje en la misma novela… ¿pero esas frases no serán también música —y sin bendecir?). El teólogo, supongo, nos remitirá al capítulo de la comunión de los santos, en el mejor de los casos y con reparos. Y el economista o matemático abrirá su maletín y nos ofrecerá con suficiencia la herramienta que, a su entender, estábamos necesitando: la teoría de los juegos de suma cero.

Y bien, podríamos contestarle a Bloy que la felicidad humana no es, según las evidencias, un juego de suma cero. No se ve que exista tal balanza (que Bloy, para peor, pretende tan asimétrica), no se ve que un incremento de mi felicidad implique una disminución para el resto de la humanidad. Hasta podría decirse que es al contrario, que la felicidad propia auténtica realimenta la del prójimo. Que acá rigen muy distintas leyes económicas («Moneda que está en la mano / tal vez se deba guardar. / La monedita del alma / se pierde si no se da.»)

Con esto y con todo, no terminan de parecerme huecos los dichos de Bloy, ni las aporías del mandarín con sus variaciones.

Y no deja de ser cierto que muchos de los bienes que perseguimos se miden en términos relativos, en comparación con la media de los hombres. Desear que me aumenten el sueldo ¿no es casi lo mismo que desear que baje el sueldo de todos los demás? Si es justo alegrarse y agradecer por los bienes que nos caen encima, ¿no sería justo, con el mismo motivo, entristecerse por los bienes que recaen sobre el prójimo (=envidia)?

Pero, se me dirá, ya quedamos en que con las cosas que importan —la felicidad, en particular— no es así, el incremento de uno no implica disminución del otro. Yo no estoy tan seguro. Hay cierta manera de ver la felicidad (por no hablar de la fe y la caridad) que no puede menos que hacer comparaciones con el promedio. Y en ese caso la felicidad ajena bien puede ser motivo de infelicidad —como sentía aquel espectador de Whisper of the heart. La incapacidad de alegrarse por la felicidad de Dios —y en general, la tendencia a resentirse contra Dios— no debe andar muy lejos de todo esto.

Aporías como estas del mandarín podrían ayudan a ver, acaso, que los bienes materiales -el dinero especialmente- son relativos, en más de un sentido; que al fin de cuentas son inconsistentes, y que las alegrías que procuran pueden ser lícitas y justas, pero un plano provisional; de última «no cierran», no pueden traer ninguna armonía universal y sí la ruina. Y que lo mismo vale, con igual motivo y mayor gravedad, cuando mi felicidad (y cualquer forma de plenitud humana, religiosidad incluida) la concibo a imagen y semejanza de aquellos otros bienes.

Aunque tampoco creo que esta consideración final (algo demasiado sentenciosa, y más vecina de la moral que de la mística, al fin de cuentas) ilumine el fondo de la cuestión. Yo seguiré rumiando a Bloy, para variar.

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