Todos, pero ninguno

«Conservador» – «liberal » – «socialista »: yo nuncá me identifiqué con ninguno de estos rótulos. Aunque admitiéramos (por de pronto no lo admitimos ni lo rechazamos) que configuran una partición bastante útil y completa de las posiciones políticas. Aunque el rótulo viniera todo lo matizado que uno quiera —en el mejor sentido de cada palabra. Y en el caso —por lejos el más frecuente— que el motivo fundamental para adherir a uno fuera rechazar a los otros… menos. En ese sentido, podría más bien suscribir lo del finado Kolakowski, en un escrito citado varias veces, en el que se decía conservador, liberal y socialista:
El conservador cree:

1. Que en la vida del hombre no ha existido ni existirá progreso alguno que no haya que pagar con deterioro y males; por lo cual en todo proyecto de reforma y mejoramiento hay que sopesar su costo. Dicho de otra forma: los males humanos son compatibles (podemos sufrir muchos íntegra y simultáneamente); mientras que los bienes se oponen o se cancelan unos a otros, de forma que nunca podremos disfrutarlos a pleno al mismo tiempo. La existencia de una sociedad sin libertad ni igualdad es perfectamente posible; no lo es, en cambio, la de un orden social que combine de modo absoluto la igualdad y la libertad; el planeamiento y el principio de autonomía; la seguridad y el progreso técnico. La historia humana no conoce el “happy end”.

2. Que desconocemos en qué medida las distintas formas tradicionales de vida social —rituales familiares, nación, comunidades religiosas— influyen decisivamente en hacer más tolerable —e incluso posible— la vida. No hay bases para creer que al destruir estas formas o al considerarlas irracionales, mejoraremos nuestras posibilidades de dicha, paz, seguridad o libertad. No sabemos a ciencia cierta qué ocurriría si, por ejemplo, la familia monogámica fuera abolida, o si la vieja costumbre de enterrar a los muertos cediera el paso a un reciclaje racional de cuerpos con fines industriales. No lo sabemos, pero haríamos bien en esperar lo peor.

3. Que la idée fixe de la Ilustración —la envidia, la vanidad, la ambición y la agresión se originan en deficiencias de las instituciones sociales y desaparecerán en el momento en que éstas se transformen— no sólo es absolutamente increíble y contraria a la experiencia, sino altamente peligrosa. ¿Cómo habrían podido surgir todas estas instituciones, si contrariaban a tal grado la verdadera naturaleza humana? Confiar en que podemos institucionalizar la hermandad, el amor y el altruismo, es el camino seguro hacia el despotismo.

El liberal cree:

1. Que sigue siendo válida la antigua idea de que el propósito del Estado es la seguridad: válida incluso si la noción de seguridad se extiende hasta incluir no sólo la protección de las personas y la propiedad a través de la ley, sino otras varias instancias: que a los desempleados no los mate el hambre ni a los pobres la falta de atención médica, y que los niños tengan acceso a la educación. Pero no hay que confundir seguridad con libertad. El Estado no garantiza la libertad mediante su acción reguladora en las diversas áreas de la vida, sino todo lo contrario, la garantiza mediante su abstención. De hecho, la seguridad puede ampliarse sólo a expensas de la libertad. En todo caso, hacer a la gente feliz no es responsabilidad del Estado.

2. Que las comunidades humanas están amenazadas, no sólo de estancamiento sino de degradación, si se organizan al grado de asfixiar toda iniciativa individual, todo espíritu de inventiva. Se puede concebir un suicidio colectivo del género humano, pero no un permanente hormiguero de hombres, y esto por una simple razón: no somos hormigas.

3. Que es improbable la supervivencia de una sociedad en la que todas las formas de competencia fueran abolidas. Sin ellas faltarían también los estímulos imprescindibles de creatividad y progreso. «Más igualdad» no es un fin en sí mismo, es sólo un medio. En otras palabras: no tiene sentido luchar por una mayor igualdad si el resultado es una nivelación hacia abajo de los privilegiados en vez de una nivelación hacia arriba de los no privilegiados. La igualdad perfecta es un ideal que se aniquila a sí mismo.

El socialista cree:

1. Que las sociedades en donde la búsqueda de la ganancia es el único regulador del sistema productivo, están amenazadas por catástrofes tan o más dolorosas que las sociedades en las que esta búsqueda ha sido completamente eliminada. Hay razones de peso para creer que es bueno limitar la libertad económica en favor de la seguridad y evitar que el dinero produzca, automáticamente, más dinero. Pero esta limitación de libertad es precisamente eso, limitación de la libertad, y no una forma superior de libertad.

2. Que es hipócrita y absurdo concluir que, dado que una sociedad perfecta y sin conflicto es imposible, es inevitable la desigualdad existente, en todas sus formas, y justificada todo afán de ganancia. Esa forma de pesimismo antropológico conservador que condujo a la sorprendente idea de que el impuesto progresivo sobre la renta era una abominación inhumana, no es menos culpable que el optimismo histórico sobre el que se basó el Archipiélago Gulag.

3. Que aun a costa del crecimiento concomitante de la burocracia, debe favorerse la tendencia a sujetar a la economía a controles sociales; controles que, ciertamente, deben ser ejercidos en un contexto democrático. Y que en consecuencia es preciso planear instituciones adecuadas para contrarrestar la amenaza a la libertad que produce el crecimiento de esos controles.

Yo tengo para mí que estas ideas reguladoras no se contradicen y que, por lo tanto, es posible ser un conservador-liberal-socialista.

Al releerlo pienso que, más que con el texto en sí (los motivos podrían estar mejor delineados, me parece; y la división tripartita puede ser aceptable, mientras no se la crea necesaria; podrían ser dos, o cuatro), coincido con su espíritu. Triste, esa repartija de bienes que hacen los partidos, para tornarlas en banderas absolutas; y el desprecio hacia auténticas necesidades humanas, si estas son patrimonio ideológico del adversario («eso es el típico discurso de la derecha/izquierda… etc»). Como aquella espantosa sentencia que leí una vez en un manual de secundaria, que presentaba al orden como un mal necesario —enfrentado a la libertad, bien a secas.

Recordábamos una vez, a propósito de eso, la enumeración de «necesidades del alma» (mejor que «derechos humanos», sospecho) que hacía Simone Weil. Enumeración menos esquemática-partidista que la de Kolakowski, menos apta para el manifiesto, y, me parece, mucho más profunda y útil (me prometo trascribirla, si no lo encuentro en internet). Igual, me importa más lo que tienen en común. Y que no queda lejos, creo, de lo que decían los antiguos: que las virtudes no pueden cultivarse aisladamente. Incluso cuando (sobre todo cuando) a primera vista algunas parezcan antinómicas, como el ejemplo clásico del par justicia-misericordia.

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