Baba Katia

De un librito de Tatiana Góricheva (Hijas de Job) que compré hoy:
[…] A medida que transcurría el servicio divino, el gozo me inundaba, a mí, que me había hecho cristiana apenas cinco minutos antes. Acababa de convertirme y me sentía en el séptimo cielo. Y súbitamente, al llegar al pasaje en el que el coro canta: «Bienaventurados los que lloran», recordé cómo, en mi infancia, mis amigos y yo habíamos maltratado y nos habíamos burlado de una extraña vieja que vivía en nuestro mismo patio.

La llamábamos Baba Katia, «la vieja Katia». Se pasaba el día rezando y su cuarto estaba lleno de iconos. Recuerdo que estaba muy enferma. No tenia parientes. Era una anciana que vivía sola. Por alguna extraña razón de nuestra infantil crueldad, la habíamos convertido en objeto de nuestras burlas comunes. Arrojábamos basura a su ventana y la atemorizábamos, metíamos en su buzón misivas con toda clase de indecencias. Baba Katia, la pequeña anciana, lo soportaba todo con paciencia. Sólo una vez, cuando me reí del Dios «del icono», me miró severamente y me dijo: «De Dios no puedes reírte, porque no sabes lo que será de ti en la vida

No di, por supuesto, ninguna importancia a sus palabras, pero la mirada de aquella mujer enferma, atormentada en su cuerpo y en su espíritu, se grabó en mi memoria, tal era la fuerza y la firmeza que brillaba en ella.

Aquellas burlas ya olvidadas y aquella crueldad infantil surgieron ahora de pronto, veinte años más tarde, y rompí a llorar. También de estas y otras muchas lágrimas nació lo que entre nosotras llamábamos «movimiento feminista». Nació la compasión.

Actualmente, tras la entrada de miles y miles de neoconversos en el cristianismo, la Iglesia se ha llenado de personas totalmente nuevas. Cada una de ellas ha sido encontrada por Dios. A menudo han sido encontradas «sin ayuda ajena», por caminos enteramente singulares, mediante una conversión súbita. Visto desde fuera, podría dar la impresión de que nuestra Iglesia se compone de millones de personas solitarias. Pero no es así. Todos nosotros hemos crecido en una época y en un mundo en el que se pretendió arrancar de raíz el cristianismo. Pero no lo han conseguido. Y aunque nuestras abuelas rezaban enteramente a escondidas y bajo las sábanas y acudían absolutamente solas a la iglesia, nosotros, los incrédulos, los no bautizados, teníamos que sentir por fuerza aquellas oraciones, aquellos suspiros ahogados. Esta es la razón de que en la Iglesia no estemos solos, aunque no nos conozcamos entre nosotros. La oración de los mártires, las oraciones de los cristianos ocultos no han sido estériles.

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